Así llamaban los indios de la amazonía al misionero dominico asturiano José Alvarez. Nuestro querido compañero Marcelino Iglesias me pasa la siguiente información.
En el número de julio de la revista asturiana "Atlántica XXII" a la que estoy suscrito, aparecía un reportaje en recuerdo del misionero dominico asturiano José Álvarez (toda una referencia de honestidad y valentía entre los indios del Urubamba y el Madre de Dios) y ya entonces pensé en hacértelo saber por si considerabas de interés incluirlo en el blog. Al haber salido otro número de la revista bimensual, es posible ya acceder libremente a ese reportaje: bastará con pinchar en google. Te doy la referencia: Atlántica XXII, número 15, archivo, afondando: "El amigo de los indios de la Amazonia", de Manuel García Noriega y T.S. Norio (Se puede descargar el número en versión PDF).
Os trascribo el artículo, no obstante, os dejo el enlace:
http://www.atlanticaxxii.com/wp-content/themes/crunchtech/pdf/15.pdf
Manuel García Noriega y T. S. Norio | Escritores
n realidad, todo empezó por un triciclo: en 1887, el veterinario escocés John Boyd Dunlop, harto de que su hijo de nueve años destrozase su triciclo por las calles reventadas de baches de Belfast, pergeñó unos tubos con unas tiras de goma, los llenó de aire, los recubrió con lona, los pegó sobre las llantas de las ruedas... y el invento funcionó. Acababan de nacer los neumáticos. Dunlop desarrolló la idea y la patentó. Era la época de la expansión del transporte terrestre, y aquel invento que permitía una marcha sin traqueteos de los nuevos «carros a motor» pronto se demostró como imprescindible para la indus- tria automovilística.
Los neumáticos se hacían con el látex del caucho, un árbol nativo de la cuenca del Amazonas. Aunque ya se extraía indus- trialmente desde hacía años (la primera fábrica de productos de caucho –bandas elásticas y suspensorios– había surgido en París en 1803), la creciente demanda llevó a lo que se llamó «la fiebre del caucho», treinta años a caballo entre los siglos XIX y XX en que la extracción y explotación del «oro blanco» convirtió toda la región del alto Amazonas (con territorios de Brasil, Bolivia, Perú, Colombia y Ecuador) en un monstruoso foco de codicia y crueldad. La mano de obra se buscó entre los propios indígenas de las zonas caucheras, basándose en un principio de enseñanza segura en las escuelas de negocios de los mercados maduros: la esclavitud como contrato y los latigazos como remuneración.
el caucho se tiñó de sangre.
La historia de cómo un puñado de banqueros, inversionistas, aventureros y visionarios se enriquecieron hasta la náusea a base de aplicar el sencillo axioma capitalista de maximizar el beneficio y minimizar los costes está bien documentada. Un solo ejem- plo: en la zona peruana, una de las empresas creadas, la Casa Arana, que luego se convertiría en la Peruvian Amazon Rubber Company, erigió un imperio económico a base de una mons- truosa explotación esclavista que incluía la cacería de los indí- genas (contaban con un cuerpo de doscientos capataces para ello) de las zonas caucheras como mano de obra y su explota- ción hasta la muerte. Llegó a contar con 60.000 «trabajadores». Sin sueldo, obligados a trabajar a punta de escopeta, tenían que entregar cada día una cantidad determinada de látex. Si no lo lograban, les azotaban, les mutilaban, les amarraban a un cepo de pies y manos y les dejaban morir de hambre o de insolación, les crucificaban, les despedazaban a machete, aplastaban los sesos de los niños lanzándolos contra los árboles. A los viejos los mataban cuando ya no podían trabajar y, para divertirse, los funcionarios de la compañía ejercitaban su pericia de tiradores utilizando a los indios como blanco. En ocasiones especiales como el Sábado Santo los mataban en grupos o, de preferencia, los rociaban con queroseno y les prendían fuego para disfrutar con su agonía.
Según cálculos del antropólogo Wade Davis, por cada tone- lada de caucho producida asesinaban a diez indios y centenares quedaban marcados de por vida. Se calcula que solo en la prime- ra década del siglo XX perecieron alrededor de 40.000 indíge- nas. Era un negocio muy rentable, el dinero fluía a espuertas y la ostentación se convirtió en un deporte de sociedad: «Los magnates del caucho prendían sus habanos con billetes de cien dólares y aplacaban la sed de sus caballos con champaña hela- do en cubetas de plata. Sus esposas, que desdeñaban las aguas fangosas del Amazonas, enviaban la ropa sucia a Portugal para que la lavaran allá. Los banquetes se servían en mesas de mármol de Carrara, y los huéspedes se sentaban en asientos de cedro importados desde Inglaterra... Después de cenas que costaban a veces hasta cien mil dólares, los hombres se retiraban a elegantes burdeles. Las prostitutas acudían en tropel desde Moscú, Tánger, El Cairo, París, Budapest, Bagdad y Nueva York. Existían tarifas fijas. Cuatrocientos dólares por vírgenes polacas de trece años...» (Wade Davis, El río, editorial Pre-Textos).
Luego todo se terminó tan rápido como había comenzado: Inglaterra, que había venido experimentado en sus colonias con unas semillas del árbol del caucho Hevea brasiliensis sacadas clandestinamente de Brasil en 1876 por el explorador Henry A. Wickham, comenzó a hacer rentables sus plantaciones en Malasia, Birmania, Ceilán y África Subsahariana. Para 1914 la cantidad de caucho obtenido de plantaciones ya superaba la extraída de árboles silvestres y el caucho amazónico desapareció del mercado. Se desmantelaron las explotaciones y los indios se desperdigaron por lo más intrincado de la selva odiando todo lo que tuviese que ver con el hombre blanco, que para ellos equiva- lía a un aborrecimiento pavoroso. Cada extraño que se internaba por la selva era hostigado o muerto, la hostilidad se enquistó y la selva y sus habitantes fueron olvidados.
Un Quijote dominico
Y entonces, por la parte del Perú, apareció un extraño joven, delgado como un quijote, vestido con el hábito de dominico, con barba valleinclanesca y gafas de miope, un misionero nova- to llamado a conseguir lo que parecía imposible: ser aceptado por todas las tribus de la Alta Amazonía, pacificarlas y ganarse su amistad y su respeto, hasta terminar convirtiéndose muchos años después en un símbolo para los indios: su Apaktone, su «papá viejo».
Se llamaba José Álvarez Fernández. Había nacido en Cuevas, una aldea del concejo asturiano de Belmonte de Miranda, en 1890, justo el mismo año en que Dunlop obtuvo la patente del neumático. Provenía de una familia campesina, pobre y devota. Era el tercero de nueve hermanos, cinco de los cuales terminaron profesando en órdenes religiosas.
Si Dunlop había inventado el neumático por causa de un triciclo, Álvarez se había hecho misionero por causa de un verso. Un día, cuando aún era niño y alternaba su tiempo entre ayudar a su padre a pastorear el ganado y acudir a la escuela, apareció por Cuevas un dominico predicante. De su perorata, Álvarez se quedó impresionado por la frase evangélica «la mies es mucha y los obreros pocos» y empezó a soñar con hacerse misionero. Con catorce años, marchó al monasterio de San Juan Bautista de Corias e inició su noviciado. El 3 de octubre de 1908 tomó el hábito de la Orden de Predicadores, se ordenó sacerdote, dijo su primera misa en Palencia y marchó al convento dominico de San Esteban, en Salamanca, a estudiar Teología.
Pero su vocación misionera le impacientaba, dejó los estudios y el día de Nochebuena de 1916, en el puerto de Barcelona, se embarcó para Callao en el buque «Montevideo». Hacía pocos años que los dominicos de la Provincia de España habían aceptado las misiones de la Prefectura Apostólica del Urubamba y del Madre de Dios y allí había sido destinado.
Desde el momento de su llegada, durante los siguientes cincuenta y tres años, José Álvarez recorrió cada vericueto de la Amazonía peruana, una zona selvática con la extensión de media España, predicando la existencia del cielo y del infierno y el poder del amor para derrotar al mal. Con una fe de cruzado y lo que un biógrafo definió como «una paciencia aniquilado- ra con los hijos de la selva», buscó a los nativos en las remo- tas quebradas y cabeceras de los ríos, aprendió sus lenguas y se amoldó a sus vidas. Nunca supo nadar, pero recorrió en canoa todos los ríos de la región, los numerosos y torrencia- les afluentes del Madre de Dios, hasta conseguir hacerse amigo de todos sus habitantes, manukiaris, kareneris, huachipairis, shireneris, amarakairis... Sus cualidades: una bondad de hierro, una calidad de paisano (resulta emocionante escucharle en algunas viejas grabaciones de radio, hablando con una mezcla de español e idiomas indígenas que combina de pronto con un deje asturiano: «¡home!», «yo pensara que...») y una mezcla de buen humor y de sentido práctico. Durante sus primeros años en aquella selva hostil, con un rosario como arma funda- mental (aunque deja machetes clavados en los árboles de sus rutas como regalo), sobrevive a los asesinatos de varios de sus compañeros, a naufragios, a desdenes, al hambre y a la soledad.
Son cientos las expediciones, y su recuento agotador: en 1923 viaja de San Lorenzo a Maldonado, En 1923, de Santa Rosa a Lago Valencia, en busca de los huarayos del Malinowsky. Luego contacta con los indios de la Puna (1931). En 1935 está con los toyeris. En 1936 por Tahuamanu, donde contactó con campas, iñaparis y loretanitos. En 1942 se adentra en Marcapata, recorre el Nahuene, el Euri, el Teneka, contacta con los manukiaris de Paijaja, después con los kareneris... funda misiones, escuelas, dispensarios.
Al mismo tiempo mantiene una actividad literaria. Desde 1919, fecha de su primera colaboración escrita, sus artículos se cuentan por docenas. Son crónicas que mezclan narraciones de aventuras y naufragios, informes geográficos y antropológicos, invocaciones marianas, apreciaciones evangélicas, arrebatos místi- cos o meditaciones sobre la dulce vida de las tribus indias frente a las maldades de la civilización. Dice de una expedición por el Malinowski: «¡Pasar la vida aquí sin otras modas ni otros lujos ni otras especiales innovaciones que el santo amor y temor de Dios y la dulcísima práctica del bien! ¡Qué feliz sería en este pueblo nuevecito, en el que no tendrían lugar las maldades y delitos y los tan abominables abusos de todo género que hacen odiosa y aborrecible la vida, que dicen culta, entre los civilizados!».
Papá Viejo, mito y veneración
Pero su epifanía, el momento en que el vehemente misionero se desvanece convertido en un símbolo propio para los indios, en su Apaktone, ocurre en 1950. Obsesionado con la idea de intentar contactar con los amarakaeris, los guerreros más temi- dos e inaccesibles de todos los pueblos harakmbut, que con indecible violencia se oponían a cualquier intento de penetración de los blancos en sus territorios, inicia una explo- ración acompañado de cuatro guías indios. Tras cuatro días de rastreo se topan. Ciento cincuenta marakai- bis los rodean, desnudos, pintados de rojo con franjas blancas, le quitan a Álvarez la camisa, la enarbolan en son de guerra y cuando la muerte parece inminente, uno de los guías se indigna: «Apaktone jiurambayo ahuajijikda ombeinapene yayukaatei ¡Mi papá es anciano y sin ropa, se morirá de frío, devuélvansela!», y sucede el milagro; los amarakaeris obedecen a la fuerza de aquellas palabras, le devuelven la ropa y les dejan irse.
Fue el triunfo definitivo, ser respetado por los amarakaeris le proporcionó un prestigio casi mágico. En todas las tribus comenzaron a llamarle Apaktone, y él mismo, a firmar sus escritos con ese nombre.
Durante los siguientes años, convertido en el mejor conocedor de la cuenca del Madre de Dios, siguió profundizando en su relación con los amarakaeris, hasta terminar construyendo una misión para ellos. En reconocimiento a su aporte de datos cartográficos fue nombrado Miembro de la Sociedad Geográfica de Lima; recibió diplomas y medallas, viajó a España, pasó por Cuevas, fue entrevistado en TVE. Luego, el jubileo por sus cincuenta años de sacerdocio. Aún en los años sesenta seguía expedicionando. Al fin, vencido por la edad, hubo de retirarse a Lima. Pasó sus últimos años entre las Hermanitas del Asilo de Ancianos Desamparados y el santua- rio dominico de Santa Rosa. Murió el 19 de octubre de 1970, convertido en un mito y llorado por todas las cuencas del Madre de Dios.
La actuación de los misioneros, dedicados a difundir el cristia- nismo en tierra de «infieles», abrió en el campo antropológico un debate apasionado y minucioso que aún se mantiene en el caso de la Amazonía. Pero lo que nadie discute es el coraje y la abne- gación de Apaktone, el hombre que, al fundar en 1943 la prime- ra misión en las cabeceras del río Caichihue, hizo colgar un cartel a la puerta con una frase que luego hizo historia: «Honor a Dios y Libertad a los Mashcos».
Princesas y sarnositos
«Recibí el Orden Sacerdotal el 26 de Julio de 1916. Canté la primera Misa el 4 de agosto de 1916. Llegué al Perú el 21 de enero de 1917.
Las circunstancias de mis primeros encuentros con los nativos fueron el estado de beligerancia, hostilidad y persecución que desde tiempo inme- morial tenían con ellos los cauche- ros e industriales; choques y odios a muerte de unas tribus con otras debido a lo cual se había creado un estado de miedo y aborrecimiento pavoroso hacia ellos, y la menor idea de internarse en la selva, morada de las tribus, para llevarles un mensaje cristiano era, si no utópico, sí consi- derado arriesgadísimo.
Llegué hasta ellos y fue tal el asombro que les causó al verme, a mí, solo entre ellos, hablándoles en su lengua, que logré lo que nadie había soñado, calmar odios, allanar miles de difi- cultades e ir planeando las bases de pequeñas misiones. Los primeros contactos fueron con los de la tribu Huaraya; siguió la Toyeri e Iñapari y en 1940 emprendi- mos las exploraciones al río Colorado con los hasta entonces «feroces» Mashcos.
En mis planes, con el auxilio de Dios, no habrá cambios jamás. Como buen soldado siempre en la brecha, o aquí en Lima curándome de mis quebrantos, pero siempre alerta a la voz de mando que me ordene o me permita volver a mis bosques al lado de mis hijos de la selva, mis prince- sas y sarnositos; o aquí al lado de Santa Rosa en donde siempre he encontrado a manos llenas medios espirituales y materiales para seguir mis planes misionales mientras el Señor me dé vida».
(Hoja que se encontró en el libro de rezo del padre Álvarez al morir).