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EL FRAILE QUE SE PARECÍA A BÚSTER KEATON y otros pecios de la memoria (III)

EL FRAILE QUE SE PARECÍA A BÚSTER KEATON y otros pecios de la memoria (III)

Las lecturas que evoca Marcelino, me han traído a la memoria aquel libro que yo tenía de "meditación espiritual" (¡toma ya!) en aquellas horas que recuerdo tristes y miedosas en la Capilla de la Escuela Mayor: LAS FLORECILLAS DE SAN FRANCISCO. Me pasé todo el sexto curso leyéndolo y releyéndolo, para ser más exactos, escondido detrás de él.

Todas las semanas forraba las "pastas" con papel diferente para que el P. Cura no se diera cuenta de que siempre "meditaba" con el mismo libro.

Hasta que un día me pescó leyéndolo al revés.

 


 

 

El fraile que se parecía a Búster Keaton y otros pecios de la memoria (III) 

  

  • Lecturas en el refectorio: emoción y suspense, con excurso a modo de estrambote
  • Otras lecturas
  • Un misterio y otras asociaciones caprichosas
  • Del Método Perrier al Assimil
  • Contemplando las estrellas
  • Rutina

 

 

Lecturas en el refectorio: emoción y suspense, con excurso a modo de estrambote

 La magra cena tenía al menos la compensación de la lectura de alguna obra memorable, aunque fueran extractos del Reader´s Digest. Nombrado por el P. Torrellas (tal vez para compensar mi frustración por no poder cantar en la Escolanía) fui lector en el refectorio, al menos durante un curso, ya en la Escuela Mayor. Tuve entonces el privilegio de ponerle voz a una novela cuya historia nos impactó en su momento: Matar un ruiseñor de Harper Lee. Y cómo olvidar la emoción y el suspense que nos ponía el P. Torrellas, que jugaba con nosotros y, sabio, nos interrumpía la lectura en el momento más interesante: cuánto ensoñábamos entonces, cuánto tenía que fantasear nuestra imaginación. Aunque nos fastidiaba y lo exteriorizábamos con resoplidos y gestos de protesta, cada noche repetía el corte: esperaba al momento menos oportuno —o más oportuno: según se mire—, de mayor suspense o emoción, para con un gesto al lector y una palmada dar por finalizada la sesión. El P. Torrellas —estaréis conmigo— era un hombre enérgico, vitalista, duro pero con tanto sentido del humor como de la justicia (qué alegría y admiración, qué sorpresa agradable cuando —a mediados o tal vez ya a finales de los años 80— en una entrevista en “La Voz de Asturias”, supe dónde estaba, cómo había dado un paso —humano y político— y se había alineado con los oprimidos, con la revolución sandinista), de ese modo, con la interrupción, acrecentaba nuestra emoción, el interés por la continuidad de la historia.

 

Hubo otras muchas lecturas, de entre ellas guardo especial recuerdo —por su fuerza narrativa, por su poderosa intriga— de El espía que surgió del frío de John Le Carré; y también, salvadas las distancias, convendréis conmigo en cuánto nos divertían las peripecias chuscas y las escaramuzas disparatadas entre don Camilo —qué cura más bruto pero entrañable— y el camarada Peppone, el no menos entrañable alcalde comunista de la obra de Guareschi.

Con menos agrado —seré sincero: con fastidio retrospectivo— recuerdo que en la Escuela Menor, ya al poco de llegar, nos aleccionaron con pasajes y fragmentos de las hagiografías del fundador y su lucha tremenda contra los albigenses (los cátaros o puros), de Santo Tomás, de San Alberto Magno, del entonces todavía beato Fray Martín de Porres, de Santa Rosa de Lima…

De ellas guardo un difuso recuerdo, excepto de una anécdota ejemplar referida a Santo Tomás de Aquino, una anécdota que  siempre rememoro con una sonrisa por la fuerza con que la entonces inquieta imaginación del niño recién aterrizado en un ambiente tan distinto al suyo habitual —en nada próximo a curas o frailes— visualizaba en su imaginación la escena de la prueba a que se ve sometido el de Aquino. El que sería autor de la Summa… era tentado —que se lo quería beneficiar, vamos— por una mala mujer (pero mala, muy mala, que, por lo que se sugería en el relato o fantaseaba la imaginación infantil —o al menos en esta revisión de ahora— debía de estar muy buena, pero que muy buena), a la que el todavía no santo —pero meritorio ya como se puede apreciar en la firme decisión—, tras un fugaz titubeo —ya se sabe que la carne es flaca— resistió el acoso y, con brío y determinación, cogió el atizador de la chimenea y lo agitó en el aire contra la mujer que huyó despavorida.

Por cierto, es sabido que el fundador se dedicó por mandato del papa a intentar convertir por las buenas a los llamados por la ortodoxia herejes albigenses, que luego, ante el fracaso de la misión por método pacífico, serían perseguidos con crueldad y casi exterminados. Sabemos también que la llamada Santa (qué befa) Inquisición estuvo en manos de destacados dominicos… En fin. Pero también está Bartolomé de las Casas, por ejemplo, o el gran Jordano Bruno —quemado en la hoguera por sus ideas— o misioneros admirables como José Álvarez Fernández —Apaktone: papá viejo, para los indios del Alto Amazonas—, me susurra no sé que justiciera voz interior. Ya sé, ya sé: y tantos otros abnegados hombres buenos que vistieron el hábito blanco. ¿Suficiente compensación para tanto horror, tantos siglos?

 

Y un excurso —un estrambote sin duda arriesgado: implica una inequívoca toma de posición ideológica— a propósito —o a despropósito dirá alguno— de la interrogante anterior, para reafirmar lo que vengo manteniendo desde que me rijo por principios basados en criterios puramente humanos (tal vez desde que con los existencialistas comprendí que somos seres para la nada, impulso vital con los días contados, llamas que se extinguen, pero que mientras vivimos nos salvamos por un acto, una elección: la libertad, y, con ella y las luces de la razón, hacer frente al oscurantismo de las palabras huecas sobre consuelos ficticios) y no en otros principios cuya referencia es un ser divino, sea cual sea el nombre que lleve ese presumible ser etéreo: la supremacía de una moral —tal vez la única que merezca llevar tal nombre— cuya referencia sea el bien y la bondad en sí mismos, principios necesarios y suficientes para dar sentido a la existencia. Porque ¿qué mérito tiene procurar el bien y la bondad a cambio —moneda de cambio— de una presumible salvación eterna en un quimérico lugar tras las postrimerías, llámese como se llame ese paraíso? No me puedo reprimir, compañeros: qué limitada —y espuria— la moral que responde a estímulos de premios y castigos; cuánto más limpia y humana aquella que se limita a las cosas de aquí abajo, a procurar vivir en concordia y solidaridad… ¿En verdad necesitamos los humanos a un dios? ¿No es dios —en cualquiera de sus formas y nombres— una creación humana, un constructo, que viene perpetuando tanta barbarie, mentira y engaño?

Así que, cuando oigo hablar y actuar a tantos creyentes confesos, incluida por supuesto la jerarquía —permitidme la boutade—, sus palabras me provocan la siguiente pregunta (retórica, por supuesto): ¿Hacer el bien para a cambio conseguir trocitos de cielo, una suerte de parcelita a plazos o, si soy muy bueno pero que muy bueno, un chalecito? Una moral de mercachifles. En suma: primacía de la filosofía y de la ciencia sobre la teología.

 

 

 

 

 Otras lecturas

 

Allá por tercero, o tal vez ya en cuarto, circuló entre nosotros un libro que fue leído con expectación compartida: El diario de Daniel de Michel Quoist, porque en él se planteaban —de forma un tanto ñoña, la verdad— las dudas, apetencias y temores propios de la adolescencia con que los lectores nos identificábamos. Fue este un libro que, con permiso del director espiritual o del confesor, pasó de mano en mano (casi) libremente por la Escuela Mayor. Por la misma época, muchos de nosotros leímos también el edulcorado, cursi y plagado de trampas sentimentaloides* La vida sale al encuentro del ínclito, ya entonces ex jesuita, Martín Vigil (según acusaciones recientes —así ha aparecido en un diario asturiano—, no tan edificante en su trato con jóvenes, chicas y chicos; lo lamento, Javivi: ya sé que lo conocías y apreciabas).

 

También circuló clandestinamente — ¿os acordáis, compañeros?—  el otro libro de Michel Quoist, el complementario, el correspondiente a las chicas: El diario de Ana María. Y ya aquí sí: la lectura tenía su morbo, su atractivo sensual, dulcemente pecaminoso. Inquietudes, confidencias y pulsiones de una chica: qué fuerte para aquel recinto alambrado, oscurantista, en el que hasta los inocentes juegos infantiles eran censurados (juego de manos, juego de villanos), donde se prohibía formar grupitos, se censuraba exteriorizar cualquier muestra de afecto o de protesta. Creo recordar (y si no que mis compañeros de la irrepetible promoción 62-68 —o en su defecto, de las promociones aledañas— me corrijan) que aquel ejemplar que  iba pasando de mano en mano había sido traído por Cacho, uno de los compañeros recién llegados de Villava.

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*Una muestra ilustrativa: Le habla Nacho, el protagonista, a la chica: “Karin, después de la Virgen y de mi madre, eres la mujer a la que más amo”.

Decidme, compañeros: ¿No os parece de juzgado de guardia o de frenopático? Qué cosas, ¿vedad? Ya sé, ya sé: entonces no lo veíamos así.

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 Un misterio y otras asociaciones caprichosas


Aunque recuerdo perfectamente haber sido lector voraz de una colección de clásicos juveniles con texto e ilustraciones (Mark Twain, Julio Verne, Charles Dickens, Fenimore Cooper…), sigo sin explicarme por qué de otros libros leídos entonces apenas guardo recuerdo, excepto de uno: La campana de Huesca, del político conservador restauracionista Antonio Cánovas del Castillo. ¿Por qué ese libro en principio tan poco atractivo para un adolescente? Sigue siendo para mí un misterio por qué de esa novela (recreación literaria del episodio tremebundo, entre la leyenda y la historia, en que el rey aragonés Ramiro II el Monje se deshizo de varios nobles díscolos decapitándolos) guardo un recuerdo cuasi fotográfico, pero no de los otros que sin duda leería durante esos años. En fin, por uno de esos caprichos de la memoria, tan voluble, me acuerdo hasta de su formato: un ejemplar de una colección de libritos de bolsillo, de tapa dura en piel y papel biblia (¿Crisol?). He llegado a pensar, por tema y autor, si no sería una recomendación del P. Felipe Lanz Yoldi…

 

Y siguiendo por la senda de las asociaciones disparatadas, se me ocurre imaginar la cara circunspecta primero, el ataque de ira después, que hubiera puesto aquel fraile, aunque de trato afable y carácter bonachón, excombatiente y ultraconservador (asiduo lector en clase de francés o de literatura del “Ya” y del “Alcázar”, que extendía ceremonioso sobre su mesa y en cuya lectura se demoraba) si dos o tres años después de haber abandonado yo el colegio me hubiera visto enfrascado en la lectura no de los Evangelios ni de cualquier otra lectura patriótica o religiosa, edificante o pía, sino  de  El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Capaz hubiera sido de desabrochar aquel cinturón suyo tan grueso (¿el de capellán requeté de las tropas sublevadas contra la República?) y alejarme con él de su vista a zurriagazo limpio.

 

Del Método Perrier al Assimil

 

A propósito de las clases de francés: ¿os acordáis del cambio que supuso para nosotros pasar del método Perrier —muy bueno sin duda para aprender gramática y para leer y traducir— al Assimil, cuyas lecciones seguíamos en los discos correspondientes? Mais oui, chers enfants de la Paramerá: Avec de la patience on arrive a tout; Sur le pont D´Avignon on y dance on y dance tous en ronde; Bon voyage, monsieur Dumolet, á Saint Malo debarquez sans naufrage; Allons enfants de la patrie, le jour de gloire est arrivé? Me parece que ese método lo introdujo ya en 3º el P. Cura o, en su defecto, el curso siguiente el recién llegado de Oviedo P. Martín, excelente profesor.

 

 

 

Contemplando las estrellas

Unas pisadas quiebran el silencio opaco y espeso de la noche. Recorro ahora el pasillo de las aulas de la Escuela Mayor.

Llego al vestíbulo, mientras subo las escaleras guiado por el destello apagado de los pilotos, comienzo a percibir distantes ronquidos,  decenas de respiraciones descompasadas. Todos duermen; alguna voz dispareja, surgida del sueño, se pierde en la soledad oscura. Toses que se alternan, se suceden, se contrapuntean. Accedo al dormitorio del segundo piso: aquel olor intenso inconfundible me recibe, familiar y entrañable. Aun a oscuras, me muevo con soltura por el pasillo; tal parecería que fue ayer mismo cuando estuve ahí, ocupando esa camarilla con ventanal abatible que da a la recreación y a los campos de deportes.

Ese ventanal desde el que tantas veces, tantas noches, te has quedado embobado, contemplando las estrellas refulgentes titilando sobre la inmensidad oscura del firmamento, ensoñando, sobrevolando la cordillera, recorriendo en mi fantasía lugares de mi aldea añorada, de la aldea en que pasaba las vacaciones de verano con mi bisabuela, mi inolvidable güelina… Un bálsamo recurrente, una suerte de burbuja en que me refugiaba, que me alivió tanta tristeza, tanta pena acumulada, tanto dolor de huérfano…

 

Rutina

 

Pronto amanecerá. El canto de los gallos de la granja así lo anuncia. Si es día lectivo, sonará aquel potente timbre; si festivo o vacacional, nos despertaremos con música. Si el festivo es muy señalado y el periodo litúrgico lo permite, hasta es posible que nos despierten alegres cantos regionales… ¡Todos en pie¡ Vestirse de deporte a la carrera para dar la vuelta a la finca o realizar una tabla de gimnasia en la recreación. Aún puedo verme junto a vosotros, escaleras abajo al galope, despejando las legañas, desprendiéndome de los restos del sueño pegados a la cara.

 

De regreso, sudorosos y fatigados, nos dispondremos a iniciar una jornada más. Irán cayendo según su implacable cadencia mecánica los actos programados: Ducha de agua fría y hacer la cama— misa—refectorio—estudio—clases—recreo y limpieza de espacios comunes (excepto los baños: tal menester delicado para la común higiene estaba encomendado a aquellas dos señoras, Veneranda y Oliva)—clases—refectorio—recreo—clases—deportes— merienda—estudio—rosario…

 

Y llegará la noche, la tremenda noche que nos sume en tristeza apagada; es el cansancio tan proclive a la melancolía, a la muelle dejadez, a la añoranza…Frufrú de ropas que se rozan, de pies que se deslizan monocordes sobre las losas de aquellos pasillos que nos conducen al refectorio. Silencio, cansancio. Cuchicheos, risitas acalladas, y una pregunta que sobrevuela tanto orden, tanto silencio agujereado por la incertidumbre: ¿Qué habrá esta noche para cenar? ¿No será tal vez el horroroso pescado, con su tufo apelmazado, aquellos descoloridos chicharros cuyo olor se disimulaba con vinagre y que provocaban arcadas? Ha habido suerte, respiramos al unísono quienes vamos llegando y no apreciamos el olor. Nos sirve cualquier otro menguado plato. En silencio, roto por algún que otro murmullo, alguna risa acallada, vamos ocupando nuestro lugar en los bancos. Y ahora, sin esfuerzo, me veo allí, sentado a la mesa dispuesta a tal efecto, ante el micrófono, el libro ya abierto por la señal dejada el día anterior, esperando a recibir la orden del P. Torrellas para reiniciar la lectura, dar continuidad a esa historia que nos tiene en vilo desde hace varios días.

Y así un día tras otro, jornadas intensas, repetidas y anudadas como las cuentas de nuestros rosarios…

Todos duermen. Regreso de puntillas, no quiero molestar a nadie, interrumpir su descanso. Mientras desciendo las escaleras hacia el vestíbulo, se me ocurre que he vuelto a esos espacios grabados en los desvanes de la memoria a recuperar esa parte de mi vida apenas vivida: la sensación que me queda, la que experimento al recorrer ese trayecto, es que aquí más que vivir, sobreviví.

       Marcelino Iglesias .     

8 comentarios

Juan A. Iturriaga -

Marcelino, no sabes con que curiosidad espero tus relatos.

Tú recuerdas muchas cosas, se puede intuir entre líneas y, además,sabes contarlas con serenidad.

Aquellos tres años de la escuela menor, 62, 63 y 64 yo, no me los puedo quitar de la cabeza.
Un abrazo.

Luis Heredia -

Marcelino, tengo la impresión que yo estaba a tu lado durante este recorrido. Fíjate que ya empiezo a pensar que también estuve contigo en la Escuela Menor.

Pedro Sánchez Menéndez -

Marcelino: siguen siendo muy buenos tus relatos. No dejan de ser una novedad en el Blog. Un abrazo. Pedro

Salva -

En la foto, hecha en el comedor de la Escuela Menor el curso 67-68, el primer chaval que aparece a la izquierda, enseñando muslamen y concentrado en los tiborones o en los mocos de pavo -salsa verdosa que aderezaba los sin par pescados, supongo que de Roca, por lo duros y olorosos - se llama José luis. Era, espero que lo siga siendo, de La Felguera. Nada más ver la foto, me he acordado. Yo andaba por la zona de la izquierda también, pero, aunque aún no se había pronunciado la sentencia lapidaria de aquel lenguaraz andaluz, debí moverme..y, claro, no salí en la foto. Premonitoria ausencia que me avisaba, de haber sabido leer en las entrañas de aquel inolvidable arroz con tocino que nos preparaba la Madre-cheff Gregoria.

Antonio Argüeso -

Lo ya dicho, Marcelino. Sigue deleitándonos con tus (nuestros) recuerdos; extraordinario.

Aunque a lo que veo, no sé si tenéis tanto mérito los de yeguadas inferiores, porque arrullados con el francés musical del Assimil (nosotros íbamos a pelo, con el P Morán y su intragable Perrier ) o con las lecturas de Mark Twain, Julio Verne, Dickens, Cooper y hasta ¡de Cánovas del Castillo! cualquiera del 59 hubiese llegado si no al Nobel, al menos al Planeta. Pero ¡quia! Tuvimos que conformarnos con Zane Gray (¿o era Grey? Que como bien sabe el maestro Corres los ingleses hasta para pronunciar son retorcidos). Y Pitu, no digas que tampoco te acuerdas de él pues cuando aquello, ni leías, me parece.

JOSE MANUEL GARCÍA VALDES -

Mrcelino, Marcelino, tanto y tan bien escribes que como ves dejas al personal sin palabras. Supercalifragilístico. De todos modos a mi no me engañas, esto lo tenías escrito en una libretina y la encontraste ahora revolviendo papeles sino de qué te ibas acordar de la Veneranda y la Oliva.
Me apunto a la moral y al dios? que mencionas. ¿No fueron expulsados del templo los mercadres?
Me ha venido la luz: resulta que fue Pedrín quien te influyó con sus lecturas del "Ser y la Nada"sartrianas. De ahí te viene a tí el existencialismo.
Excelente tu relato pero pasaste por Casorvia; a ver si ese don te viene del aire que respirate al pasar por allí
Te invitamos a que sigas aunque quedemos mudos.
Ósculos

jl suárez sánchez -

¡FABULOSO!

joaquin lopez-malla ros -

OLE!!!!!!!!!!!!