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Antiguos alumnos dominicos VIRGEN DEL CAMINO - LEON

A DOMÍNGUEZ, SUSPENDIENDO (por Isidro Cícero)

A DOMÍNGUEZ, SUSPENDIENDO (por Isidro Cícero)

Creo que nunca me he referido aquí al padre Domínguez. No sabría decir por qué. Y tampoco he encontrado muchas referencias a él de otros compañeros, excepto quizá las que mi querido amigo Manolo suele reiterar muy de cuando en cuando. A Manolo (Juan Manuel Díaz Álvarez) le gusta hablar de la intrahistoria, un concepto que aprendió ya de niño, precisamente con el padre Domínguez.

Con los años, Manolo no ha parado de agudizar esta idea de la intrahistoria. “Nun fablo de l’hestoria oficial, con feches y números” -dice el polesu de San Feliz de Lena-. “Refiérome a la otra, a la importante, a la intrahistoria unamuniana, que ye’l cimientu de tos los demás sucesos, grandes o pequenos. Ésta, la buena, la de verdá ta reflexá n’obres maestres de nuesa lliteratura, desde’l lazarillu hasta Delibes”.

El cimiento de los sucesos. Manolo nos ha recordado cómo aquel fraile del que yo he olvidado el perfil físico nos explicaba el cimiento de los sucesos. Al fraile no sabría yo describirlo ahora después de cincuenta años,  salvo que entre brumas se me antoja de cara achatada, cuello borrado, hombros encorvados, estatura más bien achaparrada, pelo ensortijado, moreno y con entradas y gruesas manos de estirpe especialmente rural. Y la capa negra –se me antoja-  unas veces enrollada al cuerpo con maestría y, otras, desplegándose detrás de sus pasos cuando a grandes zancadas recorría los pasillos que dejaban libres las filas de los pupitres, todos iguales. No he vuelto a verlo ni en fotografía.

-        Mientras unos hacen cosas que saldrán en las noticias, mi madre va a la tienda y compra pan –decía Domínguez. Así al menos lo recuerda el compañero Manolo. Y eso son los cimientos de los sucesos.

Ir las madres a la tienda, ir los padres a la obra, llevar una pinza de la ropa en cada pernera para que no se le enredara el pantalón con los radios de las ruedas de la bicicleta al ir a la obra por la mañana; hacer los billones de esas cosas minúsculas, con las que la gente mueve cada día la rueda del mundo, no sale en las noticias ni saldrá en los resúmenes de la historia. Pero son las cosas  que sostienen en primer lugar la vida, las noticias en segundo, y, en tercero, la historia.

Cuando éramos menores, el padre Domínguez era uno de los frailes que nos explicaba la historia en alguno de aquellos cursos cuyos números ordinales yo no sabría precisar. No era el único Domínguez. Arsenio Arenas, recientemente fallecido, pasó a nuestra propia intrahistoria colectiva como el gran profesor de esa materia, el referente de la disciplina. El que nos asomó al conocimiento del pasado humano enfocándolo como algo que se adquiere mediante una metodología consistente en estudiar las causas de los acontecimientos y las consecuencias que los acontecimientos produjeron. Arsenio nos inició en esa disciplina haciéndonos vislumbrar lo que era el conocimiento científico, tan especial para las Ciencias Sociales, sobrevolando por encima del episodio concreto.

En cambio, yo a Domínguez le recuerdo nadando en el episodio concreto, embarrándose personalmente en él. Su actitud ante la historia o al menos ante la pedagogía de la historia era la del narrador. Domínguez era un gran narrador que encandilaba al joven auditorio desde una posición próxima. Y familiar. Estoy yo seguro de que todos sus alumnos recordamos la palab ra “monines”. Nos llamaba monines, como en casa las abuelas. Era su rasgo identitario. “No monín, sí monín”, “sube al tablero, monín”. Era el Padre Monín.

Otros frailes, el padre Eduardo Ruiz, por ejemplo, era el padre “Mamachi”. Al padre Eduardo Ruiz –el hombre tiene que estar ya muy mayor- le vi yo llorando mansamente cuando en el primer encuentro que tuvimos, nos pasaron los leoneses aquel bello documental titulado “In memoriam”,  con las fotografías de todos los que se nos han adelantado y “nos han precedido con el signo de la fe”, como dicen en las misas de difuntos a las que cada vez con más frecuencia nos vemos impelidos a asistir. El padre Eduardo, que es de Reinosa, solía exclamar con frecuencia “ay mamachi mía”, o simplemente “ay mamachi” Para mí no tenía mucha explicación.

Yo entonces consideraba aquellas singularidades como coqueterías de fraile, modos y maneras de hacerse singular. Porque, a pesar de su vida uniforme y rutinaria, a pesar del uniforme blanco y negro igualitario, cada ser humano de aquellos se sabía único, se consideraba sujeto irrepetible, individuo salido como prototipo de las manos del Padre: el monín de Domínguez, el mamachi de Eduardo, el ovejiño de Francisco…Y tantos otros.

En el encuentro de León, Eduardo me dio una tarjeta que tengo bien guardada, para que fuera a verle a la iglesia de los Ángeles si pasaba por Vitoria alguna vez. Eduardo daba francés por el método Perrier, anterior al Assimil. Se esmeraba mucho en explicarnos cómo había que colocar los labios para decir la u francesa: los pones como para una u pero te tiene que salir una i. O a lo mejor era al revés.  “Hay que ponerlos en forma de culo de gallina”, precisaba. Como si nosotros fuéramos especialmente expertos en las formas que tienen los culos de las gallinas. Si ir de lo conocido a lo desconocido, según recomendaba Santo Tomás que debía ser el método del buen estudiante, a lo mejor era más pedagógico explicar esto al revés: “¿Ves cómo pones los labios para decir la u francesa? Pues así, exactamente así tienen el culo las gallinas”.  A propósito, me acuerdo de aquel papá que tenía que explicar a su pequeño el secreto de la reproducción, derivada de la cual el niño había venido al mundo. Alguien le había aconsejado que recurriera para ello al ejemplo de las vaquitas y los toritos, de los carneritos y las ovejitas.  “¿No has visto lo que hacemos tu madre y yo en la cama por las noches? Pues los carneritos y las ovejitas, y las vaquitas y los toritos, igual”.

Eduardo, que era de Reinosa, a mí me caía especialmente bien. Además, algunas tardes de sol y modorra, nos leía en voz alta un extraño libro por capítulos. Era una novela traducida del alemán titulada ‘El puente‘, que  todos vosotros recordáis tan bien como yo. ¿Por qué una novela a esas horas y en clase de francés? ¿Y por qué esa novela? No lo sé, pero estábamos impresionados con aquella historia de unos adolescentes de nuestros mismos años a quien los nazis en retirada habían ordenado defender el puente del pueblo.  Lo defendieron hasta el absurdo, hasta la muerte. Quedaron allí defendiéndolo hasta que fueron los últimos mohicanos de toda Alemania. Todos ellos murieron en el empeño, excepto el narrador de la historia, Manfred Gregor que sobrevivió para contar fragmentos de la vida de aquel pueblo y de su gente que no habrían salido jamás en las noticias, pero que al salir en una novela, en un relato veraz y potente, ha tenido tanta salida como los mejores y más repetidos nodos y noticiarios de la época.

Porque la historia quizá sea ciencia o algo parecido a la ciencia, pero lo que no me cabe la menor duda es que la historia es relato, narración, novela. Así ha sido siempre, desde Homero y Tucídides hasta el padre Domínguez. Y aquellos hombres de blanco nos enseñaron el gusto por la intrahistoria. Eran todos unos narradores. El padre Eduardo, como el que más.  

El padre Domínguez cuando llamaba a alguien a su mesa para aplicarle un correctivo, le mandaba “agachar el occipucio” y le arreaba un capón en el cogote a mano cerrada con el nudillo principal del dedo corazón de la mano derecha. “Pon el occipucio, monín”. Eso lo vimos muchas veces, aunque a mí no me tocó nunca. Yo nunca tuve problemas con Domínguez y no recuerdo a nadie que los tuviera, porque hasta los occipucios los tentaba con buen humor y una sonrisa.

Yo una vez me merecí el coscorrón, porque, imprudentemente, me metí en la boca del lobo. Un día me referí a él en una poesía para el Pantalla que Manolo se aprendió de memoria y hace pocos años  transcribió aquí, en el blog, que la busque el que lo desee. Aquella poesía bien mirado no era poesía -no voy a ser yo un fatuo a estas alturas y considerarme a mí mismo poeta-  sino una broma satírica, eso sí, técnicamente bien medida. Estaba hecha en octosílabos y rimaba de esta clásica manera: abba accd dc. Cualquiera de vosotros sabe de memoria cómo se llama esta estrofa, sin necesidad de preguntárselo a Maxi Trapero, el que más sabe de métricas y poesía entre todos los discípulos salidos de la Paramera. El primer verso de mi intento (primera a)  decía: “Cuentan de Tascón que un día”. El penúltimo, (último d) sonaba: “a Domínguez, suspendiendo”.  Ni aun así se molestó conmigo. Tascón tampoco. Y eso que ni al uno ni al otro les coloqué delante el preceptivo “padre” que nadie ni siquiera yo tuvo jamás la osadía de saltarse en aquella parte del mundo. En los octosílabos, si querías que fueran octosílabos,  los padres no cabían.

La poesía era por hacer una gracia, un chiste, sobre el padre Tascón, frecuente objeto de nuestras chanzas. “A Domínguez, suspendiendo”  era una tontería exagerada, porque Domínguez era un buenazo que no suspendía a nadie, me da a mí la impresión. A mí desde luego, nunca jamás. Si salía a relucir en aquel verso solo era por la sonoridad formal del apellido y porque, de las ocho sílabas necesarias para completarlo, su cantidad te rellenaba tres. Y, lo que era más importante, de las tres sílabas, la tónica era la del medio, exactamente donde el ritmo le pedía al autor el acento primero de la frase. El segundo, si bien te fijas, caía en la sílaba “dien” de suspendiendo.

Yo recuerdo una lección de historia /intrahistoria del padre Domínguez, maravillosa, excitante de la imaginación. La verdad es que no sé si fue una o fueron dos. Pero no se me olvidan.

Los exploradores castellanos, llegados a las riberas de América, que ya conocían las orillas blancas de isla de Cozumel, les preguntaban a los nativos:

-        ¿Y al otro lado, qué hay? ¿Cómo se llama aquella tierra tan verde que se ve allá a lo lejos?

-        No te entiendo - contestaba el indio en indio maya: Yu-kah-tan. No comprendo lo que me dices.

-        ¿Yu- ca- tan? –repreguntaban los cristianos.

-        Yu-kah-tan. Yu-kah-tan. No te entiendo.

“O sea” - tomó nota el conquistador: “Esa tierra que se ve desde aquí tan llana, verde y con esos templos de piedra tan raros en forma de escaleras, bien claro me lo han dicho: Se llama Yucatán”.

Una manera seguramente poco crítica, poco científica de enseñar la Historia: Hay quién dice que Yucatán procede de la expresión “yo-kot-an”, que más o menos quiere decir “los que nos entendemos en  yoko”; pero la de Domínguez era una manera narrativa, atractiva, literaria y creativa de contar el pasado. ¿Podrían aquellos niños rurales apetecer algún método mejor y más deslumbrante de conocimiento?

Otro día, o a lo mejor fue el mismo, en la misma clase, nos contó Domínguez que cuando los primeros franceses llegaron a la costa canadiense preguntaron a los habitantes del primer poblado que encontraron cómo se llamaba aquel conjunto de chozas.  “Nuestro Poblado” - le contestaron. O sea, en iroqués “can-adá”.

No había tenido yo la ocasión de contar estos recuerdos del padre Domínguez, del que la gente habla poco, no sé yo por qué. En cuanto a mí, quitando lo que he contado, no recuerdo de él nada más. Ni siquiera su nombre. Desagradecida memoria. Pero seguro estoy de que entre los compañeros que me leen, hay algunos deseando añadir escritos a lo escrito y así ayudarme a rescatar, de las densas sombras de la desmemoria, también el perfil de aquel buen hombre que una vez se cruzó en nuestra vida y nos dejó unas maneras entrañables de conocer las cosas y de tratar con familiaridad las cuestiones del conocimiento. Rescatarlo a beneficio de todos nosotros, beneficiarios.

 

Isidro Cícero

11 comentarios

Isidro Cicero -

Con los comentarios que van arriba, me animáis a seguir escribiendo para vosotros como hasta ahora, de vez en cuando. Gracias a todos por la amabilidad y, como pido en el texto, añadid vuestros conocimientos al conocimiento mío. Porque no, Herrero, sobre Domínguez no sé más que lo que digo.

José Luis Alcalde Revilla -

..te he leído repetidas veces...y me llena, me emociona aunque sea desde fuera, pues conozoco a muchos de los frailes que citas...por eso uno más te digo...¡¡¡GRACIAS!!! joseto, chiquitito, el besuconcete

Javier Cirauqui -

Este hermosísimo relato sobre el Padre Dominguez, me ha llevado a recordar y a situarme en septiembre de l.961, cuando llegamos los alumnos de Villava, los de los años 58 y 59 juntos. Acostumbrados como estábamos en Villava a frailes jóvenes, alegres, como el P. Marino, Padre Huarte, Padre Noceda, Padre Arsenio, Padre Iturbe, Padre Torrellas, sin ánimo de desmerecer a nadie, a mi los frailes de la Virgen del Camino me parecieron mas serios y más secos, me costó coger confianza, aparte de que por mucho que me empeñe ellos eran los padres y yo el alumno.
No se por qué razones siempre recuerdo la imagen del Padre Dominguez, colocado sobre el pequeño ribazo donde estaba el Angel Pez y un gran número de alumnos, debajo y a su alrededor, escuchando sus chanzas y sus historia, con tono asturiano y un deje fuerte y socarrón. Era serio y achaparrado, recuerdo sus paseos por el estudio vigilante y sus conversaciones amenas sobre historia y sus gentes asturianas. Lo recuerdo como una persona ruda pero buen hombre.
Yo también sentí su capón, coca o fostión contundente, no recuerdo por qué razones, pero retumbó por todo mi cuerpo un sonido hueco, que me pareció que se me había partido el cráneo en varias partes y me causo u dolor amargo y un llanto retenido. Por otra parte lo recuerdo acompañándonos en los días de campo y excursiones. No recuerdo si me dio historia o no, porque para mi que Historia Mundial e Historia del Arte nos dio el Padre Arsenio, pero sin embargo tengo idea de que me dio alguna clase. En este blog oí que anduvo de cura obrero, lo cual me alegró mucho.
Desde luego, Isidro, qué gusto da leerte y entrar con tus escritos en aquellos momentos que compartimos y que gracias a ti recordamos vivos y con cariño.
Un saludo. Javier.

Miguel Ángel Díez Ordóñez -

¡Ay, Isidro!, maaaaás, más... no pares, sigue... lo haces tan bien......escribe más, sabes hacerlo.

santiago rodriguez -

Creo que el paseo dedicado en la capital montañesa al escritor mas prestigioso de Cantabria debia cambiar su nombre a Pº de Isidro Cicero

Vibot -

Se me saltan las lágrimas, querido Cícero, en cada recodo de esos párrafos, de esas frases, de esas palabras tuyas. Conmueves lo que somos, lo que fuimos, lo que vamos a ser en la amistad mejor compartiendo esta edad que aún puede ser maravillosa con amigos como tú. Gracias a ti y a todos.

Luis Carrizo -

Yo a Cicero estaría leyéndolo horas y horas. Te entra como esos vinos suaves que emborrachan sin hacerse sentir. Cuando cuelga alguno de sus escritos yo suelo colocar el dedo sobre la tecla que tiene la flechita para abajo y no lo retiro hasta que estoy completamente borracho de intrahistorias, historias o prothistorias, me es igual. Cualquier asunto deviene interesante y divertido contemplado a través del tamiz con que él nos lo presenta. Al vasco Pachi, que tenía fama de comerse todos los chuletones del mundo, cuando le preguntaron que cuántos pájaros podría llegar a meterse entre pecho y espalda, respondió: ¿pajaricos?, ¡todos!
Pues eso, a Cicero podría leerle todas las horas.
Por cierto, Cicero, Pitu, vosotros que sabéis cómo hacerlo, ¿no podríais incitar a Juan Manuel Díaz a decir esta boca ye mía?
Y otra cosa, Cicero, hazme el leve favor de reponer la poesía que citas, que no estoy ahora por levantarme para ir a mirar los archivos y tengo la mayor curiosidad por redisfrutarla.

Jesús Herrero Marcos -

Isidro, gracias por tu intrahistoria. ¿Conoces el paradero del “Monín”? ¿Lo conoce alguien por ahí? Después de leer tu maravillosa entrada a todos nos gustaría tenerle localizado.

San Jose -

Como siempre, una delicia leerte, Isidro.
Haces extraordinario lo corriente.
Dominguez, suspendiendo. Tu sobresaliente.

Luis Heredia -

¿Se puede decir de una narración que es inenarrable?

¿Significa lo mismo que apoteósica?

Pues eso quería decir. Estoy con José Manuel García Valdés: Divina.

Jose Manuel García Valdés -

Oye Isidro, has de cuidar cuándo escribes. Lo hice yo en el portillo anterior convencido de que escribía como los ángeles y vienes tú, escribiendo como Dios y me dejas a la altura de la NADA, como ángel caído y no erguido. Coño, ten cuidado, no apabulles. Tu relato es una delicia. Del padre Dominguez sólo recuerdo el nombre, el capón y su físico fuerte, achaparrado. Alguna vez me tocó probar el capón con rosca, sabía amargo.Creo que se puede decir más pero no mejor de como lo has dicho tú, pero, ten cuidado.
Manolo, Manolón, Juanín sabe mucho de intra y extrahistoria, en San Feliz se escribia con lápiz estilo fesoria y mocasines tal que madreñas y mirando a ver si las pitas traían "guevu".
Isidro, que dios te conserve ese ordenador con pelo para que nos deleites, el mio está peor que el de Chemary.
Abrazos