FRAY FRANCISCO EL ENFERMERO (Por Isidro Cicero)
FRAY FRANCISCO EL ENFERMERO
Todavía la semana pasada le dije a Quique Muñiz: “¿Sabes a quién me gustaría hacer una visita?” La idea me había venido muchas veces a ese lugar íntimo de las soledades propias donde conviven constantemente pensamientos mezclados con deseos, recuerdos borrosos y propósitos sin fecha.
Es un lugar interior que el tiempo vuelve odioso a la conciencia, porque a medida que pasan los años se puebla de miles de ocasiones perdidas sin remedio. Lo que teníamos que haberle preguntado a nuestro padre, pero ya no hay remedio; lo que teníamos que haber hablado con aquel amigo, lo que le teníamos que haberle dicho a aquella rutilante mujer. Ocasiones que dejamos pasar y cuando ya no hay remedio porque ya no lo hay te pongas como te pongas, el lugar íntimo de las soledades te deja más solo y más desamparado y más sombras que luces se proyectan sobre tu propio interior donde tiene su habitación, dicen, la verdad.
“Me gustaría ir a ver a fray Francisco, el enfermero”, le dije a Quique todavía la semana pasada. Él lo puede ratificar. “Eso está hecho; cuando quieras. No tienes más que avisarme y vamos juntos”, me contestó. Enrique Muñiz ¿hay que decirlo? es un prototipo de compañero leonés, hay otros iguales o parecidos. Son unos cuantos que a poco que puedan y pueden mucho, son capaces no solo de convertir los deseos del forastero en satisfacciones, sino que lo hacen de modo tan hospitalario, que hacen sentirse al forastero como si fuera él el que da la satisfacción, siendo en verdad al revés. Tienen vivos los genes de la hospitalidad, se conoce que de tanto atender a los peregrinos, viajeros y desplazados del mundo.
El caso es que hoy, a la tristeza de no haber visitado a fray Francisco en tantos años, se une en mí la rabia de no haber tenido ocasión de preguntarle como cuando pierdes al padre y te quedas con tantas incógnitas incómodas. Con la rabia de no haber vuelto a hablar, ya de tú a tú, ya de forma adulta y con todas las claves que proporciona la vida con aquel que fue un amigo cuando uno era un niño que se ponía malo de vez en cuando; tenía sus limitaciones afectivas y vitales, que a veces eran como auténticas tosferinas; se resfriaba por dentro y por fuera y no tenía por allí a la madre para darle seguridad y afecto. Yo tenía, eso sí, a fray Francisco, que me cuando se acercaba a la camarilla por las mañanas, precedido de una deliciosa fragancia de café con leche, llegaba gritando como ya he contado en otras ocasiones: “¡Ciceroncico, la vueltecica!” . Ya lo he contado en otro texto del blog que he estado buscando esta mañana, pero que como tantas veces por desgracia no lo encuentro.(*)
En él decía, estoy seguro, que fray Francisco me quiso y yo a él. Me traía libros no sé de dónde, hablaba conmigo de poesía, era un gran aficionado sensitivo, me enseñó versos de Rosalía, recuerdo, y de ciertas amargas sensaciones que le producía a su alma la división todavía un poco en clases, de la comunidad en la que vivía. Para él, fui testigo, vi sus lágrimas, fue un día de gloria aquel día en que a los legos les igualaron el humilde derecho de vestir el mismo hábito que vestían los clérigos. Aquella igualación indumentaria a fray Francisco le liberó.
Yo si hubiera ido a verle de mayor me habría gustado conversar con él de las cosas que nos han ocurrido desde que nos despedimos a mitad de los años sesenta, una de ellas, no la única, esa aspiración por la igualdad de las personas que en él vi yo de forma emotiva y apasionada cuando todavía era un freiliño joven. Me enseñó y yo aprendí y comenté y sentí con él.
Adiós, ríos, adiós, fontes; adiós regatos pequenos;
Adiós, vista dos meus ollos, non sei cando nos veremos.
Miña terra, miña terra, terra donde me eu criei, hortiña que quero tanto, figueiriñas que prantei,
Prados, ríos, arboredas, pinares que move o vento, paixariños piadores, casiña do meu contento.
Ya soyen lonxe moi lonxe as campanas do lugar, para min ay coitadiño nunca mais han de tocar.
Adios tamén queridiño, adiós por sempre quizá, digoche este adiós chorando desde a veriña do mar.
En este lugar interior que el tiempo vuelve odioso a la conciencia por no haber decidido cuando aún había tiempo para decidir, se proyecta desde hoy la sombra de lo imposible. Haber ido a darle a fray Francisco, el amigo, un abrazo. Se proyecta también la reverberación luminosa de su permanencia. Permanecen en mi interior aquellos versos gallegos que él me decía en la intimidad de la camarilla, cuando yo era un chico enfebrecido.
Isidro Cicero
(*) Nota del Furriel.- He buscado y encontrado en el blog el escrito al que hace referencia Isidro (5/3/2014) y aquí os lo dejo:
EL ESCAPULARIO DEL OVEJO
De chaval, yo quería mucho a fray Francisco. Creo que en esta forma de posar se nota. Incluso podría decir que podía yo presumir de ser hasta un poco amigo de fray Francisco, me mostraba confianza, protección, afecto. Algunos alifafes me convirtieron además en asiduo cliente.
Por las mañanas, le oías venir al dormitorio cacharreando todavía desde muy lejos. Tú, metido debajo de la manta y quizá tiritando de fiebre, custodiabas el calor que el cuerpo había capitalizado durante toda la noche. Eras un banquero del calor, disfrutabas de la tibieza con avaricia. Había cesado ya la música inoportuna por incompatible con el dolor de cabeza y te sumergías en un placer nunca confesado: que la gripe te regalara una o dos jornadas dulces en las que poder rascarte a gusto, sin carreras sobre la escarcha, sin hombradas en el agua semicongelada y sin el acompasado concierto de toses de la primera misa.
Como estábamos en el internado, las cosas se hacían todas a una. Al cerrarse a la vez las puertas de todas las camarillas, el clic multiplicado de las pequeñas pestañas hacía un estampido semimetálico que duraba segundos. Después todos los zapatos apresurados, cientos de ellos a la vez por el pasillo; por fin el silencio frío y blanco del dormitorio para ti solo. Fray Francisco llegaba mucho después del estallido de los clics.
Llegaba precedido del ruido de las puertas generales, de una fragancia de café con leche y galletas cuando tocaba el desayuno y de alcohol de farmacia de 96 grados cuando tocaba inyección. Cuando tocaba inyección te venía amenazando desde la distancia. Recuerdo que a mí me gritaba: “¡Ciceroncico, la vueltecica!”. Yo me preguntaba entonces de dónde le vendría a él aquella dicción aragonesa, a él que era gallego de lluvia y calma. Ahora que lo pienso, lo mismo estuvo en Villava o vete tú a saber.
Te trataba bien, con mucha delicadeza, con sabiduría. De tu camarilla pasaba a la de otros que también se habían quedado en cama aquella mañana.
Por la tarde, cuando te traía la merienda tenía menos prisa, se sentaba contigo a hacerte compañía. A mí me hablaba mucho de las poesías de Rosalía, de las follas novas, me recitaba sus poemas gallegos que yo escuchaba encantado. Recuerdo uno que yo le pedía que me repitiera porque me parecía precioso el sonido de la x en la palabra lonxe y muy gracioso cómo ponía los labios para pronunciarlo.
Ya s’ oyen lonxe muy lonxe
As campanas do Pomar
Para min ay coitadiño
Nunca mais han de tocar…
Ahora, mientras escribía lo anterior, me volvió a la mente el recuerdo de otro poema que a él le gustaba especialmente y me recitaba siempre:
Castellanos de Castella
Tratade be aos galegos.
Tratar bien a los gallegos, tratar bien a los niños, tratar bien a los cristianos, tratar bien a los humanos. Tratar bien. El trataba bien a todo el mundo pero no se consideraba bien tratado por su organización cuando le tenían reservado una indumentaria de grado inferior a la de los demás. No se consideraba más que los otros, pero tampoco menos. Tenía muchísima razón en esto. Yo estaba con él.
Recuerdo que vivió la apoteosis mediática de fray Martín de Porres con una mezcla de orgullo y de reivindicación. Pero lo que más recuerdo de él es la liberación que le supuso – vi sus ojos claros llenos de lágrimas- el día que pudo compartir con todas las de la ley el hábito de los dominicos, santo en cuanto igualador. Siempre pensó que el escapulario negro y la carencia de capucha blanca era discriminatorio y humillante. Entonces había mucho clasismo: había padres, hermanos, legos, donados y no sé si alguna otra clase social más.
Fray Francisco que era un bendito de Dios, no podía con ello. Recuerdo que le abrazamos compartiendo su emoción el día que se liberó de aquel estigma.
Porque siempre es un motivo de orgullo y satisfacción, siempre es un placer presenciar y compartir las ocasiones de liberación de los hermanos. Aunque sean liberaciones pequeñas como ésta que comento son liberaciónes del hombre, de la humanidad. El que se libera un poco se libera mucho y el que no se libera ni siquiera un poco sigue siendo donado toda la puta vida.
4 comentarios
Jesús María Herrero Marcos -
(en el corta y pega se me quedó colgada la última línea. ¡Vaya!
Jesús María Herrero Marcos -
Ramón Hernández Martín -
Luis Heredia -
Todo esto es parte de la herencia que recibimos.