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Antiguos alumnos dominicos VIRGEN DEL CAMINO - LEON

EN EL CENTRO DEL TEATRO (por Isidro Cícero)

EN EL CENTRO DEL TEATRO (por Isidro Cícero)

Tras los relatos de Luisito Heredia (blog 18/10/12) y Javivi (3/11/12), con los que hoy firma Isidro Cícero doy por finalizada la trilogía prometida sobre lo que esta fotografía, que en su día me envió Guillermo García,  podía dar de sí, y mucho ha sido.

Gracias a Luisito Heredia, Javivi e Isidro por haber rebuscado en vuestras buhardillas y compartir con nosotros sentires y hasta secretos, como el que se descubre en la segunda parte de este relato de Isidro "El ojo que todo lo ve".

Pasad y leed. Gracis por el disfrute.

 


 

 

RECUERDOS DEL PERSONAJE

 

Isidro CICERO

Aquí se reclaman algunos recuerdos míos  sobre el personaje que preside esta foto, Eulalio C. Ruiz. Tengo muchos, pero seleccionaré sólo tres que titularé así: 1. LLANTO INICIAL, 2. EL OJO QUE TODO LO VE y 3. SERÁ POR ALTARES.

  1. LLANTO INICIAL

Yo me entrevisté con el padre Eulalio C. Ruiz la misma noche que llegué a la Paramera de León, cuando las cosas se empezaron a poner feas. Al revés que todos los demás, a mi no me habían venido al pueblo a hacerme ningún examen de ingreso, ni conocí al padre Arruga, ni me convocaron a ningún centro de selección. No sé cómo sería, pero el caso es que llegué aI colegio sin nota de ingreso. Mi padre, eso sí,  llevaba en el bolsillo una carta bien cerrada del señor cura para entregársela a los frailes. Por parte de mi padre y mía, no surgió inconveniente de ninguna clase. El fraile que nos recibió fue el padre Pedro que leyó la carta del cura y mandó recado al compañero-tutor que me habían asignado de que se presentara allí en cuanto terminara de cenar. “Allí” era su despacho, terminado el largo pasillo de la izquierda, donde éste intersecciona con el edificio de plantas donde están los dormitorios. De muy lejos, me llegaba a mí el sonido de cientos de niños hablando todos a la vez. Muy de fondo, el ruido inconfundible de tenedores y de platos.

 Mi compañero-tutor era  un chico de Mieres, cuyo apellido terminaba en on, bien pudiera ser Castañón, Tuñón, Purón, Pellón… No he sido capaz de recordarlo con nitidez. De él puedo decir que fue la primera alegría que recibía yo en un día de tantos desgarros. Un día que había amanecido con lágrimas de separación, cuando allá en el pueblo lejano, fui casa por casa para decir adiós a toda la gente. Todos lloraron conmigo. A muchos les di dos besos sin que se movieran de la cama, sólo abrir los ojos. A algunas primas y vecinas las vi la ropa interior al alba de ese día por primera y única vez en mi vida.

 

  “¿Tiés fame ho?”, me preguntó P_ón.  “Bastante, sí”. “Pos no te preocupar, ho, que en cuantu acabes con los papeles, llévote pal comedor y vas fartucate”.

 Qué bien sonaba el bable en voz de un niño, tan igual y a la vez tan distinto a les bables de los  cuatro hermanos tamargos de la zona de Llanes que a mediados de los cincuenta estuvieron cuatro años en la teyera de nuestro monte y solían bajar algunas noches a nuestra casa a cenar y echar unas parrafadas con mi padre. La misma babla pero distinta que la de Juan Congosto, de la zona de Arriondas, casado con una vecina mía, padre de tres niñas que iban conmigo a la escuela y jugaban conmigo a todo. Juan Congosto tenía el dedo índice de la mano derecha en forma de gancho y no paraba de contar chistes en asturiano. Incluso en presencia de la chiquillería contaba aquellos chistes que hacían reventar de risa a los hombres y exclamar a las mujeres: “Anda, cochinu, vete por ahí, anda, anda”. Recuerdo todavía dos: el de la colodra, que en asturiano al parecer se dice el del gachapu, y el de la gorda de Ramales.

 

      Tardamos en ir al comedor, porque las cosas se complicaron muchísimo. Se complicaron tanto, que hasta tuvo que acudir a resolverlas Eulalio C. Ruiz, a quien hizo llamar el padre Pedro, sacándole posiblemente del momento recreación, o lo que hubiera sido mucho más extraordinario, del momento completas.

 

      ¿Qué ocurría? Pues veréis. Resulta que de la misma montaña que veníamos mi padre y yo, en realidad una cordillera con muchas montañas y valles, venía también con nosotros y con el mismo destino, otro muchacho y su madre. Habíamos hecho el viaje juntos. Hasta Cervera en un camión; desde Cervera, en La Robla; desde León, quizá en taxi, quizá en autobús, la verdad es que del último tramo no recuerdo nada. Al muchacho de mi valle le recuerdan muchos de mi curso y también de la promoción del 59.

 

En este medio siglo largo, muchas veces me han preguntado qué había sido de él, porque mi paisano se hizo famoso en el colegio en poco tiempo. “Cícero, qué ye de aquel Gaipo que…?” Yo he contestado siempre  lo que he ido sabiendo, últimamente que ha conseguido ser cura y vivir como un cura, tal y como se proponía desde niño.  No lo ha tenido fácil el hombre, esa es la verdad, pero como las cosas de la historia de España,  de la historia de la iglesia y, si me apuráis, de la historia de la salvación han sido tan raras, Pablo Gaipo ha culminado su vocación más profunda y, sobre todo, la aspiración más honda de su madre, Magdalena. A Pablo y a Magdalena los conocí en aquel viaje. A Magdalena más adelante la empezamos a llamar Isabel la Católica; primero, porque católica lo era, a ver si me entiendes, y segundo porque se parecía horrores a aquella reina de Castilla, según el dibujo que salía en la enciclopedia Alvarez, no sé si os recordáis. Además de pianista, muy leída y culta.

En la Robla no tardé en darme cuenta yo de la hondura de aquellas vocaciones de madre e hijo. Magdalena iba hablando de ello con la gente y hasta llegó a decirle al niño: “A ver, Pablito, diles a estos señores el sermón de San Isidro”. Lo cual que, ni corto ni perezoso, se subió Gaipo al asiento de láminas de madera y con absoluta naturalidad nos predicó una homilía sobre mi patrono con las debidas entonaciones, inflexiones y admoniciones. Todo el vagón se quedó impresionado. Mi padre y yo nos miramos el uno al otro como diciendo. Osti, qué nivel. No sé si conseguiremos dar la talla.

 

Para el largo viaje que empezó al alba y no se sabía cuándo iba a concluir, mi madre nos había preparado un pollo para los cuatro, o quizá fueran dos pollos. Antes de empezar a comer, mi padre ofreció a la gente que había en los asientos cercanos: “Si gustáis…” “No gracias”, le respondieron. Pero no se me olvidará nunca que, cuando estábamos empaquetando los huesos y las sobras, una mujer joven con un niño pequeño en el brazo, le hizo a mi padre un gesto casi invisible para que se lo diera. Yo he recordado siempre ese detalle de aquel viaje con precisión, parece que estoy viendo la cara roja que se le puso a mi padre. Como si le diera vergüenza.

 

 La cuestión es en esencia que Pablo se había presentado al colegio siguiendo una inspiración, sin haber sido admitido, no sólo sin haber pasado un examen, sino sin tan siquiera haber tramitado el ingreso, sin  llevar una carta de párroco, sin acordar nada de economía, sin que al pobre chaval, le esperaran en la Virgen del Camino, sin que le hubieran asignado compañero, sin tener camarilla, sin número de ropa. Era un sin papeles y se negaban a admitirle en aquella orilla. El padre Pedro y el otro fraile, se lo dijeron con toda claridad. No puedes quedarte. No podemos admitirte. Al menos por este año. Pablo lloraba como un desdichado, sin consuelo, y Magdalena desgranaba argumentos en parte maternales, en parte teológicos y en parte sociales.

 Por eso, a las tantas, tuvo que acabar viniendo el padre Eulalio a quien habían sacado de la recreación o de completas. “¿Qué pasa aquí?” Se reanudaron los llantos y los argumentos. C. Ruiz escuchó distante. Es más, mientras le informaban los frailes y la madre sobre lo que ocurría con Pablo, que menudo berrinche tenía, él había cogido de encima de la mesa mi carta del cura y, tras leerla fingiendo estar ajeno a lo que tenia delante, se me quedó mirando a los ojos un buen rato sin decir palabra. Muchas veces me he preguntado qué pondría en aquella carta del cura, que me abrió las puertas de par en par sin ningún tipo de reparos. Quién sabe si se conservará en algún archivo. Me gustaría.

 Luego Eulalio explicó a todos con absoluta claridad y tono grave el procedimiento de admisión y cómo, en consecuencia,  Pablo no estaba admitido y no se podía quedar. Al menos por aquel curso. Lo entendimos todos. Mi padre y yo habíamos estado en silencio todo el tiempo, observando y dolidos de la situación. Pero cuando C. Ruiz acabó la explicación, mi padre se dirigió a él y le dijo: “Si me permite”.  Y habló unas palabras con el superior. Pocas y humanas. No recuerdo cuáles, qué rabia me da, tengo que preguntárselo a Pablo la primera vez que le vea. Pero como consecuencia de ello, Eulalio C. Ruiz bajó la guardia y dejó a Pablo quedarse aquella noche. Y, ya puesto, le admitió para todo el curso. Eso sí, cuando llegó el verano, le echaron para su casa.

 “Esti guaje ¿ye amigu tuyu?”, me preguntó el compañero mío cuando al fin nos dirigíamos al comedor. “Sí”, le contesté. “Pos entós, cumo nun tien compañeru, atendémosle nosotros, ¿te paez?”. “Me paez”, dije yo con una carcajada acordándome de los tamargos y de Juan Congosto. Fue la primera carcajada que solté yo en la paramera, después de un día que había empezado al alba con muchos llantos de despedida. Tanto es así que el beso a mi padre se lo di ya sin lágrimas. Como un hombre. “Cuida a Pablo”, me dijo él. “Te lo encargo”, añadió Magdalena.

La cena tardó y, por su parte, a mi padre y a Magdalena se les complicó un poco la salida. Con prisas y desconocimiento, cualquier arquitectura, incluso una arquitectura clara, rutilante y lineal como la de Coello, puede convertirse en un laberinto, a mi me ha pasado en más de un aeropuerto. El padre Pedro les acompañó hasta la puerta de salida pero ya estaba cerrada con llave. Había que dar la vuelta otra vez, desandar el larguísimo pasillo de suelo amarillo brillante y paredes crema jalonadas con baldosines oscuros como tabletas de chocolate; recorrer la trasversal del edificio principal de las camarillas, donde ya los alumnos estaban durmiendo y buscar la salida de la otra portería por el pasillo paralelo e idéntico. A ellos no les importaba, pero Pedro tenía prisa por terminar un día agotador. Pedro tuvo entonces una ocurrencia confianzuda. “¿Os importaría saltar por una ventana?” “A mi no”, contestó mi padre. “Pues a mi tampoco”, dijo Magdalena.

 

2) EL Ojo que todo lo ve

 

No sé el tiempo que habría pasado desde lo que acabo de contar, pero no mucho. Todavía era yo un anónimo dentro de la masa. Una noche estábamos todos en el estudio, en silencio total, los codos en el pupitre, los puños sobre las sienes, cuando de repente noté una presencia detrás de mí. El fraile que nos vigilaba estaba allí, de pie. Me hizo un gesto de que me levantara y le siguiera. Yo creo que entonces lo peor que te podía ocurrir era que uno de aquellos hombres se fijara en ti y lo mejor era pasar lo más desapercibido posible. Fui detrás de él haciéndome conjeturas y a mitad del pasillo se dio la vuelta, se paró en seco enfrente de mi y se me quedó mirando. Era delgado, pálido, con gafas, más alto que yo, no mucho más. Me hizo algunas preguntas personales: nombre, apellidos, lugar de origen, provincia. Se lo dije. Me preguntó si estaba contento allí y si pensaba marcharme a casa o quedarme con ellos. Le respondí a todo lo más adecuadamente que pude. Creo que esa fue la primera conversación que, desde mi llegada, tenía yo con uno de los hombres de blanco, que por cierto, aquella noche llevaba puesta la capa negra.

- Pues te vas a tener que ir a casa mañana mismo.

  No me atrevía a preguntar por qué. Me entró miedo de que hubiera ocurrido alguna desgracia en la familia.

- ¿Qué ha pasado? -acerté a preguntar.

- ¿Que qué ha pasado? Lo sabes muy bien, no disimules. Que tú aquí no pintas nada. Que eres un buen pájaro y que no tienes vocación. Eres de esos que parecen una cosa pero son otra muy diferente.

Hablaba muy bajito, sólo para que lo oyera yo. Lo de la vocación no me llamó tanto la atención como lo de ser un buen pájaro. Nadie me había hablado así en la vida, en el pueblo e incluso allí, todos me tenían por un niño bueno.

- Pero  ¿por qué? ¿qué he hecho yo?

 

¿Qué había hecho? Según aquel hombre de blanco y de negro y de gafas, yo me había estado dedicando a hacerle burla por detrás durante toda la hora de estudio. “En cuanto me doy vuelta, te levantas y me haces burla, sacándome la lengua y haciéndome así con la mano para que se rían todos. Te ríes de mí y haces que se rían los de alrededor. Y como puedes comprender eso se acabó, tú no eres nadie para reírte de mi”.

 

Vaya, me había tocado. En otras ocasiones le había visto yo haciendo sangrar por la nariz a otros chavales. Miré a los compañeros y no vi a ni uno siquiera que estuviera pendiente de la conversación. Cada uno estaba absorto en lo suyo. “Pues mire”, acerté decir, “eso no es cierto”. “¿Me llamas mentiroso?” “No, no le llamo nada, pero eso no es…”, apenas me salía la voz, ya había aprendido a hablar sin ella. “Encima te atreves”… No, la verdad es que me atrevía a poco. ¿A casa? Pues bueno, pues a casa, qué se le va a hacer. Igual que me trajeron sin preguntarme mucho, que me lleven, si eso tiene que ser así, mejor hoy que mañana. “Yo no le llamo nada, pero eso que dice no es cierto. Yo he estado estudiando todo el tiempo y no he levantado la vista del libro”. “No levantabas la vista del libro, ya me fijé, pero no levantabas la vista del libro cuando yo miraba. Cuando no miraba y me daba la vuelta, tú te has estado poniendo de pie y haciéndome así con la mano. Eres un zorro, pero no solo un zorro, eres un cobarde y un mierda”.

Acabaré sangrando por la nariz, pensé. ¿Pedirle que me presentara a alguien como testigo? No funcionaría. ¿Entonces? ¿qué hacer? El fraile iba en serio y se le veía en la enorme tensión de la mirada. ¿Qué tendrá contra mi? ¿Qué querrá probar? La cabeza me daba vueltas. Al final me lancé. “Y usted, ¿cómo me veía, si dice que lo hacía cuando usted estaba de espaldas?”.

 “Mira para allá”. Me dio con la mano en el hombro y me señaló el lateral del enorme recinto. “Es todo de cristal. ¿Lo ves? A estas horas, es un espejo. A mi no me hace falta mirar para ver”. En el fondo yo estaba intrigado. “¿Y usted sería capaz de jurar que me ha visto por ese cristal haciendo el tonto?”, se me ocurrió, impotente. “Pues mire, yo le digo que no he hecho eso que dice que he hecho. Pero si usted se empeña, haga lo que crea que tiene que hacer”. “Mandarte para casa”. “Pues bueno, pues me manda”. Me encogí de hombros. Cuando dieron la señal de ir a la capilla para rezar todos juntos las penúltimas oraciones del día y cantar la salve dominicana, él me indicó que me incorporara a la fila y que no me preocupara, que no se le iba a olvidar ningún detalle, ni de lo que había ocurrido, ni de lo que habíamos hablado. Y que me perseguiría hasta el final.

 

Salimos de la capilla y allí estaba él, esperándome. Durante los rezos, yo, ausente, me había estado despidiendo mentalmente de todo aquello. De todos aquellos. No me dolía nada irme, porque el mundo era muy grande y porque aún no había habido tiempo de tejer esa red de afectos y complicidades que luego se tejieron. El fraile vigilante me volvió a sacar de la fila y se puso otra vez frente a mí, con el mismo tesón y encono.

 “Tú lo niegas, pero lo que has hecho lo he visto yo y basta, pero no sólo lo he visto yo, sino alguien mucho más importante que yo”, me espetó. “Claro, ahora es cuando va a decir que Dios lo ve todo”, pensé. “¿Sabes quién me avisó de la burla que me estabas haciendo?” “¿Quién?”, pregunté casi ya sin curiosidad y con la certeza de que con tanta conversación era altamente improbable que acabara sangrando por la nariz. Las veces que esto había ocurrido, había sido en arrebatos bravos y sin tanta palabrería. Estoy teniendo suerte de que me pregunte y me deje contestarle, pensé para mis adentros. Además, ya para entonces había empezado a darle importancia sólo a la propia conciencia. Si tengo la conciencia tranquila, lo que piensen y digan los demás tiene que darme de lado. Y en aquel caso, estaba completamente limpio.

-                Te vio el padre superior, me dijo el fraile vigilante. El padre Eulalio, nada menos, te ha visto hacer el ganso desde la otra ala del edificio. Acompáñame. ¿Ves cómo se ve todo esto desde  allí? Aquello está oscuro, pero esto no, esto está iluminado por tubos de neón. Así que él lo ve todo sin necesidad de moverse de su celda.

No sabía a qué tomarlo. La conversación se alargaba y se alargaba. Parecía que no tenía prisa el fraile, que le gustaba estirar los argumentos, escudriñando las caras que a cada sorpresa yo iba poniendo.

-                ¡El padre superior nada menos me ha visto!, dije.

Se me pasó por la cabeza que el fraile estaba gastándome una broma. O que estaba loco. O que la había tramado conmigo por los motivos que fuera. Pero que el padre superior nada menos estuviera en el ajo no sabía a qué tomarlo.

 

Decidí explorar la hipótesis de la broma. Si resultaba una broma, yo debía estar a la altura de la broma. Tenía que seguir el juego con inteligencia y conseguir que el fraile acabara sintiéndose tan ridículo como yo entonces.

-                ¡ Nada menos que el padre superior me ha visto hacer el tonto desde el otro edificio y se lo ha dicho a usted¡ O me ha visto usted y se lo ha dicho al padre superior¡ ¡O me han visto los dos a la vez y se ha encargado usted de decírmelo¡ Estoy desconcertado, la verdad, no sé qué decir.

 

Me miraba fijamente, cada vez con mayor atención. El tiempo pasaba y no acaba de resolverse el asunto en nada. Todo el mundo estaba ya en las camarillas, o saliendo de los retretes que estaban al final de los pasillos del dormitorio para dirigirse a las camarillas. En mitad del silencio, el fraile no me soltaba. Los que pasaban, miraban de reojo y seguían su camino.

-                ¿Pero sabe lo que le digo? El no quitaba la vista de mis ojos. De alguna oscura manera me estaba dando cuenta de que yo acabaría ganando aquella apuesta que ni había planteado ni sabía en que consistía.

-                ¿Qué? ¿Qué me dices?, preguntó. Vi que acababan de apagar las luces del dormitorio y que sólo quedaban encendidos aquellos pilotillos de mala muerte que lo dejaban en penumbra.

-                Lo que le digo es que un padre superior no se equivoca, para eso es superior. Así que si él dice que me vio, me vio.  No lo pondré en duda. Si dice que me levanté a hacer el payaso, seguro que me levanté e hice el payaso. Yo diría que no, es más, digo que no, pero si el padre superior dice que sí, es que sí y yo estoy equivocado. Así que mañana por la mañana me presento a él y se lo pregunto. Y si me dice lo mismo que usted, entonces no hace falta que me echen, me voy yo por la tarde.

 

Me salió todo seguido, sin trabarme. El pobre fraile, sin dejar de mirarme, se puso a temblar. No, no me pegó. Sacó las dos manos de debajo del escapulario y me las puso una en cada hombro, se inclinó hacia adelante sin decir palabra y me dio un beso en la frente. Al instante, dio media vuelta y se fue. Al dar la media vuelta, la capa negra se le voló con el aire levantado como el ala oscura de un murciélago, rozándome las rodillas. Luego se  perdió en la sombra. Le vi a lo lejos alumbrado por la luz de la escalera con la cabeza agachada. Nunca más se habló de aquello.  Ni entre el fraile y yo, ni yo con nadie. Hasta hoy.

 

3) SERÁ POR ALTARES.

No era como ahora, lo que sobraban entonces eran curas y altares. Había más curas entonces en la capital del Bernesga que hoy en el Vaticano. “Cómo estarán las cosas ahora”, me decía uno hace poco, “que ya no hay curas ni en Liébana”. Entonces en cada pueblo había uno o dos, velando porque los pobres no segaran el día de Santiago, no se arrimaran en el baile y no se perdieran el rosario.  Semanas antes del Congreso Eucarístico de León me escribió una carta un cura que se había estrenado como tal en mi pueblo en los años cincuenta, que era un botarate y al que yo y un primo le habíamos hecho de monaguillos. A mi no, sólo broncas, pero al primo le sacudió la badana más de una vez. Para cuando pasó lo del Eucarístico, el hombre ya había ascendido de categoría y estaba en una parroquia próxima a Torrelavega.

 Me decía en la carta que tenían previsto tres amigos sacerdotes ir al Congreso a León, pero que se encontraban con un problema importante: no tenían asegurado un altar para decir sus misas. “Y uno de los tres es don Antonio, prelado doméstico de Su Santidad. Te escribo ésta para ver si tú, que estás en León, nos puedes agenciar un altar para esos días en el santuario de la Virgen del Camino”.

Embolados así he tenido yo varios desde niño y siempre he procurado satisfacerlos. Hablé con el padre Pedro y me dijo que él no podía hacer nada. Que hablara con el padre Llovat. Hable con el padre Llovat y me dijo que eso no dependía de él, que hablara con el padre Eulalio, que entonces ya había ascendido a prior y era quien tenía el poder de dar o no dar permiso a los tres curas de Santander para decir tres misas cada mañana en uno de los altares del Santuario.

Volví donde el padre Pedro para que hablara con el padre Eulalio y lo que me contestó es que era mejor que se lo dijera yo mismo. ¿Yo? ¿Y eso cómo se hace? Pues puedes hacerlo por teléfono.

Ni corto ni perezoso fui al teléfono que estaba en la portería al cuidado de Pepe Colina, diciéndole que deseaba hablar con el padre Eulalio.

-                Dígame. Me habló con su conocida voz de Valladolid. ¿Quién es usted?

-                No sé si me conocerá, soy…

Y se lo dije.

-                Ya, ya, dime, y qué quieres tú.

Le expliqué que un prelado doméstico quería decir misas en un altar del santuario.

-                Bueno, unos curas de Santander que conozco y un prelado doméstico.

-                ¿De México? ¿Un prelado de México?

Se ve que el teléfono no era demasiado allá, porque pese a que la distancia entre el hablante y el oyente sólo era de dos pisos, nos entendíamos fatal.

-                No, no, de México no, de Su Santidad. Pero doméstico.

-                ¿Doméstico?

-                Sí, sí, doméstico, doméstico.

No hubo inconveniente. Al final, los tres curas me soltaron una pequeña propina.

 

Isidro Cícero

12 comentarios

El Mirón -

Ya le digo a El Mudo.

Antonio Argüeso -

“Nunca es tarde si la dicha es buena”, nos dice sabiamente nuestro refranero. He llegado tarde a leer el, como siempre, hondo relato de Isidro, con el excelente añadido del estudio semiótico de la foto, que es donde más me gustas, Isidro (resérvame ya el relato sobre Montesinos, cuyo sermón sí he leído, sí que por estas tierras hay que estar algo documentado para no dejar que sigan viendo aquella colonización como la única nefasta y exterminadora).

La pena es que de tanto mirón como hay, haya tan pocos añadidos a los tan interesantes, documentados, entrañables relatos de Luisito, Javivi y Cícero. Seguro que más de uno se calla vivencias que de contarlas alegrarían al personal. Todo es cuestión de tiempo, irán saliendo, seguro.

Gracias pues a narradores y comentaristas, glositas y anotadores.

Luis Heredia Alvarez -

Cícero, de verdad te digo que me sobrecogió parte del relato. No te lo pude decir antes porque llevo tiempo sin el ordenador de casa y me arreglo muy mal para escribir desde el teléfono o la tableta. Como siempre, te tengo que leer dos veces para deleite pero en esta ocasión tuve que superarme a mi mismo con una tercera para convencerme que el hombre del saco no había cambiado de ropaje. Porque lo escribes tú y tuvo que ser más verdad que la existencia del seva.
Me sentí mal, créeme. Yo siempre pensé que la mayoría, fíjate que te digo la mayoría, de los alumnos de cualquier escuela y grado en aquellos años sufrimos algún que otro cachete, mamporro o puñetazo. Aquella pena de que la letra con sangre entra. Maldita rima.
Pero el acoso sicológico al que fuiste sometido me parece mucho más grave que un bofetón aunque haya sido dado a destiempo e injustificado. Digno del guión de una película. Me da miedo hasta que nos delates el nombre del rostro pálido, con gafas y casi de tu altura;física, claro, porque de la otra es tan bajo, tan bajo, que su cabeza te habría olido a pies.
Magnífico, Isidro.

Espero que nos cuentes muchas cosas del P. Eulalio C. Calzón o de cualquier otro especimen de rostro pálido, con gafas y de cualquier altura.
¡¡¡¡Y no va el cabrón y remata la faena con un ósculo como si aquí no hubiera pasado nada¡¡¡¡

Genial, Isidro, genial.

JOSE MANUEL GARCÍA VALDES -

No es mi intención meterme donde nadie me llama pero no tengo más remedio que decir que la foto tan bien escrita y descrita noes otra cosa que las explicaciones que elP Calzón está dando a los frailes sobre el tamaño de los melones; fijaros en sus manos, hablan por sí solas. Si la explicacion era para los estudiantes, podría estar hablando de mí, las manos hacen referencia al tamaño de las calabazas, yo podría haber alimentado a una piara entera.
No quise hacer literatura que para eso tenemos al Isidro.
Abrazos

santiago rodriguez -

Cirauqui: El P. Arias que encontrasteis en Palencia, es el mismo al que hago referencia...un abrazo

Javier Cirauqui -

Santiago, hay que ver como dominas los archivos dominicanos, qué gozada.
En estas fechas que comentas aún no estaba en la Virgen, ni siquiera en Villava, al Padre Noceda lo conocí en Villava e incluso recuerdo haber ido a verlo al Hospital de la Cruz Roja de Pamplona, que ya no existe, con mi hermano y el P. Torrellas, creo se había roto una pierna o lo habían operado de menisco. Otra vez en un viaje de Villava a León estaba en Burgos, en el Convento de los Dominicos.
El Padre Eduardo me dio alguna clase ya en el 61-62,o en adelante, y el P. Noguera lo conocí en Villava pueblo, pues mi familia tenia amistad con la suya. Al P. Lebrato ya en León, pero no me dió ninguna clase y al P. Arias no recuerdo si estaba o no cuando fui a la Virgen, en Palencia estaba un P. Arias, cuando el encuentro, el Padre Pedro fui mi director desde el principio hata el final.
De todas formas soy incapaz de distinguir con certeza la persnalidad de cada uno, en esta fotografía, al Padre Eulalio, porque es obvio. Un saludo con mucho cariño. Javier,

santiago rodriguez -

Excelente y deleitable exposición de mi admirado Isidro, "el Pereda Lebaniego".Voy a intentar añadir algun detalle al cuadro. Si la fotografía es de fin de curso del 1958 no puede aparecer el P. Jaime, pues se incorporó para el curso 1958/59; a mi si me parece el P. Jaime por lo que tuvo que ser al menos de un año posterior; el P.Jaime era compañero de curso, para los de procedencia villavesa del P. Noceda, y ambos recibieron sus respectivos destinos al haber terminado la carrera en ese año. Aparecen en imagen el P. Eduardo, el P.Arias, entonces director de los mayores pues el P. Pedro dirigía a los menores, y el que está con la cabeza agachada me parece ser el P. Noguera, natural de Villava, que en 196O fue destinado a La Felguera. El P. Pedro paso a dirigir a los mayores en 1960 al ser elegido prior de Caleruega el P. Arias.

isidro cicero -

Queridos Manolo, Andrés, Javier y Lalo, os estoy muy agradecido por los comentarios al relato que va arriba. Me alegro que os gustara. Pero, queridos amigos y queridos todos, como me salía tan narrativo, como si andamos a setas no debemos distraernos con rólex, como escribir es elegir y desechar, no dije nada sobre la foto.
Me hubiera gustado haber llamado vuestra atención sobre la composición o descomposición si lo preferís de esta imagen. Cosas como por ejemplo.
Si hay nueve sillas, debería haber nueve traseros sentados en ellas. Si sólo son seis los personajes, habría que haber quitado los tres asientos sobrantes, porque desde el punto de vista del protocolo organizativo nada más feo que una silla vacía y aquí se ven tres. Así al menos se hace en bodas, bautizos y comuniones, Si en el centro hay uno presidiendo, hay que poner igual número de figurantes a la izquierda que a la derecha. Si los retratados conforman un tribunal docente, las sillas no deberían ser de alumno. Si el que preside tiene la autoridad, la mesuca delante de él no debería ser un pupitre de estudiante. Si cuatro visten toda la indumentaria reglamentaria, no puede uno olvidarse piezas, como hace el de la izquierda del lector, que exhibe toda su pechera blanca. Si cuatro visten toda la indumentaria y uno la pechera blanca, no puede otro aparecer en el tribunal sólo con el buzo de trabajo, con la bata blanca de operar por casa.
Un comentario a la foto, podía olvidarse de los relatos que hemos hilado, y centrarse en la sintaxis de las sillas y los trapos que aparecen en ella. En lo tocante a los trapos todos mis lectores saben tan bien o mejor que yo que este uniforme ocho o nueve veces centenario que vemos aquí retratado, ofrece dos modalidades como el de los soldados que nos llevaron a ver a El Ferral, pero eso no quiere decir que cada uno pueda usar la una o la otra según su buen saber y entender. Deben usarse del modo y manera que están establecidos: La versión completa es la de calle y la de los momentos solemnes.
La otra, la que de modo francamente irregular luce ahí Pedro Sánchez, es más bien para el trabajo normal y para el interior de la casa. Esto lo reflejan bien las esculturas de los miembros de esta organización ocho o nueve veces centenaria que han tenido méritos suficientes a los ojos de sus contemporáneos o de generaciones posteriores como para serles erigidos monumentos de imaginería. Que yo sepa, no hay santodomingos vistiendo sólo lo blanco en fachadas y hornacinas exteriores, excepto si no estoy mal informado el de la hornacina que preside la entrada de Montesclaros. Otra excepción a esta regla que vengo comentando es la estatua que le hicieron a Antón de Montesinos en el paseo marítimo de la capital de la Republica Dominicana. Es un exterior, y sólo lleva lo blanco. Impresiona esta estatua, su grito, recordando el terrible sermón que pronunció el IV Domingo de Adviento de 1511, adelantándose en 500 años a la Declaración Universal de los Derechos Humanos,
De este personaje a nosotros en la Paramera no tuvimos ni idea, se ve que los padres de la Paramera, tampoco. Si no, nos lo habrían dicho.
Si todavía no habéis leído el Sermón de Montesinos, os invito a hacerlo. Pero si preferís esperar algunos meses, aguardad a que termine yo un documentadísimo relato que estoy escribiendo sobre el exterminio de los tahínos y la valiente defensa que de ellos hizo la primera expedición de dominicos a América. El paulalio de aquella expedición fue un prior benemérito llamado fray Pedro de Córdoba, quien en virtud del Espíritu Santo y bajo el precepto de santa obediencia, encargó a Montesinos el sermón del IV Domingo de adviento sobre la inviolable dignidad de la persona, derivada simplemente del hecho de ser hombres y mujeres.
Con esas dos excepciones, la indumentaria es la indumentaria y la foto no es que esté mal, pero yo en la vida de las vidas la hubiera organizado así. Por protocolo ya he dicho. Por sintaxis. Por estética. Y por no arruinar el fondo del mensaje con una incoherencia de formas. Estos descuidos desmerecen, se ve que era el curso cincuenta y nueve. En los sesenta, cuando yo estaba allí, a la sintaxis creo que le daban más importancia, las figuras eran más abundantes, el tribunal más compacto.
A falta de que Santiago Rodríguez nos identifique a cada uno de los seis –este amigo sería capaz de detallarnos hasta las notas que sacaron cuando hicieron quinto- nos hemos fijado en el protagonista, que es, como no puede ser de otra manera, el que usa la palabra.

lalo -

Si la calidad y el interés de las entradas han de medirse por el número de respuestas que suscita, esta de "EN EL CENTRO DEL TEATRO (Por Isidro Cicero)" merece que el blog se excite tanto como aquel día de diciembre del 2009 en que la barra del contador de Ademails se disparó hacia el cielo vete tú a saber por qué.
Nosotros hacemos aquí memorias con nuestros textos. Pero Cícero hace literatura. Y su literatura es placer.

Por eso algunos de vosotros de esos del 59, del 60, del 61... (ya que yo, del 64, no soy quien, cuestión de veteranías) deberíais solicitarle, primero; exigirle si no responde, después; y, por último, si necesario fuera, ejercer coacción (RAE: Fuerza o violencia que se hace a alguien para obligarlo a que diga o ejecute algo) por el método que sea, para que Isidro Cicero nos escriba y escriba para el mundo la vida que vivíamos en aquellos centros en aquella década de los sesenta.
Las historias, él las recuerda, y si no en el blog las tiene a centenares. Y si no las encuentra en su memoria ni en el blog, seguro que las hallará en su imaginación. Pero que nos las escriba.
Por favor, Cícero.

Salud a todos

Javier Cirauqui -

Cojonudos los tres escritos, Isidro, Cícero, Cicero, o como quieras. Me alegra mucho leer estas cosas, pues a veces me siento un poco tocapelotas despertando recuerdos y hablando con todo mi sentimiento, como si no tuviera derecho a urgar en aquellos tiempos y en aquellos momentos tan especiales, que vivimos, ni suscitar nostalgias, saudades, con sospecha de poco objetivo y sentimental. Gracias por estos tres escritos, me animan a seguir con mis escritos desde el corazón.
Qué raros son los mayores cuando somos niños, cómo se comportan de manera tan rara y arbitraria. Qué hubiera dado yo por un beso, fuera de quien fuera, aunque fuera en la frente y a hurtadillas.
Si te hubieras marchado, si hubieras claudicado, ¿quién hubiera ganado el Premio de Coca-Cola, con cámara fotógrafica incluida?... ¿quién nos hubiera escrito "La Vendedora de Globos y otros hermosos escritos como este?
Hizo bien el fraile en no echarte y tú en quedarte. Todo se quedó en tablas.
Todo la vigilancia, tras los cristales y hasta en la distancia, desde la celda del P. Eulalio, me parece un delicioso relato de novela negra, mejor dicho de novela blanca y negra dominicana, con saltos por la ventana de Magdalena y tu padre, tu compa bable y la adopción de un pupilo como Pablo. Me parece glorioso todo aquello de los sin papeles, de las influencias eclesiásticas, de las recomendaciones y sobre todo me enamora lo entrañable, de la adopción, de los dos, del tal Gaipo, tengo debilidad por estas cosas.
Y en tocando a los curas y prelados domésticos, que no de México, anclados en Trento y en Letran tu anécdota me recuerda que teniendo 8 o 9 años, a las 6,30 o 6,45 de la mañama el coadjutor de mi pueblo me ahostiaba en la sacristia, cuando iba a ayudarle a misa de monaguillo, solo por el único defecto de ser el sobrino menor del Párroco de Burlada.
Me encantan estos recuerdos expresados por Cicero, con mucho cariño. Javier.

Andrés Cortés Aranaz -

Tiempos negros, oscuros, en blanco y negro, y todos nosotros allí enmedio.
Y luego dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Manolo Díaz -

En cierta ocasión, el mió Cícero me contó la anécdota que ahora relata en “el llanto inicial”, pero salpimentada con otros pormenores que le confirieron la jovialidad de un sainete y que aun me arrastran a la carcajada cuando los rememoro.
De tal palo tal astilla. Seguro que Anselmo andaba sobrado de eso que en Asturias, con connotaciones propias, llamamos “socarronería”, algo similar a la ironía pero adobado por el Diañu.
Ahora que lo pienso, creo que nunca crucé una palabra con el padre Eulalio. Aquel personaje, desde los ojos de mi infancia, era la reencarnación de la “potestas” y yo el último de los vasallos. Me infundía una especie de temor sacro, más producto de mis propios complejos que fruto de sus actitudes o deferencias.
Javivi y Luisín hicieron una disección extraordinaria del personaje. A mi juicio, ambos artículos merecerían figurar en cualquier manual de psicología por la excelencia de las visiones poliédricas que aportan en tiempos y en espacios, eludiendo juicios morales que no son de nuestra incumbencia y ciñéndose al rol que le confería su status jerárquico, evitando paracronismos tramposos.
Repito: En los seis cursos que permanecí en la Virgen del Camino, nunca tuve ocasión de hablar con el Prior. Argüeso gozó de ese privilegio. Y nos aporta una visión humana y próxima de aquella persona percibida por mí como lejana y distante. Tengo el convencimiento de que esa distancia y esa lejanía eran más subjetivas que objetivas. Este relato de Cícero también lo confirma. Las palabras que Anselmo le dijo “pocas y humanas” rompieron la rigidez del protocolo de admisión y doblegaron la potestas convirtiéndola en auctoritas, mostrando la verdadera cara de la persona que se escondía detrás del personaje.
Recuerdo una anécdota que viene al caso como el anillo al dedo. En una de aquellas tardes lánguidas y abúlicas del invierno, deambulábamos tres compañeros por un espacio que Cirauqui describe magistralmente, donde confluían el largo pasillo, la escalera del dormitorio, la entrada a la recreación y varios huecos más. Yo era el mayor de los tres y Acitores el más pequeño. Por más que me esfuerzo, no logro recordar quién era el otro (Quizás Faes).
Acitores, a la sazón, aún estaba en fase embrionaria. Era un guajín que encajaba en la categoría de “minimundos”, sabiamente establecida por Cícero. Pero acumulaba ingenio, gracia y simpatía por arrobas. De repente, ignoro de dónde provenía, apareció en la escena el Padre Eulalio, “el ojo que todo lo ve”. Y antes de que abriese la boca me invadió el pánico, consciente de que ocupaba un lugar y un espacio que no me correspondían en aquel momento. El Prior habló en tono inquisitivo y reprobatorio. No sé lo que dijo ni nada le respondimos el otro compañero y yo. Pero Acitores, con el valor del niño que desafía a la fiera porque desconoce el peligro, le contestó con absoluto desenfado: “No presumas tanto porque seas el Padre Prior” Entonces fui consciente de que el mundo había llegado a su fin. Cerré los ojos y me apoyé en la pared esperando el juicio final. ¡Pero no pasó nada! El Padre Eulalio esbozó una sonrisa burlona, mesó el cabello de Alberto y, como el personaje del soneto cervantino,
“incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada
miró al soslayo, fuese y no hubo nada”
Creo que esta anécdota proyecta un poco más de luz sobre la persona que ostentaba la máxima jerarquía en nuestros años de Paramera.
(P.D. Alberto Acitores Balbás fue uno de mis mejores amigos en los años de Caldas. Conservo la carta que me escribió unos días antes del fatídico accidente que terminó con la vida de este hombre magno, gigante en todas las dimensiones)
Manolo Díaz