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Antiguos alumnos dominicos VIRGEN DEL CAMINO - LEON

UN CUENTO PARA LOS QUE NO SABÍAN CANTAR (por Eugenio Cascón)

UN CUENTO PARA LOS QUE NO SABÍAN CANTAR (por Eugenio Cascón)

A modo de introducción:

 

            Con este relato, real en parte y autobiográfico a medias, ya que está hecho a base de vivencias y anécdotas propias y ajenas, trufadas con algunas exageraciones y productos menores de la imaginación, quiero rendir un pequeño e [in]merecido homenaje a todos aquellos que, como un servidor, nunca gozaron del don de una buena voz acompañada de un aguzado oído musical y, en consecuencia, nunca pudieron disfrutar del pequeño reconocimiento y orgullo que suponía pertenecer a la Escolanía, institución tan importante en nuestro colegio. Éramos los proscritos musicales, los que no dábamos la nota.

            Me gustaría que me comprendierais los que sí tuvisteis esa suerte o, mejor dicho, mérito. Pero es que de vosotros se ha hablado mucho en este foro, mientras que a los sordos musicales, como tales, apenas se ha aludido.

            Y quiero deciros también que, al menos tal como lo recuerdo, no existía ningún resquemor por nuestra parte; al contrario, todos disfrutábamos con lo que hacíais y presumíamos de vuestras actuaciones y vuestros éxitos. Y aún hoy lo hacemos: mientras esto escribo estoy escuchando algunas de las grabaciones editadas a raíz del quincuagésimo aniversario del colegio, con las que nuestro querido furriel tuvo a bien obsequiarme en su momento.

            Y seguimos disfrutando y presumiendo de los que habéis conseguido triunfar en el mundo de la música, como también de quienes lo han hecho en otros campos. Y del mismo modo, de los que se han limitado a intentar superar esa ardua tarea que es el vivir y el sobrevivir nuestro de cada día, que no es pequeño mérito.

            Así que, como alguien que por su oficio ha tenido alguna relación con las letras y  cuyo fondo de armario no es tan profundo como para extraer de él reflexiones insondables sobre el ser, el existir y el obrar, lo que le obliga a explayarse en liviandades y jugueteos de superficie, aquí os dejo esta especie de cuento _aunque no sé muy bien lo que es_, en el que se entremezclan recuerdos y sentimientos que intento hacer pervivir a través de esa voz en off que ya hice aparecer en otro relato de parecido tenor que os endilgué hace algún tiempo.

            Porque, además, uno es de los que piensan que, a pesar de la multitud de recuerdos y anécdotas vertidos en este foro a lo largo de diez años corridos, siempre queda algo escondido esperando a que alguien lo saque a la luz, siempre quedan batallas por contar anhelosas de que alguien las cuente, aunque sea camuflándolas con el disfraz, tal vez espurio, de un cuento.

            Por ello, creo que merece la pena que el blog siga vivo y que todos estamos obligados, de algún modo, a mantenerlo, cada uno con los recursos de que dispomga.

 

UN CUENTO PARA LOS QUE NO SABÍAN CANTAR

 

Comenzaba el curso y la escolanía había de reestructurarse, dado que entre los que se iban al noviciado y los que, forzosa o voluntariamente, se quedaban en casa, había quedado un tanto diezmada, cosa que sucedía cada año.

A tal fin se realizaba una prueba de voz, a la caza de nuevos virtuosos, chicos de oído fino y voz templada. Y allí estaba el padre director del coro, aplicado al piano vertical que se adosaba a la pared del fondo del aula.

Los muchachos, apostólicos de nuevo cuño o ya algo veteranos, frailecillos cantores en ciernes, iban pasando por allí y, de pie, estirados y muy seriecitos, trataban de acompasar su voz, aún atiplada en la mayoría de  los casos, a las notas que sonaban una y otra vez, casi con resignación, arrancadas a golpes de tecla propinados por los dedos largos y finos del maestro, cuyas yemas presentaban leves sospechas amarillentas de humo tabaquero.

Y llegaba uno de voz afilada y vibrante que lo hacía divinamente:

            _Muy bien, tú para tiple.

            Tras él, otro al que las emisiones vocales se le empezaban a volver graves:

            _Tú, para la segunda. La voz te ha empezado a cambiar.

            E inevitablemente le llegaba el turno a él, a quien, como a algunos otros, todas las notas le sonaban lo mismo:

_Do, re, mi, fa sol…

            _¡Pero da las notas! _le reconvenía el maestro.

            _Si yo quiero darlas, pero es que no me salen.

            _Bueno, vamos a intentarlo otra vez.

            Y otra vez lo intentaba, pero la cosa no mejoraba mucho.

_Basta, basta, déjalo ya.

Y es que no había manera. Aquellas emisiones, aparte del nombre, en nada se parecían a cómo debían sonar de verdad las notas musicales. Así que el asunto quedaba por imposible hasta el próximo curso, a ver si la entonación se afinaba algo, lo cual era más que dudoso.

            Tras aquel desfile de aspirantes, quedaba conformada la lista de los niños cantores, mientras que los pobres desechados eran arrojados al desierto de un mundo sin ensayos, sin actuaciones y sin viajes. ¡Cuánta frustración! ¡Qué vida más triste!

            _No te quejes, hombre, que no es para tanto. Hay otras cosas. Tú, por ejemplo, sacas muy buenas notas _deslizó en su oído interno una voz que ya conocía.

            _¿Ya estás aquí otra vez? Solo me faltaba esto, que después de que me han dado por inútil para la música, vengas tú a darme la murga. ¿Por qué no cantas tú, a ver qué tal lo haces?

            _Bueno, hombre, no te enfades, ya me callo. En cuanto a lo de cantar, ya lo sabes, lo mismo que tú. El tiempo no mejora ciertas aptitudes.

 

            Pues resulta que en aquel colegio la música era algo muy importante y a lo que se dedicaba mucho tiempo. Había incluso clases de esta materia, hecho inusual en aquella época. Él se había incorporado a segundo de bachillerato, por lo que las nociones de solfeo y otras técnicas, aprendidas por sus compañeros durante el curso anterior, le eran totalmente ajenas. Así que hubo de recurrir a la buena voluntad de algunos de estos para intentar ponerse al día.

En las clases de música, como en las de algunas otras asignaturas, la colocación de los alumnos en el aula no era fija. De pie, formando más o menos un círculo, iban subiendo o bajando puestos en función de su rendimiento diario. Con este método, nuestro pequeño protagonista solía ascender de manera rauda cuando la materia era más o menos teórica, mientras que bajaba hasta el fondo cuando se trataba de solfear, es decir, de emitir armónicamente las dichosas notas. Y lo malo era que los ascensos se producían de un salto, cuando varios de lo que precedían habían fallado y él acertaba, pero las bajadas eran paso a paso, puesto a puesto, a medida que los que venían detrás, uno a uno, lo iban haciendo mejor, lo cual resultaba más doloroso debido a la prolongación de la caída. Y así estaban, constantemente con este carrusel, acompañados de subidones y hundimientos anímicos que no duraban mucho.

Un día en que el profesor pidió un voluntario y él, a la sazón, se hallaba al final de la fila, tuvo un impulso y se ofreció por ver si conseguía mejorar algo su situación. Pero como la cosa iba de cantar, más le hubiera valido quedarse callado. Lo único que consiguió fue el consabido “Déjalo ya”, secundado por algunas risas sofocadas y otras sin sofocar.

 

En aquel centro, como quedó dicho, se cantaba mucho, y en casi todos los lugares, a poco que la ocasión se prestara. Por ejemplo, durante los paseos de los jueves por la tarde hasta alguno de los pueblos vecinos. Por allí andaba, en los primeros días, un fraile jovenzuelo y recién llegado, improvisando letras con la música de “El puente sobre el río Kwai”, muy oída por entonces:

“Somos / de la nueva olá / de este / colegio inmortal / traemos / los corazones / siempre dispuestos para alegrar…”.

A veces, incluso, a algún otro instructor, de los locos por el canto, se le ocurría reunir de improviso en un grupo más o menos numeroso a todos los que pillaba, con el fin de ensayar lo último que había acariciado sus oídos. Un día vino con la “Misa luba”, aquella versión en latín con ritmos congoleños que por entonces hacía furor, al igual que la “Misa criolla”, en los ambientes litúrgicos posconciliares. Así que, venga darle, una y otra vez:

“Kyrieee / Kyrie, Kyrie/ Eeeeleison / Kyrie, Kyrie…”.

Como aquello resultaba algo monocorde, allí no se notaba demasiado la presencia de la voz desafinada de nuestro pequeño antihéroe, por lo que la sumaba a las demás con menos complejos que de costumbre.

Otras veces eran canciones populares, leonesas o asturianas, preferentemente, dado el ámbito geográfico donde sucedían los hechos, y allí pasaban los pequeños ruiseñores largos ratos, en torno al maestro cantor, repitiendo una y otra vez la pieza de turno hasta que iba saliendo más o menos bien.

 

Pero, como no podía ser de otro modo, lo más cultivado y practicado era la música sacra. En los actos de la capilla los salmos e himnos se sucedían, arropados por los acordes de un pequeño órgano que tañía algún alumno aventajado. Y lo mismo cuando tocaba ir al Santuario, solo que allí el órgano era muy grande y de él surgía una música armoniosa y envolvente merced al buen hacer del organista, un fraile bueno en todos los sentidos de la palabra que se marcharía muy pronto a un mundo mejor.  

Al principio, como no se sabía las letras, nuestro aspirante, y es de suponer que algunos otros,  se limitaba a hacer mohínes con los labios para disimular. Pero, cuando las hubo aprendido, venía a dar igual, pues cantaba muy bajito, para que no se oyera cómo desafinaba. Lo mismo daba que intentara poner la voz grave o en falsete. Vamos, que era como si no cantara. Lo cual no impedía que alguna vez el fraile de turno pasara el oído por las filas y le lanzara una mirada fiera, seguida en ocasiones de la consiguiente reprimenda burlesca al final de la sesión.

            _Tranquilo _le susurró la voz_ que no eres tú solo. Mira, a otros también les ha tocado. Fíjate en algunos de los que tienes alrededor, y no hace falta que te diga nombres. Lo hacen más o menos como tú y no se preocupan tanto.

            _¡Pero si yo creo que no lo hago tan mal! A mí me suena bien por dentro.

            _Entonces, ¿por qué no te lanzas y elevas la voz en la próxima?

            _¡Tú estás loco! ¿Qué quieres, que me echen?

            Pero un día, sin pararse a pensar en las consecuencias, se lanzó, como en aquella clase de música, y se atrevió a subir considerablemente el volumen de su voz cuando se estaba entonando aquello de “Cerca de Ti, Señor / quiero morar…”. Sonó como una fanfarria en medio de un adagio. Miradas de asombro, risas disimuladas, estupefacción y escándalo del oficiante.

            _Tú no cantes _le dijo este lacónicamente.

_Sí, yo creo que es mejor que te calles _ volvió a susurrar la voz familiar.

            _Y tú también _ le espetó él en voz alta, para sorpresa de los que estaban a su alrededor, que una vez más dudaron de la buena salud de su mollera.

Pero, al final, el pobre se calló sin más.

            Ahora bien, cuando se entonaba el “Adiós madre de mi vida”, con la emoción se disparada, se sumergía como el que más, ya que entonces todos gritaban mucho y no se notaba demasiado la participación de los descarriados. Tal vez se debiera también a que este himno se reservaba para las despedidas, para final de curso y situaciones así, por lo que imaginaba que, en medio del entusiasmo de la marcha inminente, no habría represalias en forma de bronca.

 

Había, asimismo, en el colegio una rondalla, que lo hacía muy bien y ganó más de un certamen. Pero, claro está, él tampoco formaba parte de ella, pues la misma falta de habilidad que tenía para cantar lo atenazaba a la hora de tañer cualquier instrumento, daba igual que fuera de cuerda, viento o percusión. Solo que en este caso resultaba aún más visible, porque no podía presumir de guitarra, bandurria o laúd, a diferencia de otros afortunados, alguno de los cuales me consta que todavía sigue dándole a la mandolina y cantado, junto con otras viejas glorias, cosas como “Las mañanitas que cantaba el rey David”, cuando se trata de despertar al personal en los alojamientos de las reuniones para el recuerdo.

 

Con todo esto, a la hora de los ensayos, cuando los mirlos se reunían a hacer sus trinos, los grajos de voces destempladas habían de quedarse revoloteando por la recreación o los campos de deportes. Algo de pelusilla les daba, pero también pensaban a veces que era mejor quedarse por allí jugando que estar metidos en un aula repitiendo una y mil veces las mismas cosas y llevándose alguna que otra regañina. Pero aquello de que cantaran en un teatro con pajarita, camisa blanca y pantaloncito negro, y que incluso fueran a Roma…

Claro que al momento más solemne de la semana, la misa de 12 en el Santuario, con algunos los próceres y prebostes de León presentes, la que se oía por la radio, iban todos, cruzando el túnel que salvaba la carretera. Pero los que cantaban eran los de siempre, los elegidos, que se agrupaban, bien ordenados por voces, en las gradas del coro. Los demás, a escuchar embobados, o a hablar por lo bajini y dar algo de guerra sin que los vieran. Alguna vez a algún solista se le escapó un gallo, o se le fue el tono, que todos somos humanos. Y se oyó por la radio. Pero nadie se rió, que conste.

Se formó, incluso, un grupo de música moderna, que cantaba cosas de los Beatles, los Brincos, los Bravos y otros grupos que comenzaban a hacer furor. Tocaban guitarras eléctricas, batería y otros instrumentos que se estaban haciendo habituales en el mundo exterior. Y no lo hacían nada mal.

 

            Cuando nuestro héroe dejó el colegio, ya en el pueblo, tratando de terminar el bachillerato por su cuenta, recordaba todas estas cosas al oír al voluntarioso pero desafinado coro de mujeres en la iglesia parroquial. Un día, el cura viejo y temido, el de la interminable loba abotonada, el que se solazaba dando sopapos de revés en los morros de los niños que, por obligación propia de aquel tiempo, debían acudir presurosos a besarle la mano cada vez que lo veían, se jubiló y se marchó. Vino a sustituirlo un curilla joven, recién producido por el seminario, que cambió muchas cosas. Pero tenía una particularidad que se le criticaba mucho: no cantaba nunca. Durante las ceremonias religiosas, a la hora de cantar, permanecía con los labios sellados, sin ceder a ruegos ni exigencias.

            _Este es de los míos _dijo el desertor del colegio. Y aquel cura le cayó bien desde el primer momento.

 

            Y vamos terminando nuestra historia, que ya va resultando larga para el espacio donde hay que encajarla:

            _Oye, ¿estás por ahí? _esta vez fue él quien se dirigió a la voz misteriosa.

            _Sí, ya sabes que yo siempre estoy aquí contigo.

            _¿De verdad? Pues podrías irte un rato. Pero bueno, lo que yo quería preguntarte a ti,  que pareces saber todo lo que me va a pasar, es si voy a aprender a cantar algún día o seré siempre así de negado para esto.

            _Ya sabes: “Quod natura non dat…”. Pero no te preocupes, disfrutarás de la música como el que más, y algo entenderás de la que se avecina. Má o menos lo que harán casi todos los de la escolanía. Ahora, lo de cantar bien, qué quieres que te diga... Mejor será que te dediques a hacer versos, aunque no te salgan maravillas, que para eso sí tienes algo de oído.

            _Bueno, lo intentaré de vez en cuando, aunque de los que hago ahora también se ríen.

            _Tú, ni caso, que no es más que envidia.

            _Vale.

 

 

Eugenio Cascón Martín

13 comentarios

Eugenio Cascón -

Mis queridos amigos:

Abrumado me tenéis con la enjundia de vuestros escritos, repletos de experiencias y confidencias, de recuerdos y de cuestiones que no sé responder. Eso del “tú que sabes” tan iterado e insistente me suena a coña marinera, sobre todo porque uno es de tierra adentro, mientras que los zumbones andan por la periferia. ¡Mira que atribuir a un viejo apostólico desorejado tan altos saberes!

Por todo esto, a pesar de que estoy fuera de mis lares y no dispongo de más archiperres electrónicos que el telefonino, en el cual me resulta muy penoso escribir, me he venido a esta que tan pomposamente llaman Casa Cultural de la localidad levantina en la que paso el veraneo a destiempo propio de los jubilados.

Con todo, me alegro y celebro no ser el único a quien atormentaba la carencia que nos ocupa, pues por aquel entonces uno llegaba a pensar que era el peor de todos. Gracias por la solidaridad y el hermanamiento, aunque sea con tantos años de retraso.

Alfonso, paisano recientemente redescubierto, tu hombría de bien y tu humildad no tienen precio y son cualidades que superan a todas esas carencias que enumeras y que exageras. Lo de la falta de oído puede que sea un endemismo de nuestro pueblo común, heredado por muchos de nosotros como una especie de culpa original ¡Qué se le va a hacer! Sin embargo, ya sabes que nuestra localidad es conocida en la zona como la de la “fanfarria”, que los mogarreños tenemos fama de fanfarrones y echaos p’alante. Será porque allí se habla a voz en grito y, consiguientemente, se desafina. Todo tiene una explicación.

Amigo Santos, de nuevo me declaro admirador de tu facundia y habilidad para el verso. Yo, en cambio, lo tengo algo abandonado. A ver si un día nos ponemos tácitamente de acuerdo y creamos en este foro un certamen poético propio de los casi fenecidos juegos florales. Seguro que aparecen muchos talentos ocultos.

Marcelino, me alegro enormemente de tener noticias tuyas y más en estas lides de cuentos o pseudocuentos, pues tú sí que sabes de estas cosas. Como por entonces andábamos en la cercanía que nos había impuesto el orden establecido, creo que por edad, me parecía recordar -ahora me lo confirmas- que entre tus muchas virtudes no figuraba la del canto armonioso y que, por ende, compartíamos la sordera musical. Es cierto eso que dices de la sordina que poníamos a nuestra voz cuando participábamos en el conjunto coral, a fin de que no se nos notara demasiado. Quizá en esas ocasiones llegáramos a creernos que, de alguna manera, éramos capaces de cantar. No dejes de seguir enriqueciendo la literatura patria con tus obras.

Lalo, editor de altura, no estoy de acuerdo en que ya no podamos crear ese coro a contrapelo del que hablaba el otro día. Aparte del trasnochado “punk”, hay otras tendencias a las que podemos adherirnos. Ahí tenemos, por ejemplo, el “rap” o “hip hop” o comoquiera que se lo llame, que, aunque no lo he practicado nunca, no me parece que exija demasiado virtuosismo vocal. Es más, sospecho que debió de ser inventado por alguien a quien no admitieron en el coro de alguna parroquia situada en las profundidades del Bronx, como venganza y demostración de que hay muchas maneras de cantar. Yo creo que tiene tantos seguidores porque se han enganchado a él muchos de los que padecen nuestra sordera. Y también está el “reggaeton”, probablemente introducido en Jamaica por la vía del gregoriano deficiente de algún misionero. Y si no, por ahí creo que por ahí andan todavía “Los inhumanos”, después de treinta años largos berreando, y eso también sabemos hacerlo nosotros.

En cuanto a lo de la traducción de “feedback”, me pillas a contrapié, pues mi inglés es más bien pobre. Creo que habitualmente se traduce como “retroalimentación”, pero no sé si es aplicable en este caso. Quizá sea más ajustada una explicación como la tuya que un calco léxico.

Querido Pitu, cuanto tiempo sin saber de ti y sin disfrutar de tus sabrosos guisos palabreros. Una primera advertencia: si te empeñas en entretenerte con “El buen uso del español, allá tú”, luego no me culpes a mí de tus depresiones.

No sabes cuánto lamento el cruel castigo que te acarreó tu afición a los cantos populares. Es que había frailes que no se enteraban. Tienes razón en lo referente al cantar bien y cantar mal: todo es cuestión de cánones impuestos, puntos de vista, modas y gustos… La realidad es tan poliédrica que cada uno puede ver las cosas como quiera (o como pueda).

El gentilicio nos lo encontramos hecho y nada hemos podido hacer por cambiarlo. En cuanto al bueno de Toñin, nuestro cerdito ambulante (solo hay uno), todavía no se ha sorteado, así que me temo que Gerardo te ha tomado el pelo. Por cierto, él (me refiero a Toñín, claro) también da la nota, una nota muy baja, sobre todo cuando protesta contra los turistas que se pasan en lo de hacerse “selfies” con la cara demasiado cerca de su hocico. Ni los cochinos son ya respetados.

En fin, creo que me he pasado, así que lo dejo aquí. Sed felices si podéis y si no, los que saben cantar que nos distraigan a los demás.

JOSÉ MANUEL GARCÍA VALDÉS -

Estaba repasando el “buen uso del español” para decirle a E. Cascón, en buen castellano (qué más quisiera), que de qué se queja. Si a él, mogarreño de pro y por ende salmántico (¿Y por qué no mogarraceño, tú que sabes?), no le “praestaron” buen oído y/o voz, ¿qué no sucederá/ía a uno de casorvida, lejano de Salmántica y con una natura agreste que apenas si da zarzas? Si yo te contara (contar, no cantar) mis carencias. Yo ni neuronas, ni oído, ni voz ni voto. Cuánto suspiré por formar parte de aquella escolanía que tantos éxitos tenía y daba a sus integrantes. También suspiré por formar parte del equipo de futbol, y del grupo de teatro, y de los que tocaban en la rondalla, y de los que sacaban buenas notas y de los guapos, y de los que tenían bula para recibir visitas y bajar a León, y de tantas cosas. Yo no tengo para escribir un cuento, tengo para escribir un Espasa sin Calpe. Y con tanto cuento acabo de descubrir un error de interpretación en mi vida de colegial. Casi todos sabéis que el P. Enrique, Dios lo tenga allí, al segundo día de llegar al colegio, me cazó cantando aquella que decía: “ que le quiten el tapón, que le quiten el tapón al botellón…” ; ni corto ni perezoso me sacó de la camarilla, me puso de rodillas junto a la habitación que él ocupaba y me metió dos guantazos que me hicieron ver físicamente las estrellas. Siempre pensé que me las había dado por cantar a destiempo pero, coño, hete aquí que, con el cuento del Eugenio descubro que me sacudió no por cantar a deshora sino por cantar ma, precisamente él que más que cantar sollozaba. Conclusión, tú te deprimiste un poco, yo me deprimí un mucho y además fui caliente para el catre; si alguien debería quejarse ese ya sabes quién debería de ser. Por otro lado, ¿Hay algún tratado escrito, serio, científico-filosófico, que demuestre qué es cantar bien y cantar mal? No sease que estemos flagelándonos por algo que pudiera ser más un mérito que un demérito cuando, quién sabe. Por ejemplo, si quieres espantar moscas no puedes utilizar melodías angelicales, si quieres que el cerdo de Mogarraz no te coma las plantas no vas a utilizar voz melodiosa, si quieres que llueva no hablas con Oloriz sino con Argüeso, campeón mundial, 10 años seguidos, record guinness, de mal cantar. Quiere decir que para muchas cosas la voz y el oído como cencerros son muy útiles y prácticas, por ende nada de quejarse amigo Eugenio, a quien dios no le da hijos el diablo le da sobrinos; no nos daría voz pero, joder, qué bochorno, qué mal rato. No te preocupes, el diablo nos dará calor, hará que pasemos la eternidad eterna cantando mal pero al abrigo de un fuego abrasador (precisamente por cantar mal).
Estaría bien que los datados con dotes (rebuznancia) nos contaran qué ventajas obtuvieron de su buen oído y voz. Y los dotados de la otra forma también pueden contar, sin fantasmadas, sus logros.
Tu vecino Barrado me comunicó que fui agraciado con el cerdo, uno de los que andan sueltos, hacédmelo llegar por internet, lo comeremos de forma virtual.
Un abrazo a todos los que cantan,incluso mal.

lalo -

Querido Eugenio, ya no podremos crear ese coro de voces desafinadas que propones (o al menos no podríamos ser pioneros al intentarlo) porque hace ya bastantes años que el punk se encargó de ello.
Recuerdo que en el primer —y último— concierto de este tipo de música al que asistí, mi acompañante, reconocido melómano, se quedó asombrado cuando, antes de empezar con el ruido que a continuación íbamos a soportar, el líder de aquel grupo estaba ¡afinando la guitarra!
—Pero bueno, ¿estos no son punk? ¿Qué hacen afinando? —se escandalizó.

Eugenio, el punk nos llegó como 20 años tarde, que de no haber sido así hubiésemos dado mucho que hablar y oír sobre el escenario de aquel entrañable teatro paramero.

Aunque he de reconocer que no sé bien en qué grupo adscribirme de los dos que citáis, ya que mi voz blanca fue considerada demasiado gris, con lo que me perdí aquellas largas horas de ensayos repetitivos y durísimas jornadas de viajes en busca de los aplausos; pero allá por quinto se me cambió en una tesitura de tenor que hubiera dado cierto juego. Ya era tarde para mí; me faltaba el "feed back" (tú que sabes, ¿en este caso debería decir "conocimiento basado en la experiencia"?) necesario y mi paso por la gloriosa Escolanía fue mayormente como integrante de la claque, del bulto para llenar aquel magno espacio cúbico que nos hizo fray Curro y que tan bien nos acaba de desentrañar el compañero Isidro.
Salud

Marcelino Iglesias -

Estimado Eugenio
Conmovido por tu cuento (en la senda del llamado “relato de no ficción”, aunque con los mismos procedimientos narrativos del discurso ficcional, tan sobriamente y sabiamente por ti utilizados), me animo a compartir recuerdos y sensaciones a ellos aparejadas.
Yo también engrosé el numeroso coro de los —así nos nombraban— “oídos zapatilla”. Y compartí nervios e inquietud ante la prueba a que nos sometía a poco de llegar al colegio el añorado e inmenso P. Torrellas. Y sufrí la frustración consiguiente al ser rechazado. Con fundamento: las notas del piano iban por su curso de la escala, mientras que mi atrofiado oído las intentaba seguir a su bola. Y el P. Torrellas, generoso, me dio otra oportunidad; pero al punto, viendo —mejor: oyendo el desaguisado sonoro— mi incapacidad, negaba con la cabeza. Con una sonrisa de conmiseración —o así quiere recordar, piadosa, esta memoria enflaquecida—, mandó pasar al siguiente. Cabizbajo, salí del aula rumiando mi frustración. Pero en unos días había asumido resignadamente mi incapacidad.
En fin, que acusábamos la minusvalía, pero eso no quitaba lo orgullosos que nos sentíamos de los éxitos de nuestra Escolanía. Además, exceptuadas misas solemnes y coram populo, y ocasiones señaladas en que acertadamente debíamos mantener la boca cerrada, no participábamos, nuestras voces se sumaban y, amortiguada su disonancia en la afinada mayoría, se sentían partícipes de la armonía del conjunto.

Saludos
Marcelino

Alfonso Losada Vicente -

Se me olvidaba, Eugenio, lo que os habéis perdido aquellos que no pudisteis ir : Un lujazo. Te he echado de menos, puesto que fue un fin de semana, pero claro, a veces no depende de uno, hay imprevistos con los que uno no cuenta.
Un abrazo. Losada.

Santos Suárez Santamarta -

Tú en el arte de cantar
otros en traducir griego
y otros porque en algún juego
no encontraron su lugar.
Queriendo participar
vimos frustrado el deseo.
Así que, Eugenio, yo creo,
rememorando otro cuento,
que todos en su momento
fuimos un patito feo.

Alfonso Losada Vicente -

Eugenio, yo también fui de los tuyos.
Cuando el P. Uría me hizo la prueba, al terminar,(fue breve) me dijo: Tú, para el fútbol.
Aquello de las notas, redondas, corcheas, negras etc. etc. Nunca las entendí dentro del pentagrama, y si encima estaban en clave de sol o de fa, no te digo nada. En una palabra, nunca supe leer la música. Era tan malo, que solo cantaba de oídas y, como susurrando, para no sobresalir del resto. Tú, por lo menos, has aprovechado tus cualidades intelectuales; sin embargo, yo no he sabido aprovecharme de las mías, que eran las deportivas.
Apuntadme en ese grupo de los no coristas para la próxima reunión.
Un abrazo. Losada.

Eugenio Cascón -

Queridos amigos. Ante todo, mil gracias por haber hecho el esfuerzo y tenido la paciencia de leer mi parrafada.

Lo que no esperaba yo era despertar con ella la solidaridad de algunos de los que, como un servidor, formaban parte del nutrido y silencioso grupo de los no elegidos debido a nuestra carencia de virtudes canoras. Pero me alegro de que sea así y de constatar que no era el único que guardaba en su ánimo ese pequeño resquemor, que no rencor, fruto más de la incapacidad propia que del éxito ajeno.

Sin embargo, como indicaba, lo escrito no era más que un pequeño juego, una cosa parecida a un cuento, basado en una realidad lejana, que no pretendía más que entretener a base de juguetear con los recuerdos. Hace tiempo que decidí sustituir en gran medida la parrafada sesuda y trascendente, con la salvedad de los afanes lengüeros derivados de la profesión (gracias también a quienes confesáis utilizar “El buen uso del español” de mis pecados), por el apunte ligero, risueño y levemente irónico, porque, después de todo, ¿quién dijo seriedad y adustez son una misma cosa? De verdad, en mi relato no había nada de reivindicativo, no contenía ni una gota de amargura.

Totalmente de acuerdo, querido Carlos Tejo, con que los talentos se reparten y hay que conformarse con lo que a cada uno nos ha tocado. Ya ves, yo, que era algo empollón, estaba deseando que llegara la lectura de las notas, porque en eso sí tenía la posibilidad de destacar un poquito.

Y en cuando a Joaquín, Daniel y Jesús, dado que confesáis ser de los míos, un abrazo fraternal y, por si acaso, sin cantos jubilosos. No obstante, siguiendo con el juego, me atrevería a haceros una propuesta: que con ocasión de algún encuentro venidero, nos atrevamos a crear el “Coro de los desafinados” (¿a que suena a Verdi?), tras previa y rigurosa selección de los más desorejados, y reclamemos el derecho a ser, por una vez, los interpretes de todos los cantos e himnos, religiosos y profanos, mientras que los otros, esos a los que hemos tenido que escuchar y aguantar en tantas ocasiones, se queden por una vez calladitos y con las ganas de lucirse. Naturalmente, los solistas serían los que peor dieran la nota.

No quiero olvidar, con todo, que en aquel nuestro colegio nos enseñaron a todos a oír música, aunque algunos fuéramos incapaces de hacerla. Cómo olvidar aquellas comidas amenizadas por varias piezas clásicas, de cuya identificación habían de responder a los postres aquellos a los que señalaba el dedo acusador y justiciero del fraile vigilante, siempre experto en localizar a los distraidos. Este aprendizaje supongo que nos ha servido a todos para disfrutar de la buena música y, en lo que a mí respecta, ya en mis años de estudiante en Madrid, me dirigió más de una vez hacia el Teatro Real a disfrutar de los ensayos de la Orquesta Nacional, dado que eran muy baratos y para los estrenos no tenía dinero.

Y, por último, Ramón, paisano y muy querido amigo, ya sabes, porque te lo he dicho muchas veces, que mi numen tiene unas piernas tan cortas que no le dan para el desarrollo de toda una novela dotada de cierta dignidad. Así que tendrás que conformarte con esos retratos y escritos costumbristas que te envío de tarde en tarde y que provocarían indignación en algunos de nuestros convecinos si llegaran a hacerse públicos, los cuales seguramente me echarían de mi pueblo a mamporro limpio. Y, sobre todo, cuida mucho a Chiti.

Besos y abrazos para todos.

Jesús María Herrero Marcos -

Querido Eugenio, yo también soy de los tuyos, soy de los que no cantan por respeto al coro, pero también soy un negado para los versos. Utilizo a menudo "El buen uso del español" y sé que no te hace falta cantar bien. Tu cantas bien en otros sitios, y muy bien. Gracias por cantar regularcillo y manejar el idioma tan bien y además por trasmitirlo a los demás.

Daniel Orden Santamarta. -

Enhorabuena Eugenio! Gracias por poner voz a lo que los de ese bando, de los sin... sentimos y vivimos muchas veces.

Joaquín Urbano -

Amigo Eugenio: Gracias. Y te las doy porque en gran medida, me siento retratado en tu cuento. Añadir que tenía un compañero de trabajo que siempre me decía: hay que trabajar alegre y, a poder ser, cantando...
Y así lo hice muchas veces sin importarme mis desajustes vocales ni las opiniones ajenas. Reitero, gracias.

CARLOS TEJO -

Leí y viví ese pasado con atención. Me encogió esa historia de uno de esos al que le faltaba el bíblico talento del canto de David. Reconozco que yo estaba en el otro lado de la trinchera y no podía imaginar la batalla que se libraba en la otra orilla de la frontera. Puedo imaginar, sin embargo, la zozobra a la que esas circunstancias sometían al alma de ese pequeño ser que soñaba musicalmente pero despertaba fuera de tono. Y digo que lo puedo imaginar porque yo, que cantaba bastante bien, al igual que todos los de mi familia, hubiera querido oir, cuando públicamente se leían las notas: "muy buenas notas este mes, como todos los meses. Sigue por ese camino". Pero no era así. "Dos suspensos. Si Ud. sigue así nos veremos obligados a tomar alguna decisión dolorosa..." Ya lo dije, yo cantaba bastante bien y tocaba el laud en la rondalla, pero unas Navidades se acabó todo, y no fue por voluntad propia. La música era muy importante en el colegio aquel, y el teatro, y el periódico, y los versos que aparecían en la revista Camino, y los deportes, y los fenómenos de las artes plásticas. Ya ves querido Eugenio, había para desarrollar todos los talentos, lo único que la música metía más ruido. Ruido armonioso, sonido armonioso.
Te estaba leyendo y me sentí como inquieto por la frustración del pequeño apostólico. Será porque me sentía identificado por la falta de algún talento, aunque éste no fuera el de la música.
Tu escrito era necesario. Ese colectivo ciego de oreja también formaba parte de aquel todo. Un abrazo Eugenio

Ramón Hernández Martín -

Que sepáis todos que este señor, el que es capaz de escribir estas "armonías", me debe, aunque solo por exigencias profesionales, una sólida novela ambientada en la mina de experiencias humanas que es nuestro Mogarraz del alma, tan único por tantas cosas. Cuando quiero recrearme un poco y para no olvidarme de cómo es el español pulcro y rico, suelo leer algunas de las maravillas caracteriológicas y funcionales que sobre personajes y vivencias mogarreñas me ha enviado. Gracias, Eugenio. Estás ya a punto de morder mi anzuelo. Te aseguro que su cebo sabe dulce y es muy estimulante. Estoy convencido de que terminarás "cantando" (¡y con qué voz!) las maravillas de tu pueblo en una obra que perdurará más, seguro, que El Buen Uso del Español.