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EL RAPTO DE LA JUSTINA (Una historia de amor a destiempo) por Eugenio Cascón

EL RAPTO DE LA JUSTINA (Una historia de amor a destiempo)  por Eugenio Cascón

ALGO PARA SITUARNOS

 

Es posible que algunos recordéis a dos mujeres que venían al colegio a limpiar y que eran conocidas como la Veneranda y la Sabina. Se las nombraba así, con el artículo delante, como era costumbre popular en la época, sin que ello conllevara ninguna connotación despectiva, a pesar de lo que algunos puedan pensar. Es solo un uso lingüístico que aún pervive en nuestros días en determinados ambientes populares.

 

Estas dos mujeres, la primera ya de cierta edad y la segunda más joven _aunque no tanto como la del relato_, se ocupaban sobre todo de la zona de los lavabos, de las tareas más sufridas e ingratas. Efectuaban su trabajo a conciencia y, duras como todas las mujeres de pueblo de la época, jamás expresaban una queja. Así, al menos, permanecen acurrucadas en mi memoria, aunque no sé si esta será del todo fiable.

 

Solo conservo de ellas, pues, algunos retazos de recuerdos dispersos e imprecisos, suficientes, sin embargo, para que, recompuestos a mi manera, me hayan permitido pergeñar una especie de cuento del que son protagonistas dos sosias suyas. Dado que se trata de una historia inventada que encierra unos hechos imaginados, pero inimaginables en aquellas calendas, para evitar malentendidos he optados por sustituir los nombres originales por otros de fonética similar, aun siendo consciente que, en relación con el título, hubieran quedado mejor los auténticos: lo del “Rapto de la Sabina” está ahí, a huevo.  

 

Partimos, por consiguiente, de unas personas que fueron reales, pero el relato gira en torno a unos personajes ficticios. Y lo que me ha salido, aun con su toque de humor melancólico y su pizca de socarronería, es nada menos que una historia de amor, desarrollada en un lugar y un tiempo en los que nunca pudo haberse producido. Es solo una fantasía desarrollada en un espacio en el que el amor humano estaba vedado, en el que en gran medida nos fue cercenado, aun antes de nacer, el despertar de los sentidos y de los sentimientos propio de la adolescencia. El aprendizaje sería, como ya hemos comentado en tantas ocasiones, tardío, incompleto y hasta doloroso.

 

Confío en que muchos de vosotros guardéis en vuestra memoria más cosas que yo en la mía de aquellas dos mujeres que, de alguna manera, formaron también parte de nuestra comunidad. Si es así, estaría bien que os decidierais a dar salida a esos recuerdos, a compartirlos, como es costumbre y finalidad de este espacio, a modo de modesto homenaje a ellas. 

 

E imagino que ninguno de los frailes de buena presencia y en edad de merecer que por entonces habitaban el lugar se dará por aludido con lo que se cuenta a continuación. ¿O quizá sí?

Eugenio Cascón Martín

 

 


 

LA HISTORIA

 

El colegio era muy grande y estaba habitado por una turbamulta de quinientos adolescentes que llenaban todos los espacios y los recorrían en todas las direcciones una y otra vez, las más de ellas en prietas y ordenadas filas, bien organizadas y controladas por la superioridad. A ello habría que añadir los frailes, que, aunque eran menos, también ocupaban lo suyo; y las monjas, que hacían la comida y lavaban la ropa; y Pepe, el portero, y…

 

Dado que el ser humano tiende a producir desechos y a ensuciar el hábitat en que se mueve, era inevitable que tanto personal allí enclaustrado maculara continua e inexorablemente pasillos, aulas, dormitorios, recreación, retretes y demás dependencias, lo que hacía preciso asearlo todo. Pero no había problema: las brigadas de limpieza se desplegaban a su debido tiempo, integradas, con mayor o menor voluntarismo y entusiasmo, por los propios estudiantes, que empujaban incontenibles _pasillo adelante, pasillo atrás_ aquellos artilugios, bautizados como tranvías, que dejaban el suelo a propósito para Narciso a base de petróleo. Y, del mismo modo, se higienizaban periódicamente las aulas, tras remover pupitres y mesas, las camarillas (cada uno la suya y con esmero, bajo la amenaza perpetua de una inspección por sorpresa), y todo lo demás. 

 

Pero quedaban las zonas de evacuación de aguas menores y mayores, que constituían lo más peliagudo y desagradable. Y a estos efectos, los rectores se habían estirado contratando a dos mujeres del pueblo, que aparecían por allí algunos días con el fin de ocuparse del aseo de aquellas instalaciones menos nobles. Eran la Perseveranda y la Justina.

 

La Perseveranda era una mujer ya entrada en años, pequeña y enjuta, de facciones endurecidas, de nariz grande y mejillas hundidas, tal vez socavadas por la escasez; de voz algo ronca y atuendo de pobre. Quizá la dureza de su vida la había envejecido prematuramente y tenía menos años de los que aparentaba. Era la que llevaba la voz cantante y, a su lado, la presencia de la Justina apenas se notaba.

 

Era esta una muchacha mucho más joven, de pelo rizado y cara redondeada, también de no mucha estatura, muy tímida y siempre sonriente. Apenas hablaba, cubierta siempre por una bata o guardapolvos de color azul industrial.

 

Ambas formaban la breve cuadrilla que, como quedó dicho, se encargaba de limpiar la superficie _y hasta las entrañas, si hacía falta_ de los urinarios y letrinas. Y a fe que hacían su trabajo a conciencia, sin remilgos ni retrocesos ante lo más repugnante. Se comentaba cómo la Perseveranda era capaz de introducir la mano a pura piel, sin guantes, en aquellos agujeros negros para extraer la materia innoble que había dado lugar a un atasco. No es de extrañar, pues, que alguno de los mandos más conspicuos gritara de vez en cuando, a modo de amenaza terrorífica, a los alumnos que mostraban un comportamiento díscolo:

 

_¡Al primero que hable lo mando a ayudar a la Perseveranda!

 

Y el silencio era instantáneo.

 

Bien, ya hemos hecho, aunque sea someramente, la presentación de nuestras dos chicas, así que vamos ahora con el relato de los acontecimientos de que las hemos convertido en protagonistas.  

 

Aquel día, como tantos otros, acababan de llegar al colegio y se dirigieron al tajo empuñando escobas, cubos, mochos, bayetas, botes de lejía y demás instrumentos necesarios para la sinfonía que a diario interpretaban. Los habitantes del internado, aves acostumbradas a los grandes madrugones, hacía rato que habían volado de los reposaderos y se hallaban ya entregados a los quehaceres que, inclementes y rutinarios, llenaban sus horas. Incluso las abnegadas monjitas llevaban tiempo trasteando en la cocina, seguramente a esas horas lavando la ingente cantidad de tazones que poco antes habían contenido un café claro que, embebido por el panecillo de rigor, había servido de parcial consuelo mañanero a los estómagos de la multitud de adolescentes hambrientos. Quizá estuvieran comenzando ya a preparar la siempre nutritiva, aunque no siempre apetitosa y a menudo monótona, comida que, a mediodía, había de tener el mismo destino.  

 

Tal vez quedara, refugiado en su habitáculo, algún doliente con décimas de fiebre que pronto sería consolado por la llegada, precedida del ruido de rosarios de madera y el aroma de café, de fray Francisco, el que los llamaba “ovejos”, que venía a traerle el desayuno. Lo malo era que posiblemente trajera también consigo, oculta entre el manteo, alguna jeringa que pronto esgrimiría triunfante ante la mirada aterrorizada del enfermo, dispuesto a clavarla en lo más mullido de sus carnes traseras. Y aquello ya era peor.

 

Sin embargo, nada de esto estorbaba a las dos mujeres, a las que ya vemos sumergidas en las alicatadas catacumbas de los retretes. Como no parecía que hubiera atascos ni inmundicias que requirieran esfuerzos especiales, la Perseveranda, que, como más veterana y experimentada, era la que organizaba y daba las órdenes, pensó que cada una de ellas podría ocuparse de los servicios de una planta, y así ahorrarían tiempo.

 

_Justina _dijo a su joven  compañera_, quédate tú aquí y yo me voy al piso de arriba.

La dócil y callada Justina asintió, e instantes después cada una estaba entregada a la realización concienzuda de su trabajo.       

 

Pasó el tiempo y la Perseveranda, acabada su parte de la tarea, hizo acopio de sus aperos y se encaminó, escaleras abajo, a recoger a la Justina, para irse juntas a limpiar a otro sitio.

 

_Justina, ¿has acabao ya? Venga, date prisa, que todavía nos queda mucho por hacer.

 

Pero la Justina no pareció haberla oído. Volvió a llamarla, más alto, y como la otra seguía sin responder, entró en los aseos, a ver si le había ocurrido algo, que nunca se sabe en suelos mojados y resbaladizos. Sin embargo, la muchacha no estaba allí.

 

_¡Qué raro! _dijo para sí extrañada_ ¿Dónde se habrá metido esta, si nunca da un paso sin mí?

 

Salió y siguió llamándola, aunque sin atreverse a soltar todo el chorro de su ronca voz, no fuera a ser que le llamaran la atención a ella. Decidió entonces ampliar el radio de la búsqueda, primero por aquellos dormitorios, para luego encaminarse a los otros, los de los más pequeños, ver si, como era tan mohína, había terminado antes que ella y se había ido a limpiar allí sin avisarla.

Tampoco tuvo éxito, de manera que continuó las pesquisas por otros lugares. Vio a un fraile que venía por el pasillo y a él se dirigió comentándole el asunto. Pero el buen religioso, que debía de estar inmerso en profundas cavilaciones, no le hizo demasiado caso y se limitó a decirle:

 

_No te preocupes, mujer, que estará en cualquier sitio. Verás cómo aparece de un momento a otro.

 

Y siguió su camino sin salir de sus abismos interiores. La Perseveranda, sin embargo, no estaba tranquila, pues de algún modo se sentía responsable de la muchacha y no entendía que hubiera desaparecido así, sin decirle nada.

 

Preguntó a varios alumnos que, entre clase y clase, habían salido corriendo para ir “a menores” sin que los vieran, puesto que la necesidad de desaguar era perentoria. Ellos, lógicamente, nada podían saber, pues llevaban toda la mañana en el aula. Sin embargo, aquello fue suficiente para que la noticia comenzara a extenderse. 

_Oye, que dice la Perseveranda que la Justina ha desaparecido y la andan buscando por todas partes.

 

_A lo mejor la ha secuestrado alguien _aventuró uno en tono jocoso, y todos se rieron con ganas. ¿Quién iba a secuestrar a la pobre Justina?

 

_No te preocupes, mujer _intentó alguien tranquilizar a la Perseveranda, ya muy nerviosa_.  A lo mejor se ha sentido indispuesta y se ha marchado a casa.

 

_¿Sin avisarme antes? _objetó ella_. No lo creo. Esto me huele mal.

 

_¿Pero qué le va a haber pasado aquí, dentro del colegio?

 

A todo esto, la nueva había llegado a la autoridad, que se personó en el lugar donde se había formado el pertinente corro en torno a la Perseveranda y, tras recabar la información de rigor, decidió enviar a alguien a preguntar al portero si la había visto salir.

 

_No, yo no la he visto irse. Y no me he movido de aquí en toda la mañana, eh _contestó el bueno de Pepe, tan pachorrudo como de costumbre.

Se formaron varias brigadas para proporcionar más eficacia al rastreo, pero el tiempo fue pasando y seguía sin haber señales de la desaparecida. Pasaron las clases de la mañana, y la comida, y las horas de estudio, y las clases vespertinas… Ya avanzada la tarde, el prior tomó el mando y decidió celebrar un pequeño cónclave para ver qué podía haber ocurrido y qué decisión se podía tomar. Se aventuraron hipótesis de todo tipo, unas verosímiles y otras no tanto, incluida la de una posible fuga con alguien de dentro, “porque de fuera no ha venido nadie y a ella no se la ha visto salir”.

 

_¿Con quién? Con un fraile no va a ser…

 

_¡Qué disparate!

 

_¿Y con un alumno de los mayores? De la escuela menor no, claro, porque con once o doce años… _elucubró otro miembro de la comunidad.

 

_¿Pero qué dice usted, padre?           

 

Con todo, se decidió agrupar por cursos a todos los alumnos de la escuela mayor y pasar lista, pero no faltaba nadie. Ni siquiera -¡qué casualidad!_ había aquel día ningún enfermo que pudiera haberla oído salir.

 

_A ver si se ha ido, sin que nadie la viera, por los campos de deporte, hacia el cementerio, y le ha dado un aire por ahí.

 

Por si acaso, se envió a algunos apostólicos a dar una batida por aquel lado, los cuales, aunque fuera a deshora, hasta dieron la acostumbrada vuelta a la finca, pero sin resultado.

 

Alguien aventuró otra sugerencia:

 

_Quizá haya salido por la puerta principal sin ser vista, mientras el portero estaba charlando con alguien, cosa que no sería de extrañar, y esté tranquilamente en su casa. Habría que ir a ver.

 

Era cierto, a nadie se le había ocurrido hasta entonces que podría estar en su casa. Y si no era así, convendría avisar a los padres, que seguramente estarían extrañados de la tardanza de su hija.

 

El propio al que se encargó la gestión volvió al cabo de media hora, trayendo consigo a unos progenitores invadidos por la inquietud, los cuales se convirtieron instantáneamente en destinatarios de un improvisado interrogatorio acerca de los posibles motivos de la chica para haberse fugado.

 

_¿Qué motivos había de tener? _se extrañó la madre. _Es una muchacha buena y obediente, y no tiene novio ni na.

 

_A lo mejor tiene amores ocultos que ustedes ignoran.

 

_Que no, que yo conozco muy bien a mi hija y sé los pasos en que anda. Además, a mí me lo cuenta todo y si anduviera con alguno me lo habría dicho _casi se incomodó la buena señora.

 

Se habló entonces de dar aviso a la Guardia Civil, pero aún era pronto, no habían pasado ni doce horas y a lo mejor todo quedaba en una anécdota.

 

Por lo demás, la vida seguía en el colegio como cualquier otro día, aunque aquel había algo nuevo de que hablar. Después de la cena y del paso por la capilla, los apostólicos comentaban el suceso entre sí al subir a los dormitorios, sobre todo los que ocupaban aquel donde se había producido la extraña desaparición. Como la mayoría necesitaban pasar por el evacuadero, se detuvieron a mirar, por si acaso, cada una de las cabinas, pero nada. De lo que sí se hablaba ya entre risas era del “Rapto de la Justina”, fácil transposición onomástica a partir de una historia clásica de sobra conocida. Pero pronto se impuso el silencio y todos se fueron a dormir.

 

Abajo, por el contrario, continuaban la preocupación y el no saber qué hacer. La plana mayor, formada por el prior y los dos directores, junto con la Perseveranda _la pobre mujer no se había movido de allí en todo el día, ni siquiera había comido_ y los familiares seguían a la espera, pensando qué podrían hacer o a quién recurrir. Ya habían escudriñado todos los rincones, incluidos el teatro y las salas de visitas, así que no sabían por dónde más podrían buscar.

 

_Bueno, si no aparece, mañana, a primera hora, habrá que llamar ya a la policía _decidió el prior. _Y ustedes, es mejor que se vayan a casa, a intentar descansar un poco _aconsejó a los padres de la chica. Pero ellos se negaron en redondo a marcharse sin saber nada de su hija.

 

En aquel momento, cuando ya el grupo comenzaba a disgregarse, el timbre, agudo pero sofocado por mor de la hora, de una voz femenina sonó en el extremo del pasillo:

 

_¡Está aquí, la he encontrado!

 

Una monja, la madre Patrocinio, avanzaba por el largo corredor, llevando de la mano, casi a rastras, a la pobre Justina, que reflejaba en su cara todo el pavor de la culpa y de su más que probable expiación.

 

_¿Qué ha pasado, madre? ¿Dónde se había metido esta infeliz?

 

Tras respirar hondo un par de veces para recuperar el resuello sin el que la había dejado la tarea del arrastre, la buena monja, esponjándose discretamente por su logro, comenzó a contar:

 

_Pues resulta que, al entrar en los retretes de nuestro convento, me di cuenta de que había una puerta que llevaba cerrada casi todo el día. La empujé para ver si es que se había atascado, pero no cedía. Bueno, me dije, ya le diré mañana a fray Francisco, el carpintero, que la abra. Pero, cuando ya me iba, me pareció oír un  ruidito dentro, como si alguien llorara intentando que no se le oyera. De manera que pregunté: “¿Hay alguien ahí?”. Pero nada, no hubo respuesta. Volví a preguntar, más alto, y lo mismo. Comencé a aporrear la puerta y dije que iba a avisar para que vinieran a echarla abajo, y entonces apareció, así, como la ven, llorando y muerta de miedo. Le pregunté qué hacía allí, pero no quiso contestarme; es más, no ha habido manera de que abra la boca en todo el tiempo.

 

Cuando por fin calló, todos se volvieron a mirar a la reaparecida, que continuaba en estado casi catatónico y con la cara descompuesta. Preguntas acusadoras y reproches airados llovieron en un instante sobre su indefensa figura, pero el prior, como máxima autoridad, logró imponer silencio, y comenzó él mismo un interrogatorio más ordenado.

 

_Vamos a ver, Justina. ¿Quieres decirnos qué ha pasado y por qué te has escondido?

 

Pero ella seguía con la boca cerrada y mirando a ninguna parte, con un susto en el cuerpo y en el alma que la atenazaba por completo.

 

De nuevo comenzaron a hablar y a preguntar todos a la vez, sobre todo la progenitora, que había entrado en un apreciable estado de histeria. Pero lo único que consiguieron fue un mayor aturdimiento de la chica.

 

En vista de ello, la Perseveranda se dirigió al prior en un aparte y, casi al oído, le pidió:

 

_Padre, déjeme un rato a solas con ella, que a lo mejor yo consigo sacarle algo.

 

El mandamás, fiándose de la sabiduría de aquella superviviente de mil situaciones desesperadas, como bien decía su nombre, le dio el permiso y la orden pertinentes, y todos los demás se apartaron con discreción. De este modo, las dos mujeres se quedaron solas, como a diario durante el trabajo.

 

_Pero, vamos a ver, desgraciá _comenzó la Perseveranda_ ¿Se puede saber por qué te has escondido?

 

La actitud inicial de la muchacha fue la misma, pero, al darse cuenta de que no la oía nadie más que su compañera de fatigas, soltó por fin la lengua, aunque, por lo vacilante de su discurso, más bien parecía media lengua.

 

_Bue, bueno, te lo voy a decir, pero me tienes que prometer que no se lo vas a contar a nadie.

 

_No, no se lo voy a contar a nadie, no tengas miedo. Habla de una vez.

 

Y con palabras entrecortadas y trufadas de algún que otro jipido, la Justina empezó a desgranar su historia.

 

_Perseveranda, me da mucha vergüenza decirlo, pero es que me he enamorao.

 

_¿Y eso que tiene que ver con la que has organizado aquí? A todas nos ha pasao cuando teníamos tu edad. ¿Y de quién te has enamorao, si se puede saber?

 

_De un fraile _susurró la pobre chica.

 

La cara de la Perseveranda era para haberla trasladado a un lienzo:

 

_¡¿Qué?! ¡¿Qué dices?! ¡Tú estás mal de la cabeza! ¿Cómo se te ha ocurrido ese disparate?

 

_Yo no quería, pero se me ha ido metiendo dentro y no lo he podido evitar. En eso no se manda. Por eso me he escondido donde las monjas, a ver si me admitían y me dejaban estar con ellas, y así poder quedarme aquí cerca y poder verlo todos los días, aunque fuera na más eso. Pero luego no me he atrevido a decirles nada y me he encerrao en el váter.

 

_¿Y qué pensabas, quedarte allí hasta que te murieras de hambre? Pero vamos a ver, más que boba, ¿en qué fraile te has fijao?

 

_Eso no te lo voy a decir, ni ahora ni nunca.

 

Cumplida su misión, y visto que no podía sacarle una palabra más, la Perseveranda llamó al resto del cónclave y, rompiendo su promesa a las primeras de cambio, disparó:

 

_Ahí la tienen, que dice que se ha enamorao de un fraile y que quería quedarse en el convento pa verlo tos los días.

 

_¡Chivata, que eres una chivata! _protestó, llorosa, la infeliz Justina. _Si lo sé, no te digo na!

 

El cuadro se describía por sí solo: los padres, aturdidos, boquiabiertos e incapaces de decir palabra; el prior y los dos directores, más bien divertidos y casi sofocando la risa; la monja, estupefacta; la Perseveranda, presumiendo discretamente de sus dotes detectivescas; y la Justina, encogida, aterrada y llorando ya a moco tendido.

 

_¡Mala pécora! _estalló por fin la progenitora_. ¡Tú te has vuelto loca del to! ¿Cómo te vas a enamorar de un padre? ¿Es que no sabes que los sacerdotes son sagrados? ¿No podías haberte enamorao de un chico del pueblo, como todas las demás?

 

_Esos no me gustan, que son muy brutos _logró articular a duras penas la ya convicta y confesa. _Además, a mí me gustan los hábitos _añadió con todo el candor que le otorgaba su inocente condición

 

_¡Anda, cállate, desvergonzada! ¿Dónde has aprendido esas picardías? En casa no te hemos educao así. Y tú _dirigiéndose a su marido_ dile algo, que parece que estás pasmao.

 

_Bueno _intervino el prior, tratando de aparentar seriedad. _¿Y puedes decirnos quién es el afortunado?

 

_Ya le he dicho a la Perseveranda que eso no lo voy a decir.

 

_¿Cómo que no? _vociferó de nuevo la desolada madre. _¡Dilo corriendo o te arranco la piel a tiras!

 

_¡Que no, que no y que no! No lo voy a decir ni aunque me maten.

 

Y no lo dijo.  

 

Tras esta escena, los frailes se retiraron a sus respectivas celdas, comentando divertidos lo que acababan de presenciar, y la Justina regresó a su casa, escoltada y custodiada por sus progenitores y la Perseveranda. Durante el trayecto le cayó la intemerata, sobre todo de parte de la madre, que la iba apabullando con cosas como estas:

 

_¡Tira pa casa, pendón, más que pendón, que te vamos a tener que sacar en procesión el día de San Froilán! ¡Habrase visto, la poca vergüenza! ¡La mosquita muerta, con lo que nos sale ahora! ¡Ya te enseñaré yo a enamorarte de frailes! Mañana, a primera hora, a confesarte al Santuario, pero con el fraile más viejo, que no me fío de ti; ya estaré yo al tanto. ¡Qué disgusto, Santísima Virgen del Camino! ¿Con qué cara vamos a mirar ahora a esos benditos padres, que te habían dao trabajo y to? ¿Y qué vamos a hacer si se enteran en el pueblo? To el mundo se va a reír de nosotros y a lo mejor hasta tenemos que irnos a vivir a otro sitio. Perseveranda, por lo que más quieras, no se lo digas a nadie, que me muero de vergüenza. ¡Mal bicho, nos has buscao la ruina! Te voy a tener encerrá en casa un mes seguido, sin dejarte salir ni a comprar el pan. Y tú _le volvía a tocar al marido, que escondía su disgusto en el silencio_, ¿sigues sin decirle na? Claro, como esta ha salido a ti, sois los dos igual de modorros. De eso se aprovecha, de que siempre me dejas sola.

 

_¿Y qué quieres que diga, mujer, si con dar voces no se arregla nada? Esto no es más que una calentura de juventud. Tú es que eres muy exagerá. Ya se le pasará.

 

Y así siguieron, en el mismo plan, hasta llegar a casa, donde es que probable que la pobre Justina recibiera, además de otras lindezas verbales, algún que otro pescozón o colleja, y puede que hasta algún mojicón y algún sopapo, todo, eso sí, muy maternal y con la mejor intención, ya que en aquel tiempo estos métodos se consideraban educativos.  

 

Pero los disgustos al final se pasan y, con el transcurrir de los días, la vida fue volviendo a la normalidad. La cosa no transcendió porque en este caso la Perseverancia se portó como una señora y no dijo nada, aunque más de una vez tuvo que morderse la lengua, puesto que lo que se guardaba era un cotilleo de primera y la tentación de soltarlo muy fuerte, pero se aguantó las ganas. La Justina manifestó su culpa el confesor más veterano (al menos eso creyó su madre que había hecho, pero como es secreto de confesión…), fue absuelta y perdonada, y su desmán, al cabo de un tiempo, pasó a ser considerado una simple chiquillada, como decía el cabeza de familia. Se le permitió, incluso, volver a su trabajo en el colegio, y allá acudía a diario, más tímida y recatada, si cabe, que antes del suceso. Le había desaparecido la sonrisa que solía bailarle por la cara, pero la llamita le ardió dentro durante mucho tiempo. Era su primor amor, un amor sin duda platónico, aunque ella probablemente ni siquiera conocía el significado de esta expresión. Eso sí, la Veneranda no volvió a dejarla sola ni un minuto, no fuera a ser que le diera por desmandarse de nuevo.

 

Los alumnos no llegaron a enterarse del desenlace, ya que también allí dentro se mantuvo en secreto, y durante un tiempo siguieron preguntándose unos a otros qué habría pasado, quién habría secuestrado a la Justina durante aquellas horas. Pero la cosa no transcendió. Con todo, el “Rapto de la Justina” pasó a ser uno de los mantras más repetidos a lo largo de aquel curso, aunque ellos no supieran que quien la había secuestrado había sido su propio corazón.

 

Algo, no obstante, quedó flotando entre los frailes, sobre todo entre los que integraban aquella media docena de jóvenes todavía de buen ver, y seguro que más de uno se preguntaba en secreto si sería él el afortunado. Y, de este modo, cuando se topaban casualmente con la Justina, la miraban disimuladamente a ver si descubrían en sus ojos el secreto tan bien guardado. Pero no había forma, jamás los levantaba del suelo.

 

Y es que, a pesar de las renuncias efectuadas al profesar en la vida monástica, continuaban siendo criaturas humanas, y algo del cosquilleo que producen las consabidas mariposillas permanecía en ellos: el amor celestial, demasiado etéreo e intangible, a veces no bastaba y siempre podía resultar halagador ser destinatario del afecto de una mujer, aunque fuera solo un atisbo, aunque resultara irrealizable, aunque la enamorada fuera la Justina, tan pequeña, tan humilde, tan inocente, tan poca cosa.

 

                                                                                                                                                                                                                                                      Eugenio Cascón Martín

12 comentarios

Eugenio Cascón -

Muchas gracias, Javier, por tus palabras. Suelo echar un vistazo todos los días que me es posible a este refugio de nuestros recuerdos, así que normalmente estoy al tanto de las aportaciones nuevas, cada vez menos numerosas, por desgracia.
El relato parte de la observación de conductas similares a las que tú mencionas, manifestadas en comentarios, cogidos al vuelo, de algunas visitas femeninas en relación con alguno de aquellos frailes "de buen ver". La actitud de ellos no es difícil de imaginar, dada su humana condición. Elegí como personaje central a la entrañable Justina-Sabina, junto a su mentora Perseveranda-Veneranda, porque, en una chispa de memoria, me surgió la imagen de aquellas dos mujeres que nos prestaban unos servicios tan indeseados, por lo que algo les debemos en la distancia del tiempo, y creo (tal vez me equivoque) que no se ha hecho mención alguna de ellas en este espacio.
Un abrazo y espero seguir leyéndote.

Javier Cirauqui -

Ya sé que ha pasado mucho tiempo, y que posiblemente no leas mi comentario, pero, aún así, quiero escribirlo.
El Rapto de la Justina me parece un relato de una gran belleza. La narración es excelente y nos lleva a leerlo con sumo interés y esperando su desenlace con enorme expectación. El colegio y sus moradores están descritos con una veracidad increíble. He disfrutado un montón con el relato.
Cuando yo tenía once años, recuerdo que en Villava había un plantel de frailes jóvenes de buen ver, Torrellas, Iturbe, Arsenio, Huarte, Noceda, etc. y las jóvenes de Villava y Burlada estaban enamoradas de ellos, y cada una de ellas tenían sus preferencias. Iban a las misas, rosarios, e incluso a comprar huevos y verduras a la granja de Fray Josemari. En Burlada había muchas Justinas enamoradas, aunque no se encerrarán en el wáter, entre ellas unas primas de mi padre.
A mí me daba rabia cuando les oía hablar.
Muy bueno tu relato, Eugenio. Un fuerte abrazo. Javier.

Jose Manuel García Valdés -

Amigo Eugenio, dejaremos a la Justina y el fraile cuiden y mal eduquen a los nietos mientras tanto tu y yo comeremos ese hornazo que mencionas que, de verdad, resucita a un muerto, o dos. Aquí el día es el domingo, los niños y jovenes, cuando los había, se reunían en ul lugar fuera del pueblo; allí entre juegos ye intentos de pecar contra la carne vo.iamos el hornazo, aquí: bollo de pascua, relleno de chorizo y jamón, carne, pero no de la de pecar, aquella era un bien escasísimo, ahora que hay más y laxitud e eclesiástica, faltan los dientes o están con caries.
Espero no haberme entrometido a destiempo y sin forma.
De nuevo abrazos.

Eugenio Cascón -

Querido Pitu Valdés Casorvidense. Me da que eres algo trmposo, porque dices primero que no te acuerdas para a continuación relatar una serie de detalles que a mí no me han llegado, aunque yo creo que debe de habértelos contado alguien, porque cuando tuvo lugar la historia de la Justina y sus amores tú ya no estabas en el colegio, al que había llegado una generación más joven.
Con todo lo que cuentas, se podrían pergeñar una o varias historias derivadas (Spin-off, que dicen los nuevos ilustrados). Yo sí sé quién era el fraile que causaba los desvelos de la moza, pero no voy a revelar su identidad para que el paciente lector se esfuerce en repasar la lista de los exclaustrados que unos años después contrajeron nupcias y adivine cuál de ellos pudo ser. En cuanto a lo del prior y la Perseveranda, no me consta, pues creo que la buena mujer estaba ya casada. Con todo, y porque nunca se sabe, preguntaré a la gente mayor de los pueblos del entorno, a ver si descubro algo.
Sí consigues nuevos datos, no dudes en hacérnoslos llegar.
Un abrazo y feliz Resurrección, que por aquí celebraremos comiendo el hornazo, como manda la tradición.

Jose Manuel García Valdés -

Ah, "me se" olvidó decir, lo siento Eugenio, es que eres muy sugerente, que a consecuencia del suceso el prior perdio la fe y se " arrejuntó" con la Perseveranda y se fugaron para establecerse cerca de Mogarradaz, lugar alejado de la civilización; de poco les sirvió porque un grupo de estdiantes dem colegio, haciendo un campamento por los alrrededores, los reconocieron, dieron parte al PaPedro que, ni corto ni perezoso, los casó y los colocó en Vallecas. Hoy también son unos bisabuelos muy tiernos.
Se me acabó la memoria de aquellos hechos aue tanta convulsión causaron y qu Eugenio rescató del inconsciente colectivo.
Más abrazos.

Jose Manuel García Valdés -

Eugenio, yo sí sé quien era el fraile objeto del amor de la Justina. No pienso decirlo, de momento, salvo que me llamen de esos tabloides de la tele, bien recompensado. Lo que no alcanzo a comprender es cómo sabes la historia si cuando sucedió yo no te vi por allí. El fraile, después de muchas miradas, descubrió que él era el afortunado; habló con la Justina, pidió dispensa a Roma, y colgó el hábito. Justina colgó la bata grisacea-azulada. Se prometieron amor eterno y hoy son abuelos de cinco "guajes" uno de los cuales quiere ser fraile como su abuelo , no porque tenga vocación sino porque hay mucho paro y frailes hay pocos.
Volviendo al hecho, me gustó mucho tu relato, por como lo cuentas sí estabas allí y a saber si no hubo algo inconfesable.
Disfruta de las Semana Santa "mogarrefense" ( o no). Yo en casorvida sin cura ni fraile.
Abrazos.

Eugenio Cascón -

Gracias, amigos, desde Mogarraz, con una Semana Santa tan humilde como siempre, pero con más visitantes que nunca, ateridos de frío, los pobres, en este Viernes Santo que amenaza nieve. Alguna pareja se ve, no obstante, tratando de entrar en calor con arrumacos recíprocos, pero no son frailes ni Justinas. Un abrazo para todos.

J.M. de Pablos -

Eugenio, eres genial describiendo y usando el lenguaje. Mejor no se puede hacer.
Como se nota que eres de ese pueblo tan querido.
Estamos esperando,(según Ramón...) alguna gran sorpresa de eso que tienes metido en alguna carpeta y que tanto te cuesta abrir.

Un abrazo.

Javier.

Alfonso Losada Vicente -

¡¡Qué intrigante !!
Según lo iba leyendo no quería que se acabara, estaba muy interesante. El lenguaje me era ,como familiar.
No sé que decir, para mi, soberbio ; alguien sabrá darle mejor calificación, ya verás.
Sigue, de vez en cuando, endulzándonos con relatos como este.
Un abrazo. Losada

Carmelo Flórez -

¿Seré yo?, ¿seré yo?, ¿seré yo? ...
Los latentes anhelos de nuestra vanidad siempre al acecho.
Estupendo, Eugenio. Gracias

Ramón Hernández Martín -

Aunque para de noche sea ya muy tarde y de madrugada muy pronto, gracias, Eugenio, por el chaparrón de humanidad que has derramado sobre pasillos, claustros, excusados, aulas y dormitorios. En Corias, que aquí aparece como prehistoria de La Virgen, un castigo por fechoría inocentona, pero que haría temblar a los mismos nazis, me obligó a limpiar retretes, y un tráfico de influencias ingenioso, no como los descarados y cutres de nuestra clase política, me encumbró al apetecido oficio de sacristán de la capilla. Me tocó lo más humillante y lo más excelso de la cosa, ricas experiencias para un niño de pueblo trasplantado a un huerto de pura bondad. Pero no podéis haceros ni idea de las juegas que nos montamos los tres condenados a galeras (las otras dos víctimas eran una de Cacabelos y otra de León) cuando cumplíamos nuestro "ejemplar" castigo de sucia reinserción apostólica. ¡Cómo te comprendo, querida y envidiada Justina enamorada! ¡Jajajá! Gracias de nuevo, Genio.

Joaquín Urbano -

Me ha encantado Eugenio. Me he sentido inmerso en esta bella historia. Casi, casi estoy seguro que yo participé en la misma como encubridor del fraile que enamoró a la Justina.
¡Que gozada!.
Un fuerte abrazo. Joaquín Urbano.