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Reflexión contextualizada (Por Ramón Hdez. Martín)

Reflexión contextualizada (Por Ramón Hdez. Martín)

Os dejo la primera parte de un texto que me ha enviado nuestro compañero Ramón Hernández Martín, sobre el que el propio Ramón me confiesa y reconoce sus dudas al enviármelo. 

Esta furrielería no es quién para considerar la procedencia de su publicación en el blog, aunque podría desentonar y hasta incomodar a algunos. Hasta el día de hoy, pocas cosas están archivadas en la papelera.

 

Este es un blog que nos ha permitido mirar y aceptar el pasado común a todos nosotros, pues sobre ese pasado se sustenta una comunidad virtual como esta, tan propicia para fomentar simpatías, amistades y fraternidades, nunca desprecios ni condenas. 

 


 

 

 1ª) Parte: “contextualizada”

 

El hecho de que este blog se haya animado tanto estos días de reclusión, cosa que es muy de agradecer, con temáticas casi monocordes, sinceras y emotivas, muy bien aderezadas literariamente, para reavivar la memoria sobre nuestro inmediato pasado, todavía tan sensible y doliente, me anima a exponer la “reflexión contextualizada” que sigue. No pretendo poner en solfa nada de lo que aquí se ha dicho tan bien y tan justificadamente, sino complementarlo, si fuera posible, con mi particular aporte, tratando de sacarle partido. Ante todo, pido disculpas por un texto que ha de ser forzosamente largo y muy ceñido a lo personal, al tiempo que ofrezco a nuestro querido furriel, Josemari, completa libertad para que, a su buen criterio, lo publique o lo archive en la papelera.

Cuando se mira a un pasado tan turbio como el nuestro, ningún acontecimiento debe descontextualizarse, igual que no debe entresacarse una frase de un párrafo o de un texto, pues se corre el peligro de distorsionar el acontecimiento o de, cuando menos, enturbiar lo dicho. En ese endiablado pasado nuestro, sin embargo, hubo millones de cosas de magnífica factura, de una parte y de la otra, en caso de seguir hablando todavía de dos Españas, cosa que yo me niego a aceptar, pero también ambas Españas fueron responsables de otros millones de acciones vituperables, de bajezas morales y de crueldades inasumibles.

 

1.- Hechos pertinentes de mi propio entorno

Primero:  mi padre estuvo tres años en la guerra civil como voluntario, en el “bando” nacional. Digo “voluntario” porque en el tallaje de la quinta del 30, a la que pertenecía, le faltó un centímetro de altura para ser apto para el servicio militar. Aunque pequeño, era un hombre muy fornido, con músculos de acero, y tenía un carácter endiabladamente fuerte. A este respecto, baste decir que, en cierta ocasión, siendo yo niño, subió por una empinada escalera, cargada a la espalda, una piedra de unos doscientos kilos (los presentes temían que quedara aplastado), y que su marcha a la guerra se debió a un cabreo monumental con su padre, mi abuelo, cuando en el 36 estaban construyendo un puente en Miranda del Castañar (mi familia paterna era constructora, sobre todo de carreteras). 

Tras el cabreo con el abuelo, cogió su petate y se marchó andando a Salamanca (85 kms), donde se alistó en el bando nacional, el único de la zona. Estuvo en la guerra todo el tiempo que duró, primero en las avanzadillas de Brunete, luego en El Ebro y finalmente en Madrid. En su primer destino fue uno de los cinco supervivientes de un batallón de setecientos hombres. A la voz de “sálvese quien pueda”, cuando llevaban cinco días sin comer ni beber, saltaron sus propias alambradas y huyeron. En una escaramuza o golpe de mano, había perdido el conocimiento. Sus compañeros lo dieron por muerto. Al recobrarse a media noche, apercibiéndose de que estaba en campo enemigo, reptó más de un kilómetro para llegar hasta sus propias trincheras. 

Tras el fin de la guerra, retornó a casa ileso, y como único botín se trajo de Madrid un viejo gabán que usaba para protegerse del frío y una enciclopedia de un tomo. Le vi manejar aquella vieja enciclopedia muchas veces. Realmente era un hombre ávido de saber.  De inmediato, le ofrecieron la alcaldía de Mogarraz, pero la rechazó de plano, argumentando que tenía bastante con gobernar su casa. 

Solo tras su muerte, acaecida en 2001, sus hijos supimos que tenía una cartilla militar en la que se le reconocía su valor y su ejemplar comportamiento y se lo premiaba con algunas medallas. Nunca se sirvió de ella, aunque podía haberle sacado mucho partido. 

Todo lo dicho no fue óbice para que, en algunas elecciones, votara a Felipe González. (Seguro que Baldo se alegra de saber todo esto debido a la empatía que tenía con mi hermano Sebastián, compañero suyo en La Virgen del Camino, que murió hace ya casi siete años debido a un cáncer de próstata).

Solo como curiosidad interesante, diré que en los años 42-43, muy poquito después del fin de la guerra, mi padre y sus hermanos, bajo la supervisión del abuelo, construyeron la carretera que va de Mogarraz a Monforte de la Sierra, un panorámico trazado que hoy se ha convertido en paseo muy frecuentado por los habitantes de ambos pueblos. Una parte de ella está integrada en la senda peatonal “Camino del agua”, la primera ruta senderista de la Sierra de Francia y, todavía hoy, una de las más bonitas. Se trata de una carretera de dos kilómetros, a lo largo de los cuales hay dos magníficos puentes de cantería y dos grandes muros de contención. La obra se hizo por 63.000 ptas. La pagó el pueblo de Monforte con la venta de una corta de castaños en el Monte Egido de su término municipal, ladera orientada al nordeste que ofrece una panorámica espectacular de Mogarraz. Los dos mejores castaños de esa corta se regalaron a la Peña de Francia para la construcción del monasterio.

Segundo: en el bando contrario, aunque ni él ni mi padre tuvieran una definición ideológica determinada, estaba un tío mío, o mejor un primo carnal de mi madre, que fue capturado en los inicios de la guerra por un grupo de falangistas. Una vendetta cuyos detalles conozco. Una noche, los falangistas lo subieron a él y a un amigo suyo a un camión y los sacaron fuera del pueblo para fusilarlos.  Por fortuna para ellos, los falangistas iban borrachos como una cuba, circunstancia que aprovecharon para lanzarse del camión en marcha y escabullirse entre las vides.

Al amigo lo hirieron de un tiro en una pierna, lo capturaron días después y lo metieron en la cárcel, de donde fue rescatado por buenos avalistas. Al primo de mi madre lo ocultó en el monte un pastor de cabras, un hombre de izquierdas y, a la sazón, más pobre que una rata, aunque después hizo fortuna y tuvo 6 hijos, con todos los cuales mantengo muy buenas relaciones. Era un buen hombre y, con el tiempo, mi padre trabó amistad con él, tanta que fue él quien lo convenció fácilmente para que votara los “cien años de honradez” que predicaba Felipe González. Digo “fácilmente” porque la honradez era sacrosanta para mi padre.

El bueno del pastor solo confió su secreto del monte a un abogado de Mogarraz, un bondadoso hombre de derechas, muy religioso y de posibles, que fue quien proveyó todo lo necesario para el sustento del huido durante los largos meses que duró su ocultamiento.  

Tercero: tras ese fusilamiento frustrado, los falangistas no tardaron en volver por Mogarraz para capturar a otros cuatro mogarreños, entre ellos al abuelo de Gerardo Barrado. En esta ocasión, los maniataron antes de subirlos al camión para que no pudieran escaparse. Ya en Ciudad Rodrigo, un capitán del ejército reconoció a uno de ellos por haber sido jornalero de su padre y lo liberó. El pobre hombre retornó caminando a su casa (45 kms) y llegó cuando ya sus familiares y vecinos estaban velando su muerte. Los otros tres fueron fusilados y enterrados en alguna cuneta del campo de Salamanca. 

 

 

2.- Actuaciones mías con ese trasfondo

 

Lo expuesto explica que, desde muy pequeño, yo comenzara a hacerme a la idea de que la guerra civil había sido una salvajada entre españoles, cuyo odio los había llevado a matarse unos a otros sin contemplaciones. Ello explica también, posiblemente, la razón de porqué después yo emprendiera las dos actuaciones a que me refiero a continuación.

Primera: recién iniciado este siglo, mucho antes de que en España nadie pensara ni remotamente en una Ley de Memoria Histórica, un tío de Gerardo Barrado, en una de las conversaciones que solíamos tener, me contó que le gustaría localizar los restos de su padre para honrarlo y enterrarlo dignamente en el cementerio de Mogarraz. Sin dudarlo ni un segundo, me ofrecí a apoyarlo en todo lo que pudiera, más en lo emocional que en la logística requerida para ello. Como por aquel entonces yo publicaba un artículo en cada número de un periódico mensual gratuito de la Sierra de Francia (aún sigo haciéndolo), difundí a su través el intento y expuse que era un derecho incuestionable de los familiares de todos los muertos en la guerra poder localizar a sus seres queridos para honrarlos como era debido y enterrarlos como Dios manda. La cosa no prosperó debido a las dificultades insalvables para localizar el cuerpo. Seguro que hoy habría sido más fácil. Decepcionado, el tío de Gerardo me dijo un día que desistía del intento. Resignados, ambos coincidimos en que, después de todo, la mejor sepultura para nuestros seres queridos son nuestra memoria para recodarlos y nuestro corazón para seguir amándolos. 

Segunda: por esa misma época, año antes o año después, me decidí a dar el primer paso para tratar de conseguir algo que hacía tiempo me bullía en la cabeza. Me estomagaba que los españoles siguieran odiándose y enfrentándose de la manera en que lo hacían, después de tanto tiempo, y me ilusionaba conseguir que mi pueblo fuera pionero al llevar a efecto una concordia nacional definitiva, profunda y fraterna. Me propuse, ni más ni menos, transformar el hermoso “monumento a los caídos por Dios y por España”, situado a la entrada de Mogarraz, en un “monumento a la concordia nacional”. Aquel monumento se había construido, tras la guerra, con la piedra testigo de la condición de villa de Mogarraz, que siempre había estado en la plaza mayor, utilizada en él como base a la que se añadió una cruz de hormigón. En esa cruz se grabaron los nombres de los tres mogarreños del bando ganador que habían “caído” en la contienda. 

Pues bien, en una conversación con el pintor y escultor mogarreño Florencio Maíllo, el que le ha dado al pueblo un realce mundial con los más de setecientos retratos de mogarreños que ha colgado en las paredes de las casas, le propuse que estudiara la mejor forma de realizar dicha transformación. La conversación tuvo lugar en la terraza de su casa, anexa al restaurante Mirasierra, justo frente al monumento en cuestión. Se sorprendió y opinó que sí que se podría intentar. Al amigo Florencio le dije también que, de respetarse la inscripción con el nombre de los “caídos”, sería preciso añadir el de los otros cuatro mogarreños que habían muerto con motivo de la contienda: los tres fusilados por los falangistas a que me he referido y un mogarreño más, emigrado a Asturias, que había muerto en el cerco de Oviedo. 

Lamentablemente, la propuesta no prosperó debido a que entonces gobernaba el pueblo un hombre muy primario y muy extremista, con enormes veleidades ultraderechistas en la cabeza, alguna de las cuales tuvo resonancia nacional (tocar el himno nacional en la iglesia). Cuando una buena amiga mía socialista lo remplazó en la alcaldía de Mogarraz, volví a la carga y le comenté esa posibilidad. Ella me pidió que tuviera paciencia, que algo se haría en ese sentido. Aprovechando que en torno a dicho monumento se construyó el “Museo de lo ibérico”, otro excelente establecimiento hostelero de Mogarraz junto con el Restaurante Mirasierra y el Hotel Villa de Mogarraz, todos apiñados a la entrada del pueblo, quitó la cruz con los nombres, dejó la piedra base y puso una placa metálica con un poema del libro “La herida absurda”, elegido para la ocasión por su autora, Francisca Aguirre, que era muy buena amiga suya. 

Se trata de un poema in crescendo con la sangre como leitmotiv, que emociona tanto como asusta: “Detrás del miedo siempre está la sangre. / Y detrás de la sangre siempre hay un abismo. / Y detrás del abismo siempre hay una herida. / Y detrás de la herida siempre hay una historia. / Y detrás de la historia siempre hay una vida. / Y detrás de la vida siempre hay un espanto. / Y detrás del espanto siempre hay mucha sangre”. El monumento sigue ahí, pero ya no en honor de los “caídos nacionales”, sino de cuantos murieron en nuestra infausta guerra. Ingenuo de mí, la primera vez que lo leí le dije a la alcaldesa que, aunque rompiera el ritmo, merecía la pena añadirle un último verso que me parecía necesario y apaciguador: “Y detrás de la mucha sangre tiene que haber mucha fraternidad”. No se hizo, pero su razón va de suyo.

(Ramón Hernández Martin

Escrito el Jueves Santo de 2020)

3 comentarios

Antonio Argueso Gonzalez -

Me ha encantado, Ramón; lo he leído con mucho interés. Y me ha dado envidia porque mi familia no se hablaba de aquel periodo. Es más, en una ocasión pasó por Llano, mi pueblo, una buena amiga, profesora de Historia Contemporánea en la Universidad Libre de Bruselas. Mientras yo andaba preparando la comida, habló con mi madre mucho rato. Cuando se fue la amiga mi madre me soltó: "no me gusta esa chica" "¿Por?" respondí. "Pregunta demasiado sobre la guerra civil, sobre cómo la vivimos, si había división en el pueblo...". Alguna vez sí me contó algo; pero seguro que se calló mucho.

Ah y para mí al menos es una pena que en el monumento no figuren los nombres de todos los que del pueblo perdieron la vida; me gustaba más esa idea que el poema que transcribes.

J. M. de Pablos -

Ramón,de toda esta primera parte ya estaba informado por parte de Gerardo y en alguna ocasión de tí mismo.
Recuerdo a tu padre desplazándose a los lugares de trabajo en una "Lambretta" .
Quedo con la intriga de la segunda parte.
Un abrazo.

Luis Heredia -

Pues a mi me parece muy bien que lo hayas colgado siguiendo el hilo de los comentarios de la foto de la procesión pasada. Y que lo hayas escrito el Día del Amor Fraterno, muy acertado. Todos hemos vivido experiencias al calor de una comida familiar o compartidas con los protagonistas.
Nos honra que en nuestro caso, después de todo lo oído y vivido, hayamos solucionado discrepancias y confrontación de ideas usando simplemente la palabra y el diálogo bien entendido. O sea, escuchando a los demás. La sangre nunca llegará al río.