Texto que escribe Pedro G. Trapiello en el libro EL CANDOR Y LA CULPA de Santos Vibot
Besar el manto del cielo desde una escalera de lágrimas
Me he tomado mi tiempo en leer y releer el libro que en estos momentos tiene en la mano el lector y he de advertirle de que el amoroso vendaval que en estas páginas se aquieta le agitará, le sosegará y le confundirá avivando brasas dormidas de viejas fogatas donde a cada cual le ardieron los sueños y los deseos.
Vaya por delante también que me siento muy honrado de verme en la puerta de esta canción dando la entradilla, aunque he de advertir que no tengo más juicio literario que el rabel de mis tripas ni más noción poética que la que me dicta este corazón, ya de bronce con badajo de lana. Quizá por eso estos versos tocaron ahí sonando a campanazo de catedral, a campanil de convento o a esquilas en prado montés cuando se van las rimas de excursión al gozo.
Sorprendido y admirado por el diseño y concepto de la pre-edición, concluí por fuera que este es un libro de moderno clasicismo y audaz hechura y, en su adentro, un ardor de preciosismo poético y de oleajes vigorosos que se mueren en caricias en la arena, un relato luminoso de una recapitulación vital, una declaración de amor sin capitulaciones y una conjura contra la fealdad, la muerte y el horror del corazón sin palabras, vaciado.
El resultado, esta joya.
Diré sólo que de la intensidad poética hablan por sí solas estas páginas que delatan una pluma afinada en el diapasón de los maestros (el lector no necesita más guía de fuentes que la que el autor describe con elocuente precisión en el preliminar de esta obra)… y solas hablan estas páginas de la magnitud de esa pasión sostenida, del tiempo que, aún volando, no pasa y revive sacramentado con sólo un toque de melancólica campanilla… y de la mística de la pasión, del estilo destilado, del esmerado detallismo tipográfico o de la sonoridad de los blancos silenciosos que el lector va colmando con los ecos de cada página volteada. El resultado, este gozo.
Cuando llegue el lector al libro quinto, Para Fernando más allá de la muerte, confirmará que si todo este libro de libros late y emociona, aquí desboca el corazón con el sentimiento cierto de lo que fue y con el propósito de robarle a la muerte el fuego que nunca podrá morir en la memoria para entonar a cada instante toda la canción que quedó pendiente; ah, y sin que esté invitada al coro la tragedia de la desesperanza ni el hondón de la tristeza.
Y cuando ronde las últimas páginas el lector ya habrá llegado a la conclusión de que el redondo título de este libro, El candor y la culpa, no es un acorde que funde sus notas en una sola espalda, sino un arpegio, notas sueltas, distintas. Es candor y culpa, no un canculpador acordado. Aquí cada cual tiene su vereda y si el candor es culpa de uno, la culpa es siempre de otro, que por eso sale el autor absuelto de de cualquier culpa en aquel su primer amor que aquí relata, ideal compañero de pupitre, ultimando la voz blanca, escolanos en un coro que bordaba a crucetilla haendeals o palestrinas mientras el órgano del padre Uría intermediaba el ritual con pedazos de Bach, esa música que para Cioran era «una escalera de lágrimas que sube hasta Dios» (vaya, por ella subían también las nuestras, borrachas de incienso, de culpas y de bendita sea tu pureza).
Aquí es donde quería llegar yo (o volver), a ese tiempo germinal, a la patria de aquella temprana edad donde empezó la obstinada persecución del pálpito y de la belleza, qué afán. Estudiando para frailes. Eran frailes blancos y radiantes que la capa cuaresmal tornaba en negros. Lugar de vientos que arrician desde el Teleno otoñal y de heladas negras que enlutan febrero y escalan las camas. Era La Virgen del Camino y era ese tiempo que para Santos Vibot fue sin duda el rapto feliz de un cándido muchacho de provincias perplejo y admirado al ser transportado al descubrimiento del saber y de la armonía que agranda bóvedas y lanza el oído a las estrellas. Aquel colegio. Apostólico y poco romano. Ahí me recuerdo yo, en su curso, ocho años con él remando salmos y soñando ensalmos. Y aquel santuario, ah… rabioso vanguardismo con el que Curro Coello de Portugal le hizo un guiño a Le Corbusier, geometría sepulcral de muro limpio, retablazo barroco para jugar a dos tiempos antagónicos, preñado su silencio de polifonías jubilosas o penitenciales que se perfumaban con el olor de madera de Guinea que enlosaba ese templo al que da entrada la tortura metálica de unos colosales apóstoles salidos de algún volcán. ¡Y cuánta chavalería alocada!... o en filas indias al igual que nazarenos… nazarenos, nazarenos, unos cuatrocientos, indio más, indio menos. Todo un bachillerato para crecer. Fragor de clases y penando ensayos. Suena en cada aula un piano. Machado nunca duerme si le secuestras en un libro de la colección Austral que escondes en la camarilla. Una mandolina napolitana campanea en la rondalla con el vals del Emperador. En el teatro, el escuadrón de Alfonso Sastre pide vez a Calderón o al Hospital de los Locos. El invierno de Trento se tumba sobre la primavera conciliar. El amor balbucea en rincón oscuro y el beso se limita a la custodia o a un manto en el camarín de la Virgen. La huída a los sueños se hace volando en un libro secreto o en un poema de Amado Nervo que desmiga suspiros. Y aún así, aquellos cerezos se desabotonaban en flores cada año para que Vibot los viera y los ensoñara, aunque solamente tras los ventanales de una cárcel de cristal donde estaban presas las miradas y el tedioso estudio, aunque los reojos se nos fueron aquel año a los paseos de algún fraile que acompañaba instruyendo a Juan García «Mondeño» en su «llamada», aquel torero en su cenit que decidió meterse fraile con conmoción nacional y que por san Juan acarreó hasta el colegio al elenco de matadores de fama que jamás se vio junto en España como aquel día… ¿y aquel gallardo y enjuto mejicano trajeado de alpaca y galante que cada poco iba a verle, cada muy poco?... años después supe que había sido su gran amor y allí seguía en la orilla de Juan… entendí entonces por qué tenía siempre un gesto severo como de peana de Dolorosa donde se talla un «O vos omnes».
Aquel tiempo escrituró las sendas que vendrían. Las claves de este libro ahí palpitaban ya.
En fin, celebrará el lector conmigo que, además, el autor haya roto la pana en esta antología y haya colgado el hábito de la ambigüedad con el que la literatura ha tenido que ir velando los culposos amores masculinos… pues aquí va rota la pana ruda… y rotos también los calzones, ese ropón ampuloso que como bragas maragatas o moras enclaustró lo viril durante siglos y que aún sigue embraguetando tanta mollera hoy en día… porque este libro es, en toda regla, un romper el calzón como quien rompe la camisa clamando desgarro o promesa jurada a pecho descubierto… aquí va la valentía saludable de la desnudez… romped el calzón, os digo, que «a calzón roto, cojón sano», pudo recordarle Don Sancho a su Quijote escudero.
Pedro García Trapiello
nota.- fotografía de la contraportada del libro con textos de Luis M.de Merlo y Pedro Trapiello
6 comentarios
Vibot -
Carmelo Flórez Cosío -
Yo no pude ser compañero de Vibot ni tuyo, porque soy algo mayor, pero espero disfrutar de su inspiración poética tanto como de tu prosa, siempre tan divina.
Vibot -
Los de tercero estábamos en la parte de atrás del todo, al fondo del estudio. Mi pupitre estaba en el lado izquierdo según se miraba a la puerta junto a los ventanales que daban al jardín de cerezos y los campos de deporte. A mi derecha se sentaba Iturriaga, pálido pero fuerte y rotundo de cuerpo, con unas preciosas manos blancas que después serían las del mejor guitarrista de la rondalla, junto a las de Marcelino. En las mañanas soleadas -y había muchas incluso en los crudísimos inviernos- Pedro, que se sentaba una fila por delante pero a la izquierda del todo, junto al cristal, sacaba de uno de sus bolsillos un pequeño y precioso reloj de sol rectangular de madera muy ornamentado caligráficamente de roleos florales con papeles pegados por fuera y por dentro. Lo abría ceremoniosamente en ángulo recto tensando el hilo rojo que servía de normón y, como si se tratara de un valiosísimo objeto de alta precisión, lo colocaba suavemente sobre el pupitre e, inclinándose teatralmente con misterioso aire de alquimista, dedicaba un largo rato, sabiéndose observado y envidiado por poseer tan preciado juguete, a orientarlo concienzuda y minuciosamente hasta que la sombra del hilo incidiera con toda exactitud en la hora solar del cuadrante. Tenía este relojito además en su parte horizontal, una hendidura circular en la que se alojaba una pequeña brújula con su agujita negra suspendida en su eje, temblorosa y magnética.Sólo entonces se disponía a estudiar...o a ensoñar aventuras fluviales, literarias o pictóricas, que ya era muy artista desde niño este Pedro Trapiello. Por las mañanas entraba a raudales aquel sol invernal esmaltando de reflejos dorados nuestras pequeñas cabezas, nuestras manos pequeñas, nuestras pequeñas vidas soñadoras en aquel ala izquierda del estudio... Ya en Caleruega, con quince y dieciséis años -¡qué sabría yo de aquellas teologías a esa edad!- el padre Pedro y el padre Alcalde nos pidieron escribir un pequeño trabajo a cada uno y el mío versó sobre la virtud teologal de la Esperanza. Encuaderné mis folios en una carpeta que confeccioné con dos delgadas tablas rectangulares que encontré en un trastero del convento y que uní por uno de sus lados largos mediante un cordón. Le pedí a Pedro que me pintara en una de ellas la portada y me compuso -no solo en la portada sino en las dos tapas- una maravilla impresionista predominando los tonos verdes rasgados de amarillos y de geniales rasgos rojos. Precioso. Totalmente evocaban un óleo de Monet.
Y ya en la verde y embriagadora bruma de La Caldas Pedro se fue. Los argumentos que nos dió a los amigos para su partida, con unas palabras inolvidables, fueron tan sorprendentes y originales como era todo en él desde que, embelesado y magnetizador, orientaba el normón de su reloj de sol a sus doce años bajo el melado sol de las mañanas en aquellos inviernos de la infancia que se llevó la trampa, el implacable tiempo, ese tenaz ladrón de nuestras horas.
Y ha pasado la vida con zarpas de ciclón y horas serenas y hemos vuelto a encontrar a los amigos de aquella infancia azul en el colegio...
Hace unos cuatro años le pedí a Pedro, entregándole el borrador de El candor y la culpa aún en fase de preedición, que escribiera algún texto para mi libro. Y la respuesta, como podéis comprobar más arriba, no pudo ser más generosa. Aunque él minusvalora sus dotes de crítico de poesía, la perceptividad y originalidad de sus observaciones y el crepitante e inventivo verbo en que las vierte ponen siempre -como en sus impagables artículos de Cornada de lobo a diario en la prensa de León- el dedo en la llaga y el frescor de su ingenio que hace verlo, sentirlo más bien, todo más claro.
Lamento sin embargo en esta ocasión que, por intrincadas razones editoriales, un error final en la imprenta, no aparezca finalmente en la edición todo el texto completo como podéis leerlo aquí, aunque sí -íntegra- toda la primera parte. Con ella, como el mejor broche de oro imaginable, queda brillantemente coronada y guarnecida esta obra que siempre permanecerá agradecida y acompañada y en deuda con el inimitable, lúcido, deslumbrante escritor Pedro García Trapiello.
Carlos Tejo -
Y algunos lo cuentan como Pedro, con ese final en tromba y otros lo reviven, esos años y los siguientes, como mi compañero Vibot, con palabras qun huelen y que duelen.
¿Estuvimos todos a su altura?
Él sabe que lo voy a leer y, como este prólogo, a releer.
Luis Heredia -
El deporte, la música, la enseñanza, la arquitectura y el diseño que vivimos lo consideré secundario a lo largo de los años.
Aquel tiempo escrituró las sendas que vendrían
José Luis Suárez Sánchez -