Querido Antonio, eres un genio. Me he atrevido a poner esta fotografía del Teatro nevado con la sombra del P. Enrique; espero que no te disguste. Un abrazo, amigo.
Hola, José Mari
Yo no tengo postales por la sencilla razón de que, como el Pitu (aunque menos, que él en esto y sólo en esto, me gana) soy un poco manazas con lo de la informática. Así pues te adjunto, para hacerme perdonar tanto la postal como el amplio silencio, un cuento de "nuestra entrañable época".
A ti y a todos los blogeros, ya sean activos, medio activos e incluso a los perfrásticos, unas familiares, pacíficas y muy Felices Fiestas de Navidad.
Un fuerte abrazo desde esta fría región cuyo viento cortante y helado me recuerda al de allí.
Antonio Argüeso
Era por estas fechas, bueno, posiblemente unas semanas antes. Eran las 14:40, todos en fila en la “recreación” del Colegio Mayor bajo la “dirección” del P. Lebrato. Había hecho mucho frío, ese frío leonés de viento y agua, pero había amanecido soleado y, la verdad, no hacía para encerrarse en el estudio. Y no sólo nosotros pensábamos así pues el P. Lebrato nos anuncia que, para aprovechar uno de los posibles últimos días de buen tiempo, habían decidido suspender las clases y llevarnos él y el P. Enrique de paseo, creo recordar que a Trobajo del Camino.
El griterío de alegría de 250 jóvenes fue estrepitoso, atronador. Puedo comprender al pobre P. Lebrato, él tan comedido, delicado. Sus oídos difícilmente podían resistirlo. Cuando por fin vuelve el silencio, muy suavemente inicia una de sus clásicas peroratas, sin levantar la voz:
-“Siempre es igual, no sabéis controlaros, es que no os merecéis este paseo…”
Y justo en este instante aparece el P. Enrique:
-“¿Qué pasa?”
El P. Lebrato le explica el griterío en dos palabras y
-“Chavalines, pues nada de paseo, al estudio y después, a dar vueltas al campo ¡en silencio todos!”
La mayoría, lo tomamos como una injusticia manifiesta y preparamos una, ¡vaya si la preparamos!
Pero vuelvo a señalar que mis recuerdos de la época siguen borrosos, por lo que espero que a más de uno esto que cuento les traiga evocaciones más detalladas (¡venga, Javier! Anímate que tú sí tienes recuerdos precisos) y lo complete.
Pocos días después estamos todos en fila de nuevo. El silencio es sepulcral (más que de costumbre, si cabe) pues quien vigilaba ese día era el P. Enrique. Habían dado para merendar avellanas con pan. ¿Lo recordáis? Desde entonces guardo esa costumbre, aquí considerada como bárbara (¡sabrán ellos!) de comer avellanas y/o nueces con pan. Pero bueno, volvamos al P. Enrique.
En el impresionante silencio de la enorme recreación, en la esquina opuesta a donde se hallaba el P. Enrique, se oye el chasquido sonoro de una avellana. El P. Enrique se lanza, amenazante, hacia de donde provenía el ruido y, conforme se va acercando, en la otra esquina se oye el mismo chasquido de avellana triturada. Se revuelve encolerizado, su redonda faz está roja de ira y rabia y se dirige, más amenazador aún, hacia el “otro frente”. Conforme se aproxima, los ruidos de crujidos de avellanas se reparten, de una forma sabiamente organizada, por toda la recreación. Más de uno tuvimos problemas en tragar las cáscaras, pero nos las trabamos, por lo que nos esperaba si no, claro.
No recuerdo el final. Creo que ni castigo hubo. Espero que haya memorias más precisas que la mía y completen la historia o cuenten otras.