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Antiguos alumnos dominicos VIRGEN DEL CAMINO - LEON

EL SUEÑO CONFUSO DE DACIO

EL  SUEÑO  CONFUSO  DE  DACIO

Aquí tenéis los sueños que mi querido compañero de yeguada (la mejor, lo siento) Avelino Dacio García González ha guardado durante estos últimos cuarenta años, vamos, un ratín.

En el sueño va cobrando vida lo mejor de la yeguada, Arango, Avelino, Chuchi, Alfayate, Fueyo, Oscarín, Sarmiento, Vallina, Bandera, Joséantonio, Graña, Vieites, Javidelvigo, Muñiz, el Ministro, el Napi, Barrio, Ochoa, Correas, Cortés...

Un abrazo amigo y un beso con mi cariño para Ascensión.

Mi querido amigo Cortés:

Ignoro si por aquello de las compensaciones -tú sabes de qué hablo-, los dos últimos fines de semana Ascensión y yo hemos disfrutado con las visitas de Sara, Arango, Juana y Criado, primero, y de Eva, Barrio, Mª Angeles y Alonso el último sábado.

Y desconozco cuál fue la causa. Que en estas industrias nunca puede tenerse plena certeza, aunque uno siempre intuye cosas. ¿La “cara” degustación en compañia de Eva, Mª Angeles, Ascensión, Barrio y Alonso, amén de tu oportuna llamada? ¿Las evocaciones de tiempos pasados e inevitables anécdotas surgidas al calor de los manteles? ¿Los últimos apercibimientos para participar en el Blog, apercibimientos que mis contertulios se encargaron de recordarme? ¿Las alusiones directas del inolvidable Del Vigo Palencia?

El caso es que tras la larga velada -sobrepasamos en tal quehacer las dos de la madrugada-, tuve un sueño confuso y anacrónico, inquietante en alguno de sus pasajes. Las escenas se superponían sin orden cronológico, con protagonistas desubicados en el tiempo en más de una ocasión.

En fin, aún a riesgo de que en él se filtren connotaciones freudianas –no quisiera someterme a las interpretaciones del cuadro psicológico gijonés-, te remito su transcripción. A ver si con ello calmo las peticiones delviguianas. A él, con todo afecto, va dirigida la historia.

Al abandonar con harto pesar, forzado por las alegres melodías de Schubert -alegres pero fuera de lugar- el refugio de las siete mantas que me daban cobijo, para humedecer cuidadosamente la nariz y fragmentos del cuello con las gélidas aguas del grifo, dirigí una temerosa mirada hacia la oscuridad que repiqueteaba en el empañado cristal de la ventana. Los augurios de la noche anterior se confirmaban, pues que ya era posible vislumbrar la jornada de rigor mesetario que nos aguardaba fuera. Era, aquel, día señalado como campestre. Que los dioses tuvieran a bien premiar al visionario elector de la fecha con un destino lejano a nuestros lares. Mejor, consideré, estaríamos en la cama, o disfrutando de la paz de los claustros, pero la jornada se había programado como campestre y los bollos preñaos estaban encargados, por lo que no quedaba otro remedio que lanzarse al paisaje estepario. Poco importaba el frío y la amenaza de nieve. La suerte estaba echada -supongo que el que en el sueño no aparezca la frase en latín, es perverso y particular homenaje a personajillo de infausta memoria.

Poco recuerdo del camino, si acaso que el progresivo despejar de las brumas iba corroborando, por mor del cielo encapotado, lo que nos aguardaba allá, en el frente. Mas, voluntariosos que éramos, la cosa transcurrió de forma animosa, eso sí, con la barbilla hundida hasta el pecho por ver de dificultar al frío la entrada insidiosa en los pulmones. ¿Encontraríamos en Quintana algún refugio confortable?

A lo que parece va a ser imposible hacerse con el control del armatoste. Con los brazos extendidos y usando como ariete el apéndice nasal, Fueyo permanece dentro del bamboleante artilugio, procurando dar forma de dos aguas al chamizo de lona, al tiempo que Correas, Alonso y Cortés sujetan la lona, pese a que ésta amenaza con arrastrarles y darles ilustrativo viaje de parapente sobre las encrespadas olas del mar. José Antonio y Vallina intentan mantener la serenidad ante los martillazos que, en los vientos que sujetan sus temblorosas manos, descargan sin desmayo Avelino y Alfayate. Pero, una y otra vez, los artilugios se muestran inefectivos en la arena. Graña, Arango y los dos Muñices transportan grandes piedras con que afirmar la tienda de campaña e impedir su vuelo, pero todo en vano. Un aire huracanado acomete intempestivo la ciudad escolana que pretende colonizar la playa. Chuchi y Bandera transportan con gesto hosco el saco de latas y sobres con que han de preparar la cena en el hornillo de gas que Oscar se esfuerza por mantener encendido, en tanto que, con gesto socarrón, Barrio desmenuza en silencio la pieza de bacalao que a la mañana siguiente nos será suministrado para afinar voces. Ordenes guturales cruzan el campamento para alentar a la tropa.

Desde un altozano, cámara en ristre, Herrero inmortaliza flemático la escena.

-¿Qué ocurre, Dacio?

Me vuelvo con sobresalto, para descubrir la pétrea figura de Pedro. Tras él atisbo la presencia amable de Huarte, tentándose la nuez.

-Pues ya ve, su Gracia -respondo con una mano en la boca, a manera de bocina, para mejor hacerme oír. Nadie piense que lo de “Gracia” esconda sarcasmo por la proverbial sosera de mi interlocutor-, la tormenta arrecia y no logramos fijar la tienda. El suelo es blando y las lonas no se sujetan. La arena, la fuerza del aire… -añado, casi en un susurro, al adivinar en su faz ceñuda falta de comprensión.

-¿Arena, aire? ¿De qué hablas, hombre? -mueve la cabeza intentando aparentar severidad-. ¿Acaso…?

Se interrumpe alarmado por el agónico grito. Me giro y sigo la dirección de su mirada para ver cómo el bueno de Vallina esconde la mano magullada bajo la axila, apretando los dientes para controlar el nuevo aullido que pugna por escapar de su garganta, mientras Avelino sostiene contemplativo el viento doblado y Alfayate mantiene en alto la maza con que acaba de desgraciar mano y hierro.

-¿Qué decías de la arena? -insiste ahora Pedro.

En sus ojos descubro cierta ironía que me hace enrojecer. Y no sé qué contestar. Resulta que la playa se ha transformado en el patio encementado de un colegio, y la tempestad se ha tornado en calma chicha.

-Pues eso -improviso, algo corrido-, que el polvo acumulado sobre la cancha balocentística hace que el clavo derrape y adquiera doblez, dejando a la intemperie la mano que lo sujeta.

-En mis años, jamás he visto nada igual -sentencia Huarte, esbozando una sonrisa condescendiente-. A ver, dame los planos.

Le alargué la carpetilla de anillas, con apuntes en griego, que acababa de entregarme Del Vigo.

-¿Tú entiendes ésto? -me preguntó con suspicacia, pasando la mirada del cuaderno al ingeniero, sus ayudantes y la obra, y vuelta al cuaderno.

Encogí los hombros, confuso, incapaz de dilucidar la aplicación que pudieran tener aquellos rabos de pasa a un proyecto de tienda de campaña.

-Pues está muy claro -dictaminó rotundo, devolviéndome la enciclopedia-. ¡Animo, chicos! Roma está a un paso. Mañana todo será diferente -y se aleja con Pedro, adentrándose ambos en el edificio de ladrillos.

Vacilante, abrí de nuevo el cuaderno y me dirigí hacia mis compañeros, intentando interpretar el texto. Sí. Quizas, si...

-Oye, Dacio -me sacó de las graves cavilaciones Cortés, desde la colchoneta cercana. La sala del vetusto Colegio Angélico era una plantación de colchones alineados-, ¿no te parece que el calor nocturno de Roma es inaguantable?

-Eso debe ser -respondí, mientras intentaba aclimatarme a la nueva escena.

-Pues a tí no parece afectarte mucho.

Reí entre dientes, mientras saboreaba el sudor salado que descendía en generosos hilillos por mi rostro. Estos capitalinos -pensé, mientras notaba pesadez en los párpados, noticia de que el sueño llegaba- desconocen que si uno imagina estar pisando la nieve de mis montañas natales las sensaciones se tornan en agradable bienestar.

Pero es que el frío era cada vez más intenso. Cual pájaros en las ramas, ateridos, guarecidos tiritantes bajo la pareja de jerseys en que nos habíamos embutido previsores, con las zapatillas de lona empapadas por la humedad del campo y la capa de nieve que habíamos pisado durante toda la mañana -a alguno de los más pequeños Fray Francisco se había visto obligado a meterlos en la furgoneta y llevarlos de regreso al punto de partida-, contemplábamos con envidia -sana, claro está- el humo blanquecino que allá abajo salía perezoso de la chimenea que coronaba la pequeña casita -posiblemente almacén de maquinaria, es decir, arado romano, azadones, picos y palas- por cuya puerta continuamente entraban y salían nuestros preceptores.


Finalmente, a una señal de Andueza, abandonamos el lugar y nos dirigimos presurosos hacia los primeros árboles del frondoso monte cercano -recordad que en la estepa, como en el desierto, también existen los oasis-. En una hondonada, a resguardo de afilados aires, nos reunimos conspiradores. En esencia, el plan consistía en que, en cuanto recogiéramos el chusco, cruzar la loma y alejarnos del lugar, en busca de un refugio más acogedor. Alguien propuso ocupar alguna de las aulas abandonadas de la Laboral, a lo que el resto de la partida dio franca aprobación, mientras Arango, encaramado a uno de los árboles mejor constituído, vigilaba con la perspicacia y aplicación propias en él, no fuera a ser que en cualquier momento... Y casi que le dejamos allí abandonado, cuando llegó hasta nosotros, con proximidad alarmante, el sonido estridente de un silbato.

El silbatazo era de penalty. Y no me tembló el pulso. Ya antes los de quinto curso habían protestado soliviantados el primer gol de la tarde, nacido en un acelerón de Muñiz por la banda izquierda, y finalizado en pase preciso que, tras topar accidentalmente en el auxiliar de línea de mayor envergadura -quien a la sazón se había acercado al área chica para recoger del suelo un botón, cuyos vivos destellos causaban molestos cortocircuitos a su prodigiosa agudeza visual-, se había alojado en el fondo de la portería.

No era yo trencilla a quien fácilmente se pudiera amedrentar. Ya antes de iniciar el partido, mientras los atletas soltaban músculos en necesario precalentamiento, mantuve agria discusión con el encargado del césped, pues que por lo apurado del corte costaba creer que existiera siquiera. Y tampoco accedí a las peticiones del vocinglero público para dar comienzo al espectáculo, atareados como estaban mis puntillosos ayudantes revisando las redes de las porterías por ver que no existiera hueco que pudiera conducir a error, y, descubierta una mella, hice venir al maestro Vieites, quien sin dilación aprestóse a corregirla. Por cierto que, mientras se afanaba con los entretejidos, no sé si por aquello que se dice de los de su lugar de procedencia o más bien por la magrez de carnes, tuve yo serias dudas de si trenzaba desde un lado u otro de la red.

Y, por tanto, no podía pasar por alto aquella infracción, consciente –he de reconocerlo- de que con tan justa decisión sentenciaba el partido. Y es que en otro acercamiento de los campeones al área rival, Del Vigo recibió una fea entrada, de suerte que el fino interior salió trastabillado y tomó tierra con estrépito justo en el redondel de cal que señala el punto de lanzamiento de la pena máxima. Tan aparatoso fue el aterrizaje que alguien pidió la presencia del enfermero, y, a falta de algo mejor, entró en el campo uno de los barberos que asistían al choque. Oportunamente, consulté con la vista a mis auxiliares y, observando la expresión pillastre de Ochoa y el cabezazo acusador de Arango, me dirigí allí donde había caído Del Vigo y señalé el fatídico castigo.

Y ahí se formó la de..., Clavijo. Sólo que en lugar de aparecer el Apóstol hizo acto de presencia el Fray Cura, quien con enérgico pitido de silbato, ordenó a los jugadores que se dirigieran a la ducha. Y a los espectadores que circularan, eso sí, en grupos no superiores a tres unidades.

No estaba yo, como juez principal de la contienda, de acuerdo con tamaña decisión gubernamental, lo que me dispuse a hacer saber al Regidor. Pero éste, mesurado como solía, se adelantó:

-Vamos a ver, Dacio, ¿cómo se te ha ocurrido pitar pena máxima? -me interpeló de corrido.

-Pues mire su Paternidad -respondí sin perder la compostura-, lo he pitado porque Del Vigo ha recibido tremenda y alevosa patada.


-No tengo yo muy claro -cuestionó el tonsurado- si fue el tal quien recibió la patada o más bien quien la dio, con esa descoordinación de extremidades que usa. Pero aunque así fuere, el trance se produjo a más de dos metros del área.

-Atienda su Reverencia -porfié, cachazudo- que no importa tanto el dónde cuanto el cuándo, el cómo y sus consecuencias. De manera que si el jugador agraviado dio con sus huesos sobre esa luna blanca, desde ahí ha de ejecutarse la pena.

-¿Y desde cuándo tienes tú la titulación arbitral, majo?

-Si fui elegido para dirigir este negocio -repliqué ya amoscado, pues pese a todo representaba la autoridad en aquel paso- pesó en ello el ser encontrado como el más cualificado. A más que...

Iba a añadir otras discretas razones sobre lo que juzgaba inadmisible intromisión, pero en viendo que el Fray Cura principiaba a levantar la mano de dar bendiciones, di un paso atrás con elegancia y, volviendo grupas, tomé la dirección de los vestuarios.

Un poco más adelante aguardaban mis subalternos, Arango con el semblante grave e impertérrito que había mantenido durante todo el lance, los párpados ajustados para fijar su célebre visión de lince, en tanto que Ochoa, con los ojos semicerrados y marcados hoyuelos en las mejillas, exhibía sonrisa de oreja a oreja. Habíamos cumplido. Y escoltado por los dos, sin hacer caso de las increpaciones con sordina que llegaban de algunos grupos de paseantes, nos internamos en el ambiente grisáceo de la Recreación. La trifulca me había dado sueño.

Pero hube de hacer caso a los zarandeos. Eran ya las 7,40 de la mañana del domingo, y estaba a punto de perder la apuesta. Alonso y Barrio saben de qué. Y, claro, la perdí. Aunque me hubiera dado lo mismo llegar el primero.

Dacio

3 comentarios

Iván -

¿Cómo se titula esa canción de Raphael? Gracias.

Manuel Arango -

De sueño confuso nada. Yo diría sueño en clave. Todo se entiende, pero reservado ese privilegio para aquellos que lo vivieron, disfrutaron y padecieron.

Está visto que Dacio llevaba cuarenta y algún año más sin poder descansar eficientemente por ese subconsciente que le tenía oprimido y que era tan fácil de descifrar.
¡Que bien guardado lo tenía! Y con que facilidad evoca aquel pasado que parecía tan lejano. Solamente le faltaba ese estímulo de una foto que agitados los presentes por el viento impedía que aflorar los recuerdos. Tanto es así que no me quedó otro remedio que volver a mirar la foto que inmortalizó aquellos momentos y comprobar que, en efecto, todo sucedió así. El juez es el juez y juzga. La vista es la vista y ve. El Fray Cura hace de Fray Cura y …, bueno todo encaja, todo está perfectamente ensamblado.
Pero todo este sueño no solamente tiene contenido también tiene forma y esa solamente es arte de un artista oriundo de Sabero, pero que vive y conoce, como doy fe, de los entresijos de la cuna de Cervantes.

Un placer leerte y releerte. Amigo Dacio

Javier del Vigo -

No cunda el pánico, compañeros! No cunda!

No haya más corrillos preocupados por la suerte de aquel jugador de “descordinadas extremidades” que describe el autor de esta entrada ...! Cese la inquietud!

Estoy bien. Finalmente, aquel gélido día del invierno mesetario me llevó Fray Ovejiño al hospital donde recomponen cuerpos magullados de futboleros fantasmas.

Avelino Dacio, árbitro de la contienda, hizo un pormenorizado relato de cómo fue el topetazo que me dirigió el adversario, cuyo nombre no voy a revelar aquí, para evitar iras y represalias que -estoy seguro- le dirigiríais... Por amor a mi persona, sin duda!

No podía ser de otra manera! Dacio, de mi propia yeguada, no comulgó con la tesis dubitante del P. Cura:

"-No tengo yo muy claro -había cuestionó el tonsurado- si fue el tal quien recibió la patada o más bien quien la dio", -había afirmado.

En realidad yo fui el agraviado, el zancadilleado, el maltrecho. Ahí se ve el viejo compañerismo de yeguada. Dacio se jugó el pito –literal- y la profesión por escribir su verdad en el acta arbitral. Gracias, compañero!

Desde aquel momento, alea jacta fuit para el árbitro incorruptible. Insobornable. Iba Dacio a ser un buen gestor de los dineros ajenos. No haya temor. Ni el polvo de los caminos que envuelve a los billetes de banco se quedará nunca entre los dedos de mi niño Dacio...

* * * * *

Por cierto: Lo nuestro costó sacarte al ruedo, compañero. Sabía yo de tu presencia entre bastidores en este teatro, en esta farsa de sentimientos confusos y reencontrados al cabo los años. Te sabía, porque –como en aquella lejanísima canción del Raphael cogebombillas- “todo me hablaba de ti; los montes, el viento y el mar...”. Al fin o al cabo, hemos vuelto a ser unas hileras de antiguos alumnos que cuchicheamos cuando no nos mira Pablo Huarte, camino del refectorio; o de la capilla; o...

Yo no te veía. Pero te me chivaban.

-¿Creerás calmar así “las peticiones delviguianas” definitivamente? Ni lo sueñes! Se me inflama todo –todo, querido!- al leer que tu aparición a escena estuvo motivada en parte por mis requiebros quejumbrosos. Gracias por asistirme en mis desvelos; por atajar mis tristezas por tus ausencias... Por quitarme desvelos y dolor de ausencias, con ese “recordatorio” de un buen puñado de niños-jóvenes de tu yeguada y la mía!

Por todo este tiempo –tiempo cuasi infinito- que hemos pasado en la ignorancia mutua, recibe un abrazo ahora que estamos medio recobrados. Sabiéndote contactado con otros hermosos hermanos de aquel pasado mágico, -a los que ya abracé en los meses pasados, de los que reconstruí historias y biografías con el amor del platero por el gramo de oro-, te siento contactado. Volviendo a formar parte de mis entornos, de esa manera misteriosa que sólo quienes interpretan el sonido del viento saben captar.
No te quepan dudas:

-me ha encantado verte en el centro del redondel, morlaco de bello encaste, que diría Oscar –nuestro Oscarín- F. Hidalgo con aquella gracia con la que escribió no ha mucho aún. Pero no has de irte de rositas, no! Los mutis ya te están prohibidos. Sin que tengas la obligación de hacer siempre relatos como el precedente –por la largura y por sus retazos psicoanalíticos-, debieras dejarte ver por el alvero con una prudente frecuencia.

-cualquier día de estos alguien cogerá el toro por los cuernos y nos reencontraremos los de la yeguada 61 67 para desgranar recuerdos, hasta mucho más allá del amanecer. Hasta que la realidad nos obligue a dispersarnos de nuevo. Aunque no sea en lo oscuro –igual que aquel ayer lejano- y sin tenernos localizados.

¿Será posible tanta dicha?

Te beso en esa hermosa cabeza con la castidad que se nos suponía en tiempos pasados!