MI CRÓNICA DEL 2 DE MAYO EN LEÓN /2
Segunda parte, aún más jugosa, de la crónica del maestro Cícero. En la fotografía, los magníficos actores del Teatro leído, tras interpretar el Globo -20-, "Un jersey amarillo de pico". ¿Se volverá a reunir en alguna otra ocasión elenco tan selecto de autor, tramoyistas y actores?.
Entonces fue cuando vi los flexos. Y al ver los flexos, entonces fue cuando me di cuenta de la que tenían montada. ¿Varios flexos sobre una mesa?¿Qué me recuerdan a mí varios flexos sobre una mesa?, cavilaba yo pasadas las 11. Pero como tenía la mente centrada en otros cuatro objetivos más urgentes, la cuestión de los flexos no acababa de descifrarla, se me escapaba: Mis objetivos inmediatos estaban en saludar, besar, dedicar y tener cuidado de no meter la pata llamando a alguno con el nombre que no era, o adjudicándole a alguna matrimonio con quien no tenía ningún compromiso religioso ni tan siquiera civil. Tienen muchas incertidumbres estos reencuentros que ocurren al cabo de un periodo de años más largo aún que el que duró la dictadura. En momentos claves me ayudó a salir con su típica elegancia Javier del Vigo, a quien tenía bien advertido de estas debilidades mías con la memoria cercana, a pesar de lo que parezca.
Además los flexos del AC-León junto al Corte Inglés carecían de aquellos brillos niquelados de cuando nosotros; de aquellos torneados horizontales en relieve, recorriendo toda la semiesfera; y, sobre todo, no tenían aquellas formas de sujetador redondo y turgente colocado a la viceversa que tenían los flexos usados por nosotros allá arriba para el teatro leído. Anduvieron buscándolos iguales que aquellos por todo León y la zona de la Maragatería, pero no los encontraron. No todo lo consiguen estos magos de León.
En el párrafo anterior escribí “sujetador”, ya lo habéis visto, pero me he mordido la lengua porque lo que me apetecía era poner tetero, que es más directo. O tetera. Tetera me causa placer por el mero hecho de recordarme aquel tiempo que en el colegio se pusieron de moda las infusiones de te. Lo cuento como me lo contaron, yo no lo viví. Un guaje de más allá de Casorvida dejó perpleja y asustada a su madre cuando le preguntó si le podía mandar una tetera pa’l internado. “¿Pa qué quiés tú una tetera, fiu?, escribió la madre mosqueada. “¿Vas facer comedies?”. (El guaje no era Manolo, aclaro, que a este amigo mío de la Pola ya se le han adjudicado dichos que nunca pronunció y hechos que nunca hizo, simplemente por su mecánica proximidad a mí).
Tengo que reconocer la lentitud de mi pensamiento el sábado, un poco obnubilado por el viaje, el trasnoche y la emoción. Vi los flexos y no caí a la primera. Pero la clave me la proporcionó el propio José Mari, cuando le observé cómo colocaba los letreros delante de cada uno de los flexos y cuando fijé la vista en el del medio, que ponía la palabra “Narrador” me dije: “Coño, pero si es el teatro leído”. Y entonces fue cuando me di cuenta de las dimensiones de la que tenían montada José Mari Cortés, Alberto, Quique Muñiz (te mereces cumplir por lo menos el doble, Enrique. Te lo deseo), Justino BV, Froi, Martín, Centeno, Pedro LLl, algún otro leonés que ahora puede que no me venga a la mente y Andrés M. Trapiello, que hace dos años, al principio de toda esta movida me recordó en un correo que guardo: “Me metiste en el teatro leído, cabrito, a sabiendas de que yo era de la rondalla”.
Cuando musité “coño, pero si es el teatro leído” me di un golpe en la frente con la mano de firmar. Suave, eso sí, no fueran a ocurrirme más lesiones que las que uno llevaba ya puestas, invisibles por cierto las más de ellas.
¡El teatro leído, virgen santa¡ Me pasó igual, igual que al jándalo de mi pueblo. En la tierra de la que procedo, los indianos era los que volvían ya mayores de las Indias, en tanto que los jándalos eran los que regresaban de Jandalucía, ya mayores también, a ver si me comprendes. Cuentan que regresó uno de Cádiz después de pasar la vida entera allí, en una de aquellas cantinas que se llamaban El Montañés. Al regresar se extrañaba de todo lo que veía en su aldea natal. Hacía aspavientos. Esparajismos hacía. Lo había olvidado todo: Que las cabras se pirrian por la sal, que las ovejas se esquilan, que no hay que confundir los arados con los bravanes, que aquella campana que suena es para llamar a concejo y que no debe confundirse con aquel otro son que llama a soltar el ganado común. Que aquello se llama azadón y aquello otro coño, el ocejo.
A sus paisanos y parientes les parecían una tontada aquellos olvidos. No se creían aquella distancia hacia las cosas, no se la creían. Aquel olvido, aquella curiosidad, más era una pose del jándalo, una afectación, más una manera de darse importancia que una realidad sincera. Una evasión de lo que fue de pequeño, sobre todo la pobreza que le expulsó de la aldea, pensaban los paisanos siempre malpensado Eso pensaban también los parientes y los amigos de la infancia. Injustamente, creo yo.
“Y ¿este instrumentillo tan curioso qué es?”, preguntó mientras daba un pisotón a los pinos del rastro de atropar la hierba, que dormía la siesta inocentemente tumbado en el prado. Pisar las púas y encabritarse el mango con el impulso fue todo uno. Con una violencia proporcional al pisotón en las púas, El mango acertó con un golpe seco en la nariz del jándalo. “Coño, pero si es el jodido rastrillo”, exclamó.
Yo un poco parecido: Coño, pero si es el jodido teatro leído. Por el hilo del flexo, saque el ovillo de tantas horas de trabajo deleitoso, de ensayos de entonaciones, de correcciones por mi cuenta a la dicción de los compañeros, a la extracción del sentido intencional de los autores.
Coño, sí, el teatro leído. Alejandro Casona, An inspector calls, la mitad de la colección Alfil: la barca sin pescador, los árboles mueren de pie, la dama del alba, el caso del mancebo que casó con mujer brava, más machista que la madre que lo parió... La casa de los siete balcones, si muero antes de despertar. Libertad para leer el teatro que nos diera la gana. Las únicas limitaciones que teníamos era adquirir suficientes copias para que cada personaje tuviera una delante del flexo, en unos tiempos en los que no había fotocopiadoras. En los contenidos nadie se metía con nosotros.
A Alejandro Casona, que entonces estaba de moda, le acribillamos. La culpa la tuvo un libro de que nos dejó el padre Huarte y que a mi me fascinó. No sé si el TL leyó sus obras completas, sé que yo que era el depositario del libro completo y me las leí completamente todas. De punta a cabo: El caballero de las espuelas de oro, prohibido suicidarse en primavera, los árboles mueren de pie, nuestra natacha. Alejandro, que también tenía problemas con los apellidos, tampoco se apellidaba Casona, era de la zona de Corias, acababa de regresar ya tan temprano del exilio, escribía como los poetas del 27 que empezábamos a degustar y su prosa olía a pumarada y a pueblo total. Era una belleza, entonces.
Por eso cuando vi que el globo uno y el globo veinte, creo que son, se leían allí con el método TL, una oleada afectiva, intelectual y de talante me ascendió desde un poco más debajo de las tripas, hasta los ojos. Que luchaban por mantenerse tersos. “Estos amigos de León, estos amigos de León, qué ideas. Qué finura para realizarlas, qué elegancia. Cómo gana el texto que uno escribió en la boca y voz de Julio, de Manolo, de Ros, de Del Vigo, de Santamarta, de Vibot y de Luis Heredia, los amigos, cuando lo leen”.
Luego vino lo demás. La intervención irónica, indirecta, divertida y trufada de buen humor e inteligencia de José Mari. Si no la ha colgado en el blog, que la cuelgue, por favor. La intervención clara, honesta, sincera de Lalo, el editor, explicando quién qué, por qué, dónde cómo y cuándo la Vendedora de Globos, libro.
Los detalles concretos están en las crónicas que van apareciendo, la de José Mari, la de Loseiros, la de Quique. Leedlos allí, están muy completos, no hay porqué repetirlos. En esta mía particular solo quiero apuntar algunos sentimientos. Y luego yo mismo resumiré también en otro capitulito de estos, lo que yo mismo dije. Mientras intervenían los dos beneméritos compañeros antes citados, me revisaba los bolsillos en busca de las fichas que había escrito la víspera para no perderme. No las encontré, aunque estaban allí, en el bolsillo de la camisa. Para que no faltara de nada, Manolo de pie desde allá atrás diría “Esti ye el mi Cicero”.
Además los flexos del AC-León junto al Corte Inglés carecían de aquellos brillos niquelados de cuando nosotros; de aquellos torneados horizontales en relieve, recorriendo toda la semiesfera; y, sobre todo, no tenían aquellas formas de sujetador redondo y turgente colocado a la viceversa que tenían los flexos usados por nosotros allá arriba para el teatro leído. Anduvieron buscándolos iguales que aquellos por todo León y la zona de la Maragatería, pero no los encontraron. No todo lo consiguen estos magos de León.
En el párrafo anterior escribí “sujetador”, ya lo habéis visto, pero me he mordido la lengua porque lo que me apetecía era poner tetero, que es más directo. O tetera. Tetera me causa placer por el mero hecho de recordarme aquel tiempo que en el colegio se pusieron de moda las infusiones de te. Lo cuento como me lo contaron, yo no lo viví. Un guaje de más allá de Casorvida dejó perpleja y asustada a su madre cuando le preguntó si le podía mandar una tetera pa’l internado. “¿Pa qué quiés tú una tetera, fiu?, escribió la madre mosqueada. “¿Vas facer comedies?”. (El guaje no era Manolo, aclaro, que a este amigo mío de la Pola ya se le han adjudicado dichos que nunca pronunció y hechos que nunca hizo, simplemente por su mecánica proximidad a mí).
Tengo que reconocer la lentitud de mi pensamiento el sábado, un poco obnubilado por el viaje, el trasnoche y la emoción. Vi los flexos y no caí a la primera. Pero la clave me la proporcionó el propio José Mari, cuando le observé cómo colocaba los letreros delante de cada uno de los flexos y cuando fijé la vista en el del medio, que ponía la palabra “Narrador” me dije: “Coño, pero si es el teatro leído”. Y entonces fue cuando me di cuenta de las dimensiones de la que tenían montada José Mari Cortés, Alberto, Quique Muñiz (te mereces cumplir por lo menos el doble, Enrique. Te lo deseo), Justino BV, Froi, Martín, Centeno, Pedro LLl, algún otro leonés que ahora puede que no me venga a la mente y Andrés M. Trapiello, que hace dos años, al principio de toda esta movida me recordó en un correo que guardo: “Me metiste en el teatro leído, cabrito, a sabiendas de que yo era de la rondalla”.
Cuando musité “coño, pero si es el teatro leído” me di un golpe en la frente con la mano de firmar. Suave, eso sí, no fueran a ocurrirme más lesiones que las que uno llevaba ya puestas, invisibles por cierto las más de ellas.
¡El teatro leído, virgen santa¡ Me pasó igual, igual que al jándalo de mi pueblo. En la tierra de la que procedo, los indianos era los que volvían ya mayores de las Indias, en tanto que los jándalos eran los que regresaban de Jandalucía, ya mayores también, a ver si me comprendes. Cuentan que regresó uno de Cádiz después de pasar la vida entera allí, en una de aquellas cantinas que se llamaban El Montañés. Al regresar se extrañaba de todo lo que veía en su aldea natal. Hacía aspavientos. Esparajismos hacía. Lo había olvidado todo: Que las cabras se pirrian por la sal, que las ovejas se esquilan, que no hay que confundir los arados con los bravanes, que aquella campana que suena es para llamar a concejo y que no debe confundirse con aquel otro son que llama a soltar el ganado común. Que aquello se llama azadón y aquello otro coño, el ocejo.
A sus paisanos y parientes les parecían una tontada aquellos olvidos. No se creían aquella distancia hacia las cosas, no se la creían. Aquel olvido, aquella curiosidad, más era una pose del jándalo, una afectación, más una manera de darse importancia que una realidad sincera. Una evasión de lo que fue de pequeño, sobre todo la pobreza que le expulsó de la aldea, pensaban los paisanos siempre malpensado Eso pensaban también los parientes y los amigos de la infancia. Injustamente, creo yo.
“Y ¿este instrumentillo tan curioso qué es?”, preguntó mientras daba un pisotón a los pinos del rastro de atropar la hierba, que dormía la siesta inocentemente tumbado en el prado. Pisar las púas y encabritarse el mango con el impulso fue todo uno. Con una violencia proporcional al pisotón en las púas, El mango acertó con un golpe seco en la nariz del jándalo. “Coño, pero si es el jodido rastrillo”, exclamó.
Yo un poco parecido: Coño, pero si es el jodido teatro leído. Por el hilo del flexo, saque el ovillo de tantas horas de trabajo deleitoso, de ensayos de entonaciones, de correcciones por mi cuenta a la dicción de los compañeros, a la extracción del sentido intencional de los autores.
Coño, sí, el teatro leído. Alejandro Casona, An inspector calls, la mitad de la colección Alfil: la barca sin pescador, los árboles mueren de pie, la dama del alba, el caso del mancebo que casó con mujer brava, más machista que la madre que lo parió... La casa de los siete balcones, si muero antes de despertar. Libertad para leer el teatro que nos diera la gana. Las únicas limitaciones que teníamos era adquirir suficientes copias para que cada personaje tuviera una delante del flexo, en unos tiempos en los que no había fotocopiadoras. En los contenidos nadie se metía con nosotros.
A Alejandro Casona, que entonces estaba de moda, le acribillamos. La culpa la tuvo un libro de que nos dejó el padre Huarte y que a mi me fascinó. No sé si el TL leyó sus obras completas, sé que yo que era el depositario del libro completo y me las leí completamente todas. De punta a cabo: El caballero de las espuelas de oro, prohibido suicidarse en primavera, los árboles mueren de pie, nuestra natacha. Alejandro, que también tenía problemas con los apellidos, tampoco se apellidaba Casona, era de la zona de Corias, acababa de regresar ya tan temprano del exilio, escribía como los poetas del 27 que empezábamos a degustar y su prosa olía a pumarada y a pueblo total. Era una belleza, entonces.
Por eso cuando vi que el globo uno y el globo veinte, creo que son, se leían allí con el método TL, una oleada afectiva, intelectual y de talante me ascendió desde un poco más debajo de las tripas, hasta los ojos. Que luchaban por mantenerse tersos. “Estos amigos de León, estos amigos de León, qué ideas. Qué finura para realizarlas, qué elegancia. Cómo gana el texto que uno escribió en la boca y voz de Julio, de Manolo, de Ros, de Del Vigo, de Santamarta, de Vibot y de Luis Heredia, los amigos, cuando lo leen”.
Luego vino lo demás. La intervención irónica, indirecta, divertida y trufada de buen humor e inteligencia de José Mari. Si no la ha colgado en el blog, que la cuelgue, por favor. La intervención clara, honesta, sincera de Lalo, el editor, explicando quién qué, por qué, dónde cómo y cuándo la Vendedora de Globos, libro.
Los detalles concretos están en las crónicas que van apareciendo, la de José Mari, la de Loseiros, la de Quique. Leedlos allí, están muy completos, no hay porqué repetirlos. En esta mía particular solo quiero apuntar algunos sentimientos. Y luego yo mismo resumiré también en otro capitulito de estos, lo que yo mismo dije. Mientras intervenían los dos beneméritos compañeros antes citados, me revisaba los bolsillos en busca de las fichas que había escrito la víspera para no perderme. No las encontré, aunque estaban allí, en el bolsillo de la camisa. Para que no faltara de nada, Manolo de pie desde allá atrás diría “Esti ye el mi Cicero”.
Isidro Cícero.
2 comentarios
Juan A. Iturriaga -
Nunca he entendido como no se extiende más el teatro leído en los colegios o en los centros culturales.
Es fantástico, fácil y barato. Lo sabemos nosotros y seguro muchas otras personas, pero no se hace.
Sirve para muchas cosas, pero la primera, sobre todo para el que hace de actor, es para aprender a leer y a comprender lo que se lee.
También sirve para saber qué es eso de los jándalos.
En Berriatua hay un chalet con un cartel en la puerta que pone: Jandalo. Quiere decir: comer y dormir. Tampoco está mal esta acepción.
Un abrazo
José Luis Alcalde Revilla -