CRÓNICA DE LEÓN. 2 (Isidro Cicero)
La verdad es que Marga se quedó fría, pero no por el momento ni por la primera impresión que mi humanidad suele producir, impacto total, sino por la temperatura del tinto-Villeza y, sobre todo, por el volúmen del mismo que Isidro depositó sobre su blusa blanca y las carnes que debajo de la misma habitaban. ¿Cómo no iba a reirme? Este año se lleva mucho el rojo cardenal, decía Isidro.
Las fotos del sucedido, por supuesto, han sido oportunamente censuradas.
En la foto que encabeza la Crónica de León.2, aparece Isidro preguntándonos ¿qué otra cosa podía hacer? desde el centro del pasillo de aquel refectorio de la Escuela Menor en el que solo se repetía "a mayores".
Un placer leerte, querido amigo Isidro.
Crónica de León. 2
En esta entrega me propongo hablaros de las curiosas propiedades del Tinto Villeza-Prieto Picudo que si no formara parte ya de la cartera que mueve Froi merecería estar en ella, y también quiero hablaros de lo qué puede parecer un forastero mirando la última de las tres ventanas de la esquina de la Diputación o Palacio de los Guzmanes, en el ángulo recto que allí forman la calle Ancha y la calle Cid, creo que es. Pero esto último sólo será durante la publicidad, al final de la crónica. El Villeza, que lo sepáis, tiene un sabor delicioso, pero lo que interesa aquí es su denso color de sangre de toro, intenso, profundo y aterciopelado.
Esto, como digo, será al final de la crónica.
El principio de ella es que tal día como ayer, la semana pasada, cuando nos dirigíamos a León, llovía tanto por aquí que no veías la matrícula del coche que iba delante, así que al pasar por Las Fraguas hablamos de darnos la vuelta sin más en el primer cambio de sentido que nos encontráramos en esta flamante autovía sin peajes que acabamos de estrenar y pasar en casita el temporal que me tenían reservado los últimos días de mis vacaciones.
¿A dónde íbamos a ir nosotros dos con este tiempo y con nuestras fragilidades?. Porque es que mira que había habido días soleados para ver el splendor formae de León en toda su gloria otoñal y voy yo a elegir el día del diluvio universal para llevar allí a Marga, seguía sin haber suerte para el pobre honrado.
Sarmiento me había dicho al móvil que en El Bierzo llovía sin parar, “pero del Manzanal para allá, no lo sé, porque eso es otro mundo”. La radio describía las inundaciones de Orense y las intermitencias nubosas al noroeste de Castilla – León. Un mensaje de Andrés Martínez Trapiello, decía así: “Hoy aquí hace falta paraguas. Que tengáis buen viaje. Llama cuando lleguéis”. Y yo, obsesionado por la frustración, le contesté: “Puntería”. (La nuestra, la mía).
Pero cuando salíamos de Santander habíamos visto, ampliadísimo, un arco iris de radio imponente que salía del mar insinuando sus colores en tonos mates, más mates que las vidrieras de León cuando los días son grises. Meses, semestres, años quizá, hacía que no veíamos nosotros el arco iris, portador siempre de buenos augurios. Y con ese buen augurio y con el convencimiento de que siempre que llovió escampó, decidimos seguir adelante.
Andrés Martínez Trapiello nos estaba esperando con un paraguas a la salida del hotel que nos había recomendado Boliche el de la Sixtina, para tomar con nosotros el primer prieto picudo del viaje y acompañarnos al restaurante que él había considerado más adecuado en el barrio húmedo. El Celso. Andrés no nos dejó en Casa Celso, porque le pasó exactamente lo mismo que me pasa a mi cada dos por tres, no en vano dice la mujer de Daniel Orden que parecemos todos sellados con el mismo cuño. El Celso estaba cerrado, coño, basta que quedes en un bar, basta que te acuerdes del nombre de un restaurante para que ese día, precisamente ese día tenga que estar cerrado, así que Andrés nos llevó a otro que estaba a tiro de piedra, El Llar, también estupendo.
No podía quedarse Andrés con nosotros, y bien que lo sentía, por culpa de una reunión de empresa de esas que comienzan a primera hora de la tarde y nunca se sabe cuando concluyen. Pero en cuanto terminó la reunión, en cuanto empezó a caer la noche, allí volvió a estar él con su paraguas, con su corbata, para indicarnos el camino de los amigos que ya se habían juntado para esperarnos.
Ya había terminado yo el bacalao a la brasa, ya estaba Marga casi acabando su foie, cuando (“mira quién viene por ahí”, “quién es, me suena de alguna foto”, “el amo l prao”) se presentó en el comedor José María Cortés Aranaz sin avisar y por sorpresa, con su propio paraguas bajo el brazo, ya lo habréis adivinado. Y él: “Primero me dejas que le dé un beso a Marga, luego te doy un abrazo a ti, pero qué bien te veo, qué guapa estás, bienvenida a León, qué ganas teníamos todos de conocerte”.
Y Marga:”Yo a vosotros también”.
Tras los saludos, el inicio de una conversación gustosa. Sólo el inicio, os cuento. Marga vestía pantalón vaquero y llevaba una blusa blanca que sobresalía dos cuartas por debajo del chaleco desabrochado. José Mari me entregó una bolsa (“toma, esto es para ti”) que me puse a abrir de inmediato: Era el libro “Retablos”, un hermoso volumen de fotos y textos que acababa de ser presentado dos o tres días antes en San Isidoro y que había sido preparado con motivo de la restauración del retablo de la Virgen del Camino. Venía con la dedicatoria del propio José Mari, de Andrés, de Justino, de Manolo Centeno, de Enrique y de Martín. No lo tengo ahora delante, no sé si me olvido de alguno, en cuyo caso lo enmendaré.
Farfullé algún agradecimiento y empecé a pasar páginas. Pero no había pasado ni tres, cuando, de repente, le metí tal hostia con la mano izquierda al vaso de vino Villeza-Prieto Picudo que estaba a mi lado y que nos había recomendado el camarero, que todo su contenido, rojo de toro, salió disparado y fue a chocarse sobre la blanquísima blusa de Marga, empapándola. La blusa quedó teñida de rojo de toro, hecha un santucristo sin remedio. El camarero acudió solícito y dijo que en un caso de esa gravedad, nada se podía hacer. José Mari, al principio, se quedó paralizado. Marga me miró aparentemente divertida, pero en sus ojos yo vi dos reproches superpuestos: uno, hacerle eso al principio de un viaje, con las pocas cosas que había metido en la maleta, y, dos y más importante, hacerle esa faena prácticamente en el momento de una presentación a prácticamente un desconocido. Pero tiene tablas, salvó la situación. Yo, como si nada, seguí hablando del libro, como quitando hierro al asunto. De pronto, a José Mari le entró un ataque de risa. Sus carcajadas de tenor, redondas y contundentes, rebotaban en el techo del comedor, bajaban rodando escalera y las veía yo correr por aquella calle del Húmedo. “Qué cabrón, la has puesto perdida y disimulas hablando de libros como si nada”. No paraba de reír. Ya en el hotel, aquella tarde gastó Marga la pastilla de jabón del lavabo en lavar la camisa, eso sí, sin ninguna confianza en el resultado, Al principio, el rojo sangre de toro se puso morado, después cárdeno, luego tornasolado y después desapareció por completo. La blusa quedó como nueva, lo cual no ha dejado de maravillarnos hasta el día de hoy. Lo contamos y todavía no sabemos bien a qué atribuir propiedades tan milagrosas, si a la pastilla de jabón, al Villeza, al tejido, o simplemente a las virtudes del agua que al parecer viene desde el Porma hasta el centro de la ciudad isidoriana a través del ramal de la Candamia, si no estoy yo equivocado, casi seguro que sí.
Por la noche volvió a buscarnos Andrés, con Merce, para conducirnos al lugar donde nos esperaban Froy y su mujer a la que Alberto llama la Pata; Martín y la suya. Justino, que ese día acababa de publicar en el blog el cartel de la película El nombre de la Osa, dirigida por Chema Sarmiento y que, a la vista de los pocos comentarios que le hacemos, hagámosle más, no acababa de creerse el éxito que tienen entre nosotros sus montajes cinematográficos. Esa tarde venía de dar una de sus clases de inglés profesional. Y también nos esperaba Manolo Centeno, grandioso en su sencillez, en su amabilidad y en su sabiduría. Le pedí un favor de archivo, y fue un santiamén lo que tardó en proporcionarme las primeras pistas. A Andrés también le pedí que me introdujera en el Archivo diocesano para consultar unos datos del siglo XVIII, (Liébana perteneció a la diócesis de León hasta 1958, me sorprendió que muchos leoneses no lo supieran) y rápidamente me puso un canónigo a tiro. Froy acababa de llegar de Asturias, Enrique estaba en Madrid, no llegaría hasta el día siguiente.
Las mujeres, no tardaron ni tres minutos en enhebrar con Marga el hilo de esa comunicación entre ellas que tan fácil les resulta y que a nosotros tanto nos fascina siempre. Las conversaciones que tienen las mujeres entre si nos cautivan porque nunca somos capaces de ser tan cálidos, tan comunicativos, tan próximos y tan nivelados como ellas por mucho que nos esmeremos. A ellas la calidez, la calidad, la fluidez y la sencillez en la comunicación les sale natural como el agua que llega, corriendo alegre desde el manantial.
A lo largo de la tarde había mejorado el tiempo evidentemente. Marga y yo salimos con tiempo hacia Botines, donde nos había citado Trapiello. Pero antes, ella entró a comprar una cartera en la Calle Ancha, para sustituir otra que se le había roto. Mientras, yo la esperaba en la calle, mirando embobado la esquina de la Diputación Provincial, antiguo Palacio de los Guzmanes, que como todos sabéis bien, tiene tres ventanas, las tres distintas, la de arriba termina en ángulo, la de en medio es rectangular en forma de balcón y la de abajo tiene otra hechura diferente a las otras dos.
Mientras miraba hacia arriba, se colocó a mi lado otro hombre, otro forastero, que también estaba esperando a que saliera su mujer de la misma tienda. El hombre lo mismo estaba extrañado al verme tanto rato mirando hacia arriba.
- ¿Lloverá?, me preguntó.
- Seguramente, dije yo.
Tentado estuve a ampliar mi adverbio, con una explicación del tipo “lloverá porque he venido unos días a disfrutar de León y procurar que mi mujer disfrute también de esta ciudad maravillosa, pero ya ve usted, con las fechas que he elegido, he acertado un pleno, o sea que no hay suerte para el pobre honrado”, una frase que me gusta mucho.
No le dije nada de esto. Lo deseché. Sin embargo, por no quedar tan lacónico, e incluso tan antipático, le dije:
- De todas maneras, no estaba mirando el cielo, estaba mirando la ventana.
- Ya claro, dijo el hombre desconocido poniendo sus ojos en el mismo sitio que yo tenía los míos. “Se les ha quedado abierta”.
Ves reír y llorar a los compañeros de cuando entonces, y todos ellos te parece que miran lo mismo y en la misma dirección, ellos y sus maravillosas mujeres. Pero qué va. Tú también parece que miras lo mismo que ellos. Quiá. Siempre hay un momento en el que acabas comprobando que cada uno tiene su propia mirada, que ve lo que ve, no lo que tú te imaginas que ve, no lo que a ti te gustaría que viera y que recordara. Hay siempre un momento en el que te das cuenta de que a la viceversa ocurre exactamente lo mismo. Las vivencias y las experiencias fueron personales y siguen siendo intransferibles. Aunque miremos hacia la misma ventana.
Ahora bien, “entre todos lo sabemos todo”, como nos dijo no hace muchos días José Ramón Soriano Reig. Nos lo dejó escrito aquí mismo en el blog y es una sabia verdad a la que yo me acojo y me gusta que seamos muchos los que nos sumemos a ella. Muchas miradas, hacemos la mirada, muchas vistas hacemos la visión.
4 comentarios
Vibot -
¡Cuánta doble moral, qué "contubernio" Vaticano-Cañí atenazó y manipuló nuestras conciencias moldeables como arcilla entragada!
Jose Ramón, "nuestras- aquellas ensoñaciones de camarilla" mejor no recordarlas: ¡Qué tormento, qué síndrome, qué negro desamparo, zarandeados por tanta desmesura indescifrable!
Yo no necesité esperar a Las Caldas, como tú, para tener a los trece años, irrespirablemente nítido el objeto de mi deseo, ni dudar ni una micra hacia quien iban dirigidas mis ensoñaciones. Cuando se apagaba la luz de aquellos demacrados fluorescentes, me recuerdo -y aún me muero de pena al evocarlo- muchas noches llorando en aquel laberinto sin salida, levantado no sólo con los fríos tabiques de aquellas diminutas camarillas sin techo, casi sin puerta, sino urdido de tantas teologías mercenarias, sus bóvedas, sus ritos, sus torturas veladas de guante blanco pero eficacísimas, sus interdictos infranqueables.
A veces me he tropezado, en los alucinantes derribos del Rastro, ese libro que añoras, "Energía y Pureza". Lo he tocado preplejo, conmocionado, herido de verdad, lo he hojeado brevemente... y me han entrado ganas de llorar. Y lo he vuelto a tirar en el montón. ¡Qué daño nos hicieron esos libros, irreparable ya!
Pero si tienes ese capricho te prometo comprártelo en la próxima vez que se me cruce, aunque siempre que lo veo aparecer se me nubla la risa y la alegría profunda y terrenal reconquistadas.
Y lo mismo me pasa con "El libro del Joven" y "el Joven de carácter", que también aparecen como en un naufragio...y todos aquellos testaferros antinaturales -aquello sí que fue Contra Natura- del Nacionalcatolicismo que nos tocó vivir, también a aquellos frailes, por supuesto.
A veces siento el vértigo, amigos, compañeritos queridos de entonces, de estar cayendo, sin querer hacerlo ya, en las trampas de la memoria y la escritura.
¡Ah, recuerdos amargos, no me contéis mi vida!
Chema Sarmiento -
Andres Martinez Trapiello -
Mañana estaremos en León , me decía en un SMS Cícero -para mí-; y escribía en plural.
Aquél Diario que escondía en mi adolescencia debajo del colchón de la camarilla del Colegio, debía abrirlo para escribir otra vivencia de otra fecha vivida.
Hoy, aquel cuaderno apaisado de pastas de color de pastel con azúcar requemado y cuatro anillas de plástico que había comprado en la Procuración, se ha convertido en una pantalla y un teclado; pero los sentimientos, emociones y afectos apenas han variado.
Y recuerdas
El cielo estaba gris y llovía, pero la expresión en las caras de Isidro y Marga era luminosa; reflejaban el agrado por el encuentro y la expectativa de unos días que podían predisponer a comunicar y descubrir.
Yo les desgranaba algunas escuetas explicaciones de piedras y lugares, de la casa que me vio nacer, de las callejas que recorríamos; del Camarote, que es lugar de encuentro de aquellos muchachos de ayer hoy; encuentros con cañas, vinos y tapas que evaden de tráfagos profesionales y sociales. ¿Tomamos un vino?, les dije. Fue Marga la más dispuesta: Hay que probar el Prieto Picudo, dijo.
Decíamos ayer , pensaba; y le intentaba explicar a Marga este fenómeno de relación, comunicación, cariño...
Un poco los orígenes, allá en el sesenta y seis del siglo pasado, ayer.
Haber dejado el Colegio, tomando una decisión con años aun adolescentes que tenía una gran carga emocional en ti y en el entorno familiar y del que eras el principal protagonista. Quebrabas la ilusión materna de entregar un hijo a Dios y le truncabas un seguro de salvación dando cumplimiento al mandato de tener hijos para el cielo.
Haber sido receptor en el abandono de los Dominicos de Ito (Andrés Cortés), Quique, Felipe Tascón, Jose Mari, Selva, Elías Carracedo ; y después Martín, Froilan
Había que hacer piña ante un ambiente social desconocido y contabas con la ventaja de tener aficiones comunes. Simplemente, nos entendíamos ,nos entendemos.
No hay ningún misterio, ningún mérito, Marga.
Y fueron llegando ellas -¿las santas?-, y completaron el bodrio.
Y no estábamos, no estamos todo el día de cuchipanda: Los hijos, la profesión y los quehaceres impusieron períodos de distancias físicas; pero aún en esos momentos todos sabíamos que estábamos ahí.
Y hoy, permíteme particularizar, Marga: Aquella quimera que se planteaba ante el resultado de respuesta al blog, tenía siempre para mí la repuesta de que estaba justificado con tal de hacer feliz solamente a una persona, y sois tantos los que nos habéis hecho felices a nosotros.
José Ramón Soriano Reig -
Oye, qué placer leerte. ¡Pena que sea tan breve!!
Una aclaración por cita previa en tu escrito, que agradezco: la frase "entre todos lo sabemos todo" la escribí entrecomillada porque no es de mi cosecha. Pertenece a un genial pedagogo (y otras muchas cosas, que de él admiro): Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza. Quede esto aclarado, y a cada uno lo suyo que me pueden colocar en la lista del plagio.
En cuanto a tu Crónica de León 1...¡cómo nos haces volar en el tiempo y cuántas sugerencias renacen con su lectura! He vuelto a revivir mis ensueños en aquellas camarillas tan diminutas y tan inmensas. Cuando se apagaba "la luz de aquellos fluorescentes que duraban encendidos un rato" acudían, en tropel, las morriñas, los deseos, las ilusiones...y las tentaciones. Nunca hablamos de esas cosas íntimas. Claro, es normal...son íntimas. Pero son intimidades compartidas en silencio. ¿Y si un toque de desinhibición nos llevara a contar "nuestras-aquellas" ensoñaciones de camarilla?
Yo os cuento alguna de las mías: eran los primeros requiebros del niño que despertaba al mundo desconocido de la adolescencia. Sentía los primeros impulsos de una naturaleza inquieta educada para ser casto. Mirabas a los ojos de cualquier Virgen y te sentías interrogado: "¿lo has conseguido hoy?"
No sé, no recuerdo muy bien hacia quién iban dirigidas mis ensoñaciones. Bueno, cuando llegué a Las Caldas sí sabía dónde estaba el "objeto" de mis deseos (otro día os lo cuento, vale). Y bien, pasaba lo que tenía que pasar: en esa lucha titánica y desigual por permanecer casto y puro(Energía y Pureza era el libro, ofrezco el sueldo de un mes por encontrar un ejemplar), clamando a la Virgen y a todos los santos que acudieran en mi auxilio...¡nada, casi siempre ganaba el más fuerte!
Naturalmente volaba al confesor, porque ¿y si me moría en el ínterim? Nos contaron algún caso, que lo recuerdo muy bien, del que marchó porque "lo pillaron" y, al poco tiempo...bueno, quede ahí la cosa. Lo cierto es que volaba al Padre...o al otro, o al otro. Muchas veces intentando ocultar mi reiteración. Y así una, dos, tres veces...¿más quizá? jajaja. Hoy me río, pero qué zozobra. Y te levantabas de la confesión confortado, alegre, dispuesto para otra batalla...que volvería a perder.
Recuerdos, ilusiones, morriñas, ensoñaciones, intimidades...para cuánto dieron aquellos tubos fluorescentes cuando se apagaban por las noches y cedían su lugar a los minúsculos pilotos que vigilaban nuestros benditos sueños.
¡¡Ay...por favor, que hablen alto aquellas camarillas!!