cazador cazado
El fistro de Fernandito Alonso, el muy bandido, la proa promininte de Vegaquemada, la mejor mandolina de la ribera del Porma, nos cazó in fraganti al Justino Tribulete y al Furriel.
Ya me las pagarás.
El fistro de Fernandito Alonso, el muy bandido, la proa promininte de Vegaquemada, la mejor mandolina de la ribera del Porma, nos cazó in fraganti al Justino Tribulete y al Furriel.
Ya me las pagarás.
4 comentarios
Isidro Cicero -
Empiezo a escribir estas líneas ahora, cuando son las 22, 45 de la noche del sábado 8 de mayo del año 10. Mi intención es despacharlas antes de irme a dormir, pero eso nunca se sabe porque, escribiendo, por mis muchísimos pecados y faltas de disciplina, suele ocurrirme que una cosa me lleva a otra y esta a otra bien diferente y tardo en poner el punto final la intemerata. O sea, que estas cosas se sabe cuando empiezan, pero no se sabe cuando, ni cómo terminan.
Por descontado estas cosas de escribir pueden terminar por la tremenda en cualquier momento, por la vía como acabó su pastoreo en el barrio Covadonga de Torrelavega el buen Juan González Maestro, nacido en Barruelo de Santullán, cuya crónica funeral nos ofreció aquí mismo con sensibilidad inigualable mi vecino y amigo Valentín Tascón. Hermosa crónica que leí con emoción y envidia, esto último por no haber podido asistir el lunes a un entierro multitudinario lleno de significados sencillos y grandiosos según nos contó Valentín y según me confirmó esta misma mañana mi amigo el cura de mi barrio al que le dejaron pensativo las palabras pronunciadas en la ceremonia por el presidente de la asociación de vecinos del Barrio Covadonga: ¿Sabéis por qué Juan era un pastor bueno? Porque iba detrás del rebaño, nunca delante.
Yo a Juan le traté algo. Hace poco coincidimos en un entierro en mi pueblo, y me dijo: Siempre que voy a Salamanca, me preguntan por ti. Un abrazo para él, para su familia y para quienes más le querían.
Quise poner la hora y fecha de empiece de este escrito, porque me conozco el paño y me temo que no lo voy a poder punto final antes del viaje que tengo que hacer mañana a primera hora, que se empalmará con otro que tengo que hacer el lunes en sentido contrario, esta vez al corazón de Extremadura.
Si no lo acabo esta noche, para cuando pueda recobrar el sosiego, las ganas y el momento, a lo mejor ya nadie se acuerda de la carta pública que el Padre Jaime me ha escrito en este medio, y sin embargo sí recordarán todos, como lo han hecho en otras ocasiones, lo desabrido, desconsiderado y desagradecido de mi comportamiento ante la afabilidad de los demás.
Por eso, trataré de autocorregir menos el estilo, esa vanidad, y corregir más las prácticas de buena crianza, que en esto de corresponder a los otros la fama dice que dejo mucho que desear. Me propongo, pues, dejar este escrito terminado esta noche y, querido José Mari, enviado.
¿Qué puedo decir de la carta que me escribe el padre Jaime? Lo primero de todo, que la he leído con desconcertada emoción. Es una gran pieza del género epistolar, tan en desuso. Que la he leído con una sensación extraña. Te escribe un personaje del pasado con ternura de hoy. De tu pasado, no del pasado genérico y universal en el que tú sólo tenías una consistencia atómica. Para que entendáis esta sensación: Tú puedes escribir todo lo que te dé la gana sobre el Sanfroilán del retablo, estaba allí en lo alto, le conociste bien, le tenías tomadas las medidas. Pero si después de 50 años ese San Froilán te escribe una carta, ¿tú cómo te quedas?
Desconcertado, la verdad. Para mi, el padre Jaime siempre estuvo como Sanfroilán en el retablo de la estima, ya lo he escrito. He releído ahora el capítulo que le dediqué en la Vendedora de Globos y, tras dos años, no quito ni pongo una coma en lo que allí quedó escrito. Fue un maestro, fui un discípulo dilecto si no predilecto, fui un confidente y un ayudante. Aprendí lo que no está escrito a su lado. Cuando entonces, yo al padre Jaime le imitaba hasta en los andares.
Unos andares, todo hay que decirlo, no excesivamente elegantes, como te digo una cosa te digo la otra.
Una vez estaba yo aquí, con mis cosas, cuando sonó el teléfono. ¿A qué no sabes dónde estoy? Vete tú a saber. Era Miguel Ángel Rodríguez Gancedo, el Boliche, el de la Capilla Sixtina, que cada dos por tres me dice: ¿Qué pasa, Cicero, con aquellas Crónicas de la Sixtina que prometiste?.
Pues estoy en el Camarín de la Virgen del Camino. (El Camarín, José Mari querido, no el Camerino, no el Camerino. Que nuestra reina y madre del pueblo de León será todo lo diva que queráis, pero no es una Callas, no es una Penélope como para usar camerinos como se dijo aquí no hace muchas fechas. Repasadlo y lo comprobaréis.
¿Y a que no sabes con quien estoy?, seguía Boliche: ¿Con quién? Te lo pongo, te lo paso, es tu amigo el padre Lebrato.
Entonces sentí por primera vez la pena de descubrir por mi mismo lo que el padre Lebrato nos ha confesado a todos en la carta que me escribe a mi solo: Ahora olvido mucho! Y olvido el pasado y el presente. Lo sentí tanto...
Olvidaba y confundía, por eso esta carta lúcida, bien escrita, brillante, analítica y llena de sentimientos me parece una maravilla inmerecida. La guardaré siempre. Recuerdo que entonces me dijo por el teléfono de Rodríguez Gancedo: Fíjate si habré perdido memoria que no me acuerdo ni del beso que nos dio Marisol en el Campoamor...
En la respuesta yo fui rápido, desconsiderado e inconscientemente cruel: ...que me dio, padre Jaime, que me dio. A usted no le dio ningún beso. Hombre...
He contado a algunos, pero nunca lo había escrito, un recuerdo de aquel día en Oviedo tan importante para mi, pero que ningún otro ser humano recuerda. Ni lo recuerda el padre Jaime, cuánto me duele, ni lo recuerda tampoco mi compañero de curso José Ignacio Manso Urbano, de Burgos, que fue con nosotros, cenó conmigo y se hospedó en una habitación junto a la mía en el colegio de Santo Domingo de Oviedo y, después de la entrega de premios, posó en el Parque San Francisco para mi flamante AGFA, junto a la estatua del santo de Asís, que aún sigue en el mismo sitio en el que estaba aquel día. ¡No lo recuerda nadie excepto yo, dios del amor!
Yo sí. En el tren de León ahora me doy cuenta, mi primer viaje en el tren de la RENFE, no de la Robla- fuimos sentados con un padre jesuita de León, que también acompañaba a un alumno seleccionado en el mismo concurso, y con quien el padre Jaime fue hablando todo el tiempo. Ya ves tú, del viaje de regreso tampoco yo recuerdo absolutamente nada. Como si no hubieramos vuelto, los campeones, como si nos hubiéramos quedado en Oviedo para el resto.
Recuerdo que en nuestro atravesar aquella mañana luminosa la calle - ¿es Uría?- hacia el teatro Campoamor, un guardia municipal nos llamó al orden a los tres. Manso no se acuerda, el padre Jaime por supuesto. El municipal sopló el silbato, nos llamó junto a si y nos echó una bronca con cara de pocos amigos: No se puede cruzar por ahí. Mis ojos se abrieron como platos. No me podía creer que nadie osara toserle a un fraile. Pues le tosieron, al padre Jaime el guardia aquel le tosió mientras Lebrato balbucía algunas explicaciones.
Recuerdos, memorias, sensaciones, qué le vamos a hacer. ¿Qué qué le vamos a hacer? Pues nada: que el recuerdo, como todo, para el que lo trabaja.
Me enorgullece, bueno enorgullecerme no, porque es pecado, pero me conmueve y me satisface en lo profundo estas palabras que escribe mi maestro sobre mi, tras cincuenta años de desconexión: ¡Qué reales son las cosas que narras! No les falta ninguna de las condiciones periodísticas para que sean una noticia fresca de un hecho vital, histórico. No les falta ninguna vivencia, ni colorido, ni tonalidad sonora para sentirme partícipe de lo que estás leyendo.
La siguiente vivencia, con toda su frescura y colorido, que en nuestros recuerdos, que en esa realidad virtual de la memoria desgastada que compartimos el padre Jaime y yo fue cuando por decisión del Grupo de León, fuimos elegidos representantes de los dos colectivos (él de los padres profesores, yo de los hermanos alumnos) para desfilar por el centro del Santuario llevándole un ramo de bellas flores blancas a la Virgen del Camino. Hay fotos y video. Yo le había dicho a José Mari, cuando me llamó: Pero hombre, ¿no hay nadie más piadoso y más devoto y con más...? Hemos querido que seáis vosotros dos, así que si no tienes inconveniente...
Lo acepté como un honor enorme, desfilé con la mayor solemnidad que supe, saludé a los sacerdotes presidentes de la concelebración que salieron a recibir las flores con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa y cuando el padre Lebrato se volvió hacia mi y yo me volví hacia él, nos fundimos en un intenso abrazo emocionado, emocionante. A lo largo de aquel abrazo y mientras tenía lugar su realización recuerdo que pensé: ¡Qué flaco se ha quedado este hombre, no tiene más que huesos. Pero aún se puede adelgazar mucho más.
De aquel día recuerdo otra cosa. Alguien me había dicho, quizá fue el propio Padre Lebrato, que había estado muchos años en Roma, bajo el pontificado de Juan Pablo II, (una fórmula de fechación similar a aquella de bajo el poder de Poncio Pilato) ejerciendo como confesor del Papa. No que confesara al Papa, entiendo, sino que en Santa Sabina, o en Santa María Minerva, confesaba y absolvía a los pecadores con pecados que sólo el Papa puede perdonar, y lo hacía en el nombre del Pontífice. Así lo entendí yo, no creo que me confunda. Ya sabéis que hay delictis gravioribus que sólo se perdonan en Roma y el padre Jaime era uno de los perdonadores oficiales.
Reconozco que, al saberlo, salivé. La curiositas innata, con el ejercicio periodístico y novelístico no ha hecho más que aumentar, así que se me sublevó y no pude dominarla. A la primera ocasión que tuve asalté al padre Jaime, valiéndome de su confianza y de la complicidad que acabábamos de escenificar ante la Virgen et in conspectu populi.
Cuéntenos qué pecados eran. No hace falta que nos diga los pecadores, padre Jaime, -se dice el pecado pero no el pecador- le insistía. Me imaginaba desfilando por su confesionario de la Minerva, pecados tipo Marcinkus, tipo Marcial Marcel, tipo misteriosa desaparición del papa Albino, y otros gravioribus vel gravissimis delictis.
No hubo manera. Se dio media vuelta, el padre Jaime, y con la disculpa de saludar y/o abrazar a otro exalumno, me dejó a mi y a los que estaban conmigo, contagiados de la misma curiosidad, con dos palmos de narices. La próxima vez que le vea, yo seguiré insistiendo.
En fin, que al Padre Jaime le sigo queriendo en mi corazón y la carta que me escribió el 1 de diciembre del año pasado y me llega ahora, se la agradezco en el alma. Porque llega en el momento en el que más falta me hace.
Un abrazo muy fuerte, padre Jaime, y cuídese mucho usted.
JOSE MANUEL GARCÍA VALDES -
Un abrazo
JOSE FERNANDO -
Luis Heredia -
A las 9,00, no p.m sino de la noche que se pasaba de p.m, del día 1 de Enero, se celebraba fiesta colegial CON UN ACTO INTIMO.
"¿Qué pasaría si ahora mismo nos encontráramos dentro de un programa de actos bucólico-festivo-colegial de religiosos ("de curas")que los colegiales se van a reunir a las 9 de la noche en el colegio para tener una fiesta (de party a guateque y de guateque a botellón, hemos pasado)y además con un acto íntimo entre ellos?"
Algunos me tomásteis en serio mi reflexión, otros a coña y de ahí surgió una acalorada discusión.
Visto lo visto en este portal y en el anterior, no me queda más remedio que llegar a la conclusión, visto lo visto, que si alguno levantara la cabeza y viera estas escabrosas fotos, hubiera pensado antes de volver a los infiernos lo de "aquellos polvos trajeron estos lodos". ¿ O sería al revés? Ya no estoy seguro.
Un beso muy fuerte a todos los que estuvisteis y a los que no, también. Pal Besucón, dos en cada carrillo.