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Antiguos alumnos dominicos VIRGEN DEL CAMINO - LEON

EL ESPEJO DE NUESTRA PISCINA

EL ESPEJO DE NUESTRA PISCINA

Nos escribe Eugenio Cascón sobre esta tranquilizante fotografía de aquella piscina nuestra que se comió el lobo y que nos envía Gabriel Navaro, así titulada: 

Último día en el colegio. 1975. (Reflexión en la piscina)

 


 

Me pide el jefe de este tingladillo un comentario de esta bonita fotografía y, así, a la vista de tamaña belleza, lo primero que se me ocurre es algo como lo que sigue:

 

“Ahí está, estallando de azul, con el cielo dentro, absorbiendo el entorno de árboles y edificios. Ni siquiera la alta silueta de la cruz del Santuario, algo más lejana, es capaz de resistirse a su atracción. La transparencia del agua se viste de colores. Todo invertido, hacia adentro, en opuesta simetría de espejo con la realidad reflejada. Comunión casi mística de lo real y su imagen, hacia arriba y hacia abajo, hacia afuera y hacia adentro: el mundo viéndose a sí mismo con mirada invertida. La piscina, nuestra piscina, hecha alma en su gallardo intento de transformar la estepa en campiña. Locus amoenus en medio del páramo. El alma se serena…”.   

 

La verdad es que una imagen tan hermosa de un lugar tan querido y añorado como aquel se presta a un arranque tan cursilón como el que acabo de pergeñar. Lo siento, José María Cortés, pero la culpa es tuya por haberme encomendado la “comenencia” de glosar esta estampa para el blog, criatura tuya y juguete ilusionante de nuestra edad tardía.

 

La imagen es bonita, no cabe duda (felicidades con décadas de retraso a su autor), e invita a disfrutar la calma y el sosiego de un día de verano en quietud y silencio, cuando ya la patulea vociferante que constituíamos a la hora del baño había emprendido el regreso a casa. Cada mochuelo a su olivo, por el momento, que ya volvería toda la mochuelada a hacer la travesía de otro invierno sin posibilidad de piscina.

 

Pero, ¿nuestra piscina era esta? ¿Era así como la veíamos? Creo que no, que era menos deslumbrante, menos estampa, y más real, refrescante y divertida. La percibíamos más con el tacto que con la vista, que para eso se trataba de una piscina, cuyo fin esencial no es la contemplación, sino el remojón, el movimiento, el jolgorio, el griterío… La ajetreada impureza de la vida frente a la tersa pureza de la imagen que se limita a recoger un instante del devenir del tiempo. Nuestra piscina era la de los cuatro colegiales que cuelgan de la visera o la del grupo de chavalines apiñados junto a la escalerilla que nos ofrecen dos de las aportaciones más recientes.

 

Era una piscina larga, muy larga, que probablemente superara la longitud de las olímpicas. Seguramente se agrandaba aún más para aquellos preadolescentes recién llegados, que la contemplaban con cierta admiración y quizá, en muchos casos, un tanto apabullados y temerosos, sobre todo los que proveníamos de pueblos pequeños y perdidos y no nos habíamos bañado más que en los charcos del río. Constituía sin duda una de las joyas de aquel colegio, tan moderno para la época, y uno de los señuelos más atractivos en el folleto de captación de vocaciones.

 

La época de baños coincidía forzosamente con el final de curso. No recuerdo muy bien cómo se organizaban, ni cuáles eran los horarios. Supongo que tras las competiciones deportivas del recreo de la tarde. Y allá que íbamos, primero en fila, pues era condición previa e ineludible atravesar las horcas caudinas de las duchas tubulares. Después, la fila se rompía y estallaba en una sucesión de chapuzones y gritos regocijados. Una vez dentro del agua, cada cual se las arreglaba a su manera, sin obligación de ir mirando el cogote del compañero de delante. Era, a pesar de que nunca faltaba la vigilancia, un espacio de libertad.

 

Recuerdo que, al menos durante algún curso, se impuso la obligación de entrar en el agua lanzándose de cabeza, bajo la amenaza, para los que no lo hicieran así, de ser cogidos por los tobillos y lanzados en vertical desde el improvisado trampolín que constituía la visera de la caseta que guardaba la depuradores. Miedos y temblores para algunos que apenas sabían nadar. Y es que, además, se entraba por la parte más profunda. Eran muchos los que se escabullían, aprovechando el bullicio. No sé si la amenaza llegó a cumplirse en alguna ocasión. Si alguno de los que tienen la paciencia de leer estas líneas fue víctima de semejante tropelía, que lo diga ahora, a toro ya muy pasado, o que calle para siempre.

 

Fuimos muchos los que allí aprendimos  a nadar, o mejoramos lo poco que sabíamos, al tiempo que envidiábamos a los que se exhibían en las competiciones, que siempre ganaban los mismos. Para los demás, era un éxito conseguir hacer primero un modesto ancho, y no digamos, con el tiempo, un largo, tan largo. Algunos años después, tuve ocasión de recordar todo esto cuando, en la piscina de la Ciudad Universitaria de Madrid, rondando la veintena, intentábamos impresionar a la compañera de nuestros sueños mediante demostraciones de estilo natatorio o componiendo la figura mientras dábamos algún que otro paseo en plan de exhibicionismo macarrón. Los tiempos y los deseos ya eran otros, pero qué ilusos y qué jóvenes todavía.

 

Seguro que la mayoría podría contar más de una anécdota acerca de sus experiencias en la piscina colegial, como las que relata Carlos Bañugues en el delicioso escrito recogido en El Álbum de las fotos. Gracias, amigo y compañero Carlos Jiménez Cuervas-Mons, por esto, por tu bondad y por tantas otras cosas. La frondosidad de tus recuerdos suple la parquedad de los míos.  

 

Termino con una tercera visión, no muy agradable y hasta con su punto de tragedia, que he podido entrever en algún documento. Se trata de una fotografía de la muerte de la piscina, anegada de escombros, convertida en sepultura de sí misma. La imagen causa tristeza y estupor. Parece mentira que aquel espacio de vida deviniera en este final, que nadie hiciera nada por impedirlo, como tampoco se hizo por tantos otros espacios y objetos con los que convivimos y de los que aquí se ha hablado en otras ocasiones. Pensemos, a modo de consuelo, que el agua que contenía se vino con cada uno de nosotros, que nos empapó y penetró a través de la piel, y sigue ahí, deslizándose invisible por los cauces de las arrugas que ya la surcan.   

 

Eugenio Cascón

9 comentarios

Eugenio Cascón -

Aunque ya consideraba agotado este capítulo de la bonita imagen piscinera, vuelvo a la carga y a daros un poco más la turrada, como dice Cirauqui, “por alusiones”. Y ya que andamos a vueltas con la cursilería, ¿habéis reparado en lo cursis que pueden resultar, a fuer de tópicas y socorridas, locuciones como esta?

He de agradecer al maestro Isidro Cicero la atribución a mi persona de una supuesta dosis de sabiduría. ¡Qué va! Lo que ocurre es que todos manejamos, mejor o peor, los rudimentos de la disciplina u oficio en que hemos trajinado durante muchos años, y de vez en cuando hacemos ostentación de ellos, sobre todo si, como en el caso de las cuestiones lingüísticas, resultan más o menos aparentes.

Permitidme que os cuente al respecto una anécdota. Hace tiempo, viendo trabajar a un jardinero, le manifesté mi admiración por lo bien que lo hacía: “Hay que ver lo que sabe usted de esto”, le dije aproximadamente. Y él me respondió: “Mire usté, entre tos, lo sabemos to”. Lección extraordinaria de sabiduría: la relativización del conocimiento individual, que no es sino una mínima parte del universal, del cual se nutre. Hoy ese hecho es mucho más visible y palpable merced a la red que todo lo abarca, y ahí está todo el conocimiento humano, en Google, en la Wikipedia, etc. El espectro electrónico ha conseguido, incluso, hacer más cierta la máxima, tan de siempre, de que el saber no ocupa lugar. ¿Qué será de nuestros libros cuando ya no estemos? Tengo la costumbre de acudir, los domingos por la mañana, al Rastro madrileño, donde me encuentro con algunos de mis antiguos compañeros del último instituto donde intenté enseñar. Nuestro campo de acción suele ser la Plaza del campillo del Mundo Nuevo, donde, aparte de los vendedores y trocadores de cromos (“sile, nole…”), se sitúan la mayoría de los puestos de libros de ocasión. Allí, un comentario que se repite una y otra vez: todo vamos con la intención de no comprar un libro más, dado que ya no nos caben en casa y, además, “¿qué será de ellos dentro de no mucho tiempo?”. Pues lo más probable es que quien los herede se deshaga lo antes posible de algo tan molesto devolviéndolos al lugar de procedencia, incluso teniendo que pagar para que se los lleven. La vieja cultura del papel, en la que el saber, de alguna manera, sí ocupa lugar, se bate en retirada.

En cuanto a lo de los buenos consejos, aunque te agradezco el cumplido, no puedo impedir que me suene a cosa de viejos. Perdóname, Isidro, que insista en el tema de El buen uso del español, el dichoso libro del que hace justamente un año estaba redactando los últimos capítulos y que se me había convertido en pesadilla y fuente de alucinaciones. Me corresponde de él la redacción, la selección del material, la organización, etc., pero el libro no es mío, es de la RAE, que me lo encargo, y prueba de ello es que hay aspectos doctrinales que, aun discrepando de ellos, hube de incluir sin tocarlos. Me siento más orgulloso de otras libros que he podido publicar, los cuales, aunque más imperfectos en todos los sentidos, son más míos. Incluso me satisfacen más las chorradicas, en forma de comentarios lúdico-irónicos de usos lingüísticos que observo en la calle o en los medios, que de tarde en tarde inserto en un blog que me confeccionó mi hija, que sabe de esas cosas, y que me sirven de desahogo y diversión ante los continuos atentados que, con absoluta impunidad, se cometen contra la lengua que nos es común.

Cirauqui, te digo lo mismo que decía a Heredia hace unos días: no sufras por los signos de puntuación, pues ellos mismos suelen decirte donde quieren ser colocados, sobre todo cuando, como tú, se está habituado a escribir. Además, lo importante es colocar adecuadamente los que tienen valor significativo y pueden influir en el sentido del texto. El empleo de muchos otros, sobre todo ciertas comas, puede ser optativo. Recuerdo que, cuando en la RAE nos llegaban las correcciones de determinadas academias hispanoamericanas en relación con los borradores de distintas obras que se les iban enviando, la mayoría consistían en insertar comas y más comas, casi detrás de cada sintagma. Y eso tampoco es bueno, pues se incurre un discurso entrecortado y tartaja.

Solamente ya un saludo para todos desde mi Mogarraz natal, en medio de sus fiestas de la Virgen de las Nieves, sin posibilidad de dormir unas horas por el continuo estruendo de tamboriles, charangas y alborotos de alegres borrachines. Por cierto, a los que alguna vez se han interesado por Toñín, nuestro cerdito callejero, he de decirles que durante estos días se le mantiene a buen recaudo en lugar casi secreto, dado que existe riesgo cierto de que algún grupo de botelloneros sin escrúpulos lo haga víctima de un mondongo prematuro.

Saludos y abrazos.

Javier Cirauqui -

A mí lo que más me maravilla de estas fotografías de Gabriel Navarro, aparte de su impecable factura, es que fuera capaz de hacerlas en su último día del colegio. Yo, ese día, no era capaz ni de mirar serenamente. Bien es verdad que existe una diferencia de diez años. Son fotos de 1975, y mi salida fue en el año 1965 y las fotos hubieran sido en blanco y negro y además yo no tenía máquina. Desde luego que eran tiempos diferentes.

Como dice: Eugenio Cascón, en este su estupendo escrito, es una bonita fotografía y así a la vista de tamaña belleza, según él, se pone cursilón, que a mí no me lo parece, y nos "endilga", para nuestro deleite, una bellísima descripción de la fotografía y de la piscina de nuestros sueños. "Locus amoenus en medio del páramo. El alma se serena..."
Hablando de cursilerías, por aquellos años de mi presencia en el Colegio, años 1961 a 1965, comenzó a ponerse de moda aquella locución de "me encanta". Yo procuraba evitarla, pues decirla me producía lacha, grima y tirria.
A mí me parecía de lo más cursi, pijo y ñoño, aquello de "me encanta", pero a través de los tiempos, todos acabamos encantados y utilizando esta cursi expresión para todo lo que te gusta o agrada. Hubo épocas de : "como me mola o me mola", o como decían en mi pueblo: "cómo me mola la gramola". Hoy a los jóvenes ni les molan, ni les encantan las cosas, les flipan y se agarran unos flipes de órdago. Todo les parece "guay" o "qué fuerte, ¿no?".

Como escribía hace mucho tiempo en uno de mis lingotazos, salvando la importancia espiritual del Santuario y las capillas, para mí, la piscina era el centro vital del Colegio. Estaba abrazada por la escuela mayor y la escuela menor, el convento de los frailes, el antiguo santuario, hoy museo, entonces pasillo que nos llevaba al comedor, Pantalla, las capillas y entre ellas la puerta que nos introducía al patio de la piscina, abierta solo en las horas de baño, los pasillos de las clases, largos paara deslizar gozosamente los tranvías, eran como dos brazos que protegían la piscina.
Era un oasis en el desierto, la caaba, fuente y templete de las abluciones, talismán, fresco tabernáculo, sancta sanctorum del placer y la gozada y arca de la alianza, donde se encerraban los más líquidos y refrescantes recuerdos del Colegio. Como vereis esto es ya rizar el rizo o el summum de la cursilería, pero me apetece decirlo.

En Villava no teníamos piscina, aunque en el folleto de propaganda figuraba una imágen, con apostólicos bañándose en una hermosa piscina con un puente como el de Rialto, que pertenecía al Chalet de Castellanos. Nuestros baños fueron en los ríos Arga y Ulzama y en el Campamento Montejurra un poco antes de las letrinas para no embadurnarnos de orines y mocordos.
A primeros de Septiembre, los de Villava llegamos, muy de noche a León. Nos llevaron al comedor y de allí por el largo pasillo hasta las camarillas. Desde este lugar contemplamos asombrados e ilusionados, por los ventanales, la enorme y larga piscina del Colegio. Algunas luces brillaban en lo profundo de sus aguas, quizás hasta las estrellas.
Al día sigiente nos llevaron a la piscina y para mí fue una gran fiesta, yo creo que mañana y tarde, pues estaban preparando la inauguración del Santuario y descartando a los que iban a cantar en la escolanía, solo los mejores, andábamos bastantes sueltos hasta que fueran llegando el resto de los alumnos de otros lugares y otros cursos.
Recuerdo cuando subíamos a los dormitorios a prepararnos y ponernos el traje de baño, las zapatillas y el albornoz, bajábamos por las escaleras, más o menos en siencio y al atravesar la puerta del patio de la piscinas, las carreras, los gritos y el jolgorio eran ensordecedores.

Dejábamos los albornoces en la hierba y cada uno se nosotros, tomábamos posiciones en un punto diferente de la piscina. Los que sabíamos nadar, en la parte donde más cubría, junto a la caseta de la depuradora, que servía de trampolín para los más avezados ondinos o sirenos.
Los que no sabía nadar comenzaban entrando poco a poco en la piscina, hasta que el agua les tapaba la barriga. Otros se quedaban en las orillas hasta que un fraile o compañero les expoleaba para que entraran en ella. Era obligatorio ducharse antes de zambullirse en ella y también después del baño y según leo en los comentarios, a veces había que tirarse de cabeza.
En una ocasión, hubo una persona, que influido por tales recomendaciones, se tiró a la piscina de cabeza, en la zona de poca profundidad, cuando aún la piscina no estaba llena del todo o se estaba vaciando. Se rompió la cabeza y tuvo que ser ingresado.

Según, Jesús Herrero, algunos se olvidaban de ponerse el traje de baño debajo del albornoz. Estoy seguro que estas prácticas exhibicionistas, de abrirse el albornoz, cual gabardina y mostrar sus vergüenzas sin vergüenza era debido a su tamaño reseñable, porque quieras o no los tamaños en ciertos momentos también cuentan y mucho,
aunque digan que la esencia en frascos pequeños... y el veneno también. Es dificil olvidarse del traje de baño para hacer el ridículo.
Si es verdad que a veces el traje de baño, de goma floja, te jugaba una mala pasada y te quedabas con él en los pies o en el fondo de la piscina, por lo que había que hacer buceos o maniobras para poder volver a tapar tus partes pudendas, con el consiguiente bochorno y sobresalto.
Recuerdo haberme pegado algunas "meadicas" en la piscina, para lo cual te posicionabas en una parte de la piscina donde te cubría casi hasta el cuello y adoptabas una posición, mirando al tendido o hacia el cielo, y a veces hasta silbabas mientras miccionabas, con cara de despistado. A mí me daba mucho corte, ya que decían las malas lenguas, que echaban unos polvos al agua, que al contacto con la orina esta se tornaba de colores verdes, rojos o morados. Yo creo que no era cierto. Sí recuerdo el fuerte sabor del cloro, que a veces te hacía toser y sacar los ojos por la narices y como decían en mi casa se te ponían los ojos rojos y "pitirris".
Había gente de mi curso que controlaba la depuradora, aunque no me acuerdo de sus nombres o no estoy seguro de ellos.
La temporada de baño comenzaba, según creo, en Junio, y seguía un proceso anterior de limpieza del vaso de la piscina, con rastrillos y escobas, arreglo del cemento, deteriorado por las heladas de invierno y llenado total de la piscina que duraba bastante tiempo. La temporada de piscina duraba hasta Octubre o más, si el tiempo lo permitía, pero en los últimos momentos, no era obligatorio acudir a la piscina, sólo los que lo desearan. Yo acudía hasta el último día y me recuerdo temblando, con los pelos de rata y las manos arrugadas, pero contento. En la piscina practicábamos todos los estilos, braza, crowl, estilo perro, mariposa, espalda y el estilo chorra, que consistía en nadar con las manos juntas en oración, algunos le llamaban estilo conejo. Recuerdo que Arrúe me enseñó a nadar a mariposa, al principio mi resistencia no me daba más que para tres o cuatro brazadas. Había gente muy buena entre los que recuerdo a Arrúe, Jesús Palomo, Ros y algún otro, de frailes al P. Torrellas. En las Olimpiadas y otros momentos se hacían competiciones de todos los estilos y ponían esas boyas, que aparecen en la fotografía para señalar las calles, aunque la vegetación no estaba tan crecida, como en la fotografía.
Pero lo más importante de estas sesiones de baño era el golgorio, la alegria, las aguadillas, que algún cabrito te hacía y las subidas y bajadas al trampolin para tirarte de cabeza, de espaldas de tripas, de pie, con peligro de romperte la columna o la cabeza. Algunos hacien saltos del angel con suma precisión y sin levantar agua. A mí me salía un angel "espatarrao". Otros hacían saltos con pirueta y varias vueltas.Yo conseguí darme una vuelta de campana, saltando desde la orilla de la piscina, de lo cual siempre he estado orgullosísimo. A veces, en lugar de subir por las escalerillas subías a pulso por la orilla de piedras granuladas y acababas cansado y lleno de cardenales y marcas por rodillas, espinillas y brazos.
No quiera olvidarme de las bombas que lanzábamos, unas veces en solitario y otras en batería, algunas dedicadas al P. Enrique que gozaba pisando dedos y sus nudillos de los que se aferraban como una tabla de salvamento a las orillas de la piscina.
Desde luego Luis Heredia, que yo también me admiro de como Cascón coloca las comas y los signos ortográficos, yo siempre he tenido problemas con ellas y nunca he estado seguro de donde colocarlas, aunque al final la lectura te ayuda mucho.
Al final os he dado la turrada y os he metido un rollo descomunal.
Me encanta la piscina de mi colegio y flipo con sus recuerdos.

Un fuerte abrazo para todos.
Javier.

Isidro Cicero -

Dice Eugenio Cascón - muy bien dicho - que esta lámina de agua azul tiene el cielo dentro, lo cual que a mí me trajo a la mente un verso de Juan Ramón leído cuando entonces en una biografía escrita por Pedro Garfias, que me había enviado el padre Aniceto Fernández, el año que resulté compañero de oraciones suyo, en nuestro particular sorteo del Niño, por navidad. Yo el verso de Juan Ramón lo recordaba referido a Moguer y, en mi deslizante memoria, decía así:
La luz, con el pueblo dentro.
He ido a localizar el verso donde se localizan estas cosas, para cerciorarme, y no. Al principio, lo más parecido que encontré fue el título de una película sobre la biografía del poeta que al parecer quieren terminar de rodar para finales de este mismo año. Habrá que verla. La película se titulará “La luz con el tiempo dentro”.
Pero no era así como yo recordaba el verso. Estaba seguro de que era el pueblo lo que JRJ había colocado dentro de la luz. Me parecía mucho más atrevida esta forma. Es más una vez que anduve por allí vi el poema reflejado en la realidad tal como lo tenía yo en mi memoria errática. Como los rojos de los ladrillos cara vista se reflejan aquí.
Me he afanado buscándolo para asegurarme a mí mismo y, al final, obtuve el premio de disfrutar de esta maravilla que no me resisto a compartir.

Cuando yo era el niñodios, era Moguer, ese pueblo,
una blanca maravilla; la luz con el tiempo dentro.
Cada casa era palacio y catedral cada templo;
Estaba todo en su sitio, lo de la tierra y el cielo;
y por esas viñas verdes saltaba yo con mi perro,
alegres como las nubes, como los vientos, lijeros,
creyendo que el horizonte era la raya del término.

Recuerdo luego que un día en que volví yo a mi pueblo
después del primer faltar, me pareció un cementerio.
Las casas no eran palacios ni catedrales los templos
y en todas partes reinaban la soledad y el silencio.
¡Quién pudiera no caer, no, no, no caer de viejo:
ser de nuevo el alba pura, vivir con el tiempo entero,
morir siendo el niñodios en mi Moguer, este pueblo¡

Más o menos lo mismo que en esta hermosa foto que en 1975 hizo Gabriel Navarro a aquella luz mesetaria preñada de cosas y dentro de la cual, oh luz dichosa, nosotros nos movemos y somos todavía. Eugenio Cascón la glosa con mucho primor y acierto. A Eugenio yo le sigo mucho, porque sabe mucho y da muy buenos consejos. Sin ir más lejos, es un muy buen consejo el que nos dio hará ahora diez o doce días sobre el How to do Things with Words. Pero es mejor todavía el conjunto de consejos que se atesoran en su propia obra sobre el buen uso del español que Eugenio se changó, aunque sean otros los que hayan cardado la lana.
En fin, me quedo con ganas de que alguien me interprete el significado de esas siete bolas que parecen flotar en el agua y que no acierto a saber si son reales, son siete globos sumergidos, o son esferas de otro mundo espejadas en aquella piscina que hoy nos “parece un cementerio”.
Y sobre todo, alguien debería llamarnos la atención sobre las jugarretas diabólicas que crea la inversión. Toda inversión, incluso las inversiones refractadas. ¿Qué otra cosa es sino una diablura satánica poner cabeza abajo nada menos que la cruz sacrosanta de la torre? Algo tendrá el agua cuando la bendicen. Pedro, en la fachada del Santuario, también se apoya en una cruz invertida, pero a estas alturas todos sabemos que esta señal no es un gesto satánico sino de humildad: Ya que iba a ser crucificado, que no se lo hicieran de la misma forma que a su Maestro. No era digno. Ahora, yo del agua, la verdad, no me fiaría. Sobre todo del agua de las piscinas.

Benjamín Díaz Gutiérrez -

Me parece ver flotando algunos globos, quizá alguno de esos globos que el aire no logró dispersar dado el atractivo que la piscina ejercía sobre nosotros, tal vez sean los de Feliú, creo que Soria, Maroto y Benjamín, aquellos locos que rompieron el hielo durante todo el invierno alrededor de la escalera y sumergirse una o dos veces para empezar el día calentitos, algún día había que romperlo por la tarde porque si no por la mañana era imposible dado el grosor, había alguién más pero no fueron tan constantes como esos cuatro, saludos y besos.

Jesús Herrero Marcos -

Felicidades al Sr. Ministro, felicidades a su santa, felicidades a Alba, que descanse la tramoya incluido José Ramón que ha tenido el honor que todos hubiéramos querido tener. Me alegra la noticia muchísimo, gracias Pedro.

Pedro Sánchez Menéndez -

Jesús: El Ministro anda ocupado por la boda de Alba, su hija, que contrajo matrimonio el día 2 de agosto en Vitigudino, siendo celebrante-testigo José Ramón López de la Osa, del curso de Javier.

Sigo deleitándome con los comentarios tan bellos y deliciosos de todos los que escribís en el blog. Gracias. Pedro

Eugenio Cascón -

Muchas gracias, querido Luis Heredia, por tus excesivos elogios hacia mi prosa y mi habilidad con las comas, pero verás, aparte de que todos hacemos lo que podemos y no siempre sale bien, es solo cuestión de oficio, pues creo que la prosa se desliza sola si la entrenas un poco y que poner las comas en su lugar no tiene demasiado mérito. Como son tan pequeñas, basta con coger un puñado y esparcirlas a voleo sobre el escrito que uno lleva entre manos, dejándolas hacer, y seguro que cada una acude al lugar adecuado. No quedan bien cuando nos empeñamos en sacarlas de dicho lugar, en forzar su voluntad de ordenadores del discurso. De todos modos, siempre hay alguna, rebelde, que actúa por su cuenta y se descoloca, o no se pierde.

Y ya que ha salido la cuestión, hablemos de lo cursi. El diccionario aplica este adjetivo a aquel o aquello que aspira a ser fino y elegante sin conseguirlo, incurriendo, en consecuencia, en el mal gusto. Desde mi punto de vista, sin embargo, la definición es demasiado negativa, excesivamente condenatoria. Creo que no siempre lo cursi incide en el mal gusto: puede ser que baste con que se exceda en el refinamiento, en ocasiones tratando de imitar lo que es realmente brillante. No me parece que siempre que se ha llamado cursi a alguien haya sido por la mencionada razón, sino seguramente por un exceso de sensiblería o de afectación en el hablar y en el actuar.

Vayamos un poco más allá. Sin una adecuada dosis de cursilería, no sería lo que es buena parte de la literatura consagrada a lo largo de los siglos, sobre todo de la poesía. Poesía de gran altura, pero cursi, a veces inevitablemente. ¿O es que no lo son los suspirillos de don Gustavo Adolfo? ¿Y qué decir de los continuos lloros amorosos de Garcilaso de la Vega? Sin duda era este un cursilón que lloraba mucho por sus amores frustrados, pero lloraba tan bien… Y tantos otros: cuanto más refinados y exquisitos en la forma, más cursis, pero mejores poetas. Claro que, cuando el talento no alcanza, la cursilería campa a sus anchas y el sonido armónico deviene en chillido estridente.

Todos tendemos en ocasiones a ser cursis, o lo somos sin darnos cuenta, o utilizamos la cursilería de manera paródica, como yo mismo intenté hacer al comenzar la descripción de la fotografía que nos ocupa. Pero eso no tiene por qué ser malo, ni de mal gusto.

Pero volvamos a nuestra piscina. Primero, como alguien ha recordado, hay que agradecer, ahora por entonces, los desvelos de Javier Muñiz, el Ministro, por mantener el agua limpia y saludable. Perdón, Javier, por mi anterior olvido. Me gustaría, por otra parte, incidir en la muerte cruel de aquella pileta, en pro de mejoras que no comprendo, pues ni siquiera sé si las ha habido, o, tal vez, porque ya era un espacio inservible, que incluso estorbaba o suponía un peligro para cualquier despistado. No vimos cómo se hizo; solo un resultado con tintes fúnebres.

Porque, del mismo modo que algo de ella, de su agua bien clorada se filtró a través de nuestra piel juvenil y quedó ya para siempre en nosotros, quizá algo nuestro se quedó en ella y fue cegado después por los escombros inclementes. Y no me refiero solo a la cuota de roña que a lo mejor depositábamos, tal vez porque, en un descuido del vigilante, habíamos sorteado las duchas y nos habíamos zambullido con todo lo que llevábamos encima. No, me refiero a algo más propio, más nuestro: a jirones, o pequeñas esquirlas, de nuestro ser adolescente. ¿Veis cómo lo cursi aparece por doquier?

Y, a propósito de la roña, me viene a la memoria (los recuerdos acuden cuando quieren) una actuación (“performance”, diríamos ahora) que se repitió en varias ocasiones y que parece difícil de creer por esperpéntica, inquisitorial y hasta cruel para aquellos pequeños sufridores. ¡Qué joya de documental perdido! Recordaréis todos aquel largo pasillo, el más lago de todos, que recorríamos en filas cuando íbamos al comedor, hacia el Santuario o a cualquier lugar que nos alejara de las aulas y los dormitorios. Aquel en que los tranvías abrillantadores adquirían su máxima velocidad, con el consiguiente incremento del riesgo de accidente ante cualquier obstáculo. Pues bien, a algún fraile mantenedor del orden, creo que el director, se le ocurría de repente detener la marcha y dar la orden de que nos descalzáramos para, seguidamente, examinar, uno a uno y con sumo cuidado, nuestros pies, los de todos, a fin de comprobar su limpieza y buen olor, con especial cuidado a las junturas de los dedos. ¡Pobre de aquel que no se los hubiera lavado bien y escondiera algo de materia innoble! Quedaba expuesto a la vergüenza pública, amén de otras posibles sanciones. La tarea llevaba un buen rato y ahora, al recordarlo, sonrío por lo insólito de la situación, pero entonces… Creo que yo estaba en aquella época en la escuela menor, en mi primer año en el colegio, y que el director era el pCura. Si no es así, ofrezco mis más humildes disculpas.

Pues eso, es posible que, sin la revisión oportuna, algo de aquella sustancia fuera también a parar a las aguas piscineras. Éramos tantos y nos movíamos tanto cuando nos dejaban…

Jesús Herrero Marcos -

El espejo del agua está ahí tan bonito y tan guais porque así lo disponía el Sr. Ministro que, por cierto, no sé dónde leches se ha metido últimamente. Seguramente en el cuarto de la Puri. Él se encargaba de tenerla quieta, como aquí y, además, limpia y transparente para que yo pudiera darme unos buenos tragos de vez en cuando, no porque yo fuera un pato mareado en asuntos natatorios sino porque tenía sed. A veces me ayudaban a beber gentes de mal vivir empujándome hacia abajo a traición y por la espalda. Pero en fin, nada que no pudiera arreglarse con unas buenas toses, no por nada, sino porque el Sr. Ministro ponía cloro para que no nos infectáramos y siempre picaba un poco la garganta. El Sr. Ministro preguntaba ¿cómo está el agua? Y yo solía responderle: Para mi gusto un poco insípida, a lo que él solía responder: No pensarás que te voy a echar cocacola… La cosa no solía ir a más pero con el tiempo se echó otros asesores más interesados en el bien común.
También era divertido mirar cómo se tiraba la gente en el pozo. A veces caían de tripa, lo que llamábamos, mayormente, una panzada y hacían un ruido que hasta me dolía; en ocasiones, y después de una palomita estilosa, algunos asomaban en la superficie con el meyba en los tobillos, lo cual producía sonoras carcajadas entre los asistentes. Quizá esta fuera la razón por la que el Sr. Ministro pensó alguna vez en dejar el agua turbia, para que no se vieran estas cochinadas. Yo, por si las moscas, siempre me ataba bien fuerte el taparrabos. Y también hubo quien al quitarse el albornoz se vio que no tenía nada debajo. ¡Cielos! ¡Vaya despiste!
La cosa es que ahí aprendimos todos a nadar y a beber (solo de vez en cuando), que es lo importante, básicamente porque para conducir hay que ir lo más sobrio posible. Luego, en las piscinas del mundo, cuando tratábamos de deslumbrar al personal femenino, como dijo alguien más arriba, yo, al menos, no deslumbraba nada y tenía que echar mano de otras triquiñuelas más arteras y alevosas, pero no las pienso contar aquí para que nadie se escandalice o, lo que sería peor, me las copiara, porque alguna todavía funciona. De lo que ya no puedo echar mano es de mi atlética figura de antaño, que en el fondo sobre ella descansaba el peso de las maniobras. Ahora ya solo me queda una silueta redondeada en la parte central y algo desgastada por el paso del tiempo. Hasta tal punto que ya no me arriesgo a lucirme en las piscinas públicas (ni privadas). Ahora solo me queda una piscina en la cabeza, la de la foto, la de todos, la del blog, la del Sr. Ministro y la del cabrito del Furri, que era uno de los que me hacían aguadillas, ¡Ángelamariajuana!, que ladino…

Luis Heredia -

Pues sí que están dando juego los duetos de las fotos de Gabriel Navarro con las intervenciones de los que nadáis en la abundancia de prosa y lo describís todo tan bien.

Deliciosa y memorable esta intervención de mi compañero de curso Eugenio Cascón, como lo fue la última de Luis Carrizo.

Y otro acierto del implacable Josemari Cortés que es del curso de todos por descolgarnos de su armario esta foto en plena canícula, al menos por aquí abajo, cosa que se agradece para refrescarnos un poco, a parte de la memoria, que algunos la tienen más seca que la sepultada en si misma piscina que tantas alegrías nos dio y ningún disgusto nos deparó. Porque, mirad si es larga esta piscina, ancha y profunda y nadie precisó de primeros auxilios, salvo aquellos que se vieron bajo las garras o los zapatos del P. Enrique.

Ahora de mayor que tanto miedo me dan las piscinas cuando veo merodear, jugueteando y corriendo a niños pequeños que no sé si saben nadar pero se me ponen los pelos de punta por experiencia propia con uno de mis hijos, como digo, ahora de mayor tengo el convencimiento que la piscina estaba vigilada por más de un Angel. Vamos, por cuatro angelitos como los de mi cama.

Eugenio, no tiene desperdicio ni una de tus palabras, vamos, ni una coma, que se nota que sois expertos porque las ponéis siempre en el lugar exacto.
Incluso hasta las cursiladas, según tú, que tú te irrogas pero que ya se inventaron desde los comienzos de este blog y de las que participamos todos activamente sin importarnos ya a estas alturas del curso la calificación.
Es un lujo, Eugenio, compartir contigo, leer contigo y cursilear contigo.
No se puede comentar mejor esta fotografía ni expresar los sentimientos como tú sobre una piscina llena de agua cuando nació y sepultada ahora en si misma cuando murió a pesar de ser tú de secano.

Qué razón tienes cuando dices que la piscina verdadera y real era la de los cuatro colegiales colgando de la visera.