Hola, Javier, es un placer saludarte en estos lares. Sabes que yo llevo "de Pablos" como quinto apellido (el segundo de mi abuelo paterno). Aún recuerdo con complacencia el ágape, léase merendorra, que celebramos hace ya un tiempo en tu casa de las Casas del Conde. Hoy nos une una mirada confiada y soñadora a la Peña de Francia, a su Virgen morena, tan nuestra, tan serrana. Sabes que llevo años preocupado por mejorar nuestros pueblos. ¡Ojalá pudiéramos hacer algo significativo por ellos! ¡Región guapa donde las haya y tan despoblada! Lo que los dominicos han hecho con sus provincias nosotros deberíamos hacerlo con nuestros pueblos para iniciar una nueva andadura con futuro. Será muy difícil quitar de golpe 22 alcaldes para dejar solo uno, que bien podría ocuparse de los escasos siete mil habitantes que pueblan tan hermoso paraíso.
Alfonso Losada Vicente -
A TODOS : No digo "na" que luego "to" se sabe.
Abrazos.
Losada
Santos Suárez Santamarta -
Confieso que es un placer y me produce emoción leer a Eugenio y Ramón Igual que Alfonso y Javier Tienen a mi parecer una sencilla elegancia, una bendita arrogancia y un orgullo contenido sin duda porque han nacido junto a la Peña de Francia
Eugenio Cascón -
Hola, Javier. Encantado de saludarte una vez más. Los de Las Casas del Conde sois tan serranos y tenéis tanto derecho a la Peña y su Virgen como los mogarreños, así que estás en el grupo.
Alfonso ha hecho alusión al tío Maúro, al que creo que creo que ya podemos aludir por su sobrenombre, puesto que los nativos de alguna edad lo conocimos de sobra y a los demás imagino que les da lo mismo.
Santos ha cogido el hilo y ha puesto en solfa su aventura penitencial, así que humildemente me permito enhebrar con su décima y añadir un par de ellas más para glosar la figura de un hombre que hizo disfrutar mucho a sus paisanos y a otros que no lo eran, con su ingenio y dominio de la danza popular. Pido perdón al resto si la cosa va resultando algo terruñera. Ahí van:
Perjuraba el zapatero, por sobrenombre Maúro, que el garbanzo estaba crudo y hasta arriba llegó entero. Si el buen hombre era sincero es algo que yo no sé, pero el estado del pie hubo de ser fiel testigo de semejante castigo si verdad el hecho fue.
Más bailarín que artesano, diestro en danzas populares y en decires y cantares de ingenio lego y serrano, del pago constantiniano fue asiduo visitador, rapsoda y gran bailador luciendo el atuendo charro, agitando el botonarro con denodado fervor.
J. M. de Pablos -
Me habéis tocado mi punto débil. Aunque soy medio "Mogarreño", por parte de abuela, doy fe y testimonio de todo lo que Eugenio y Ramón nos cuentan. Es un placer leer a estos dos "mogarreños", amantes de esa tierra que tan buena gente ha tenido y tiene. Gerardo debe estar "dormido"¡Hay que despertarlo!
Un abrazo Eugenio y Ramón.
Javier
Ramón Hernández Martín -
A ese zapatero, gran amigo mío, lo llevé un año yo mismo a la Peña como maestro bailaor el día de la Virgen de la Peña de Francia, pues era uno de los más brillantes bailaores y folcloristas de toda la Sierra de Francia de todos los tiempos. Un hombre que más que simple y alegre era la simplicidad y el humor encarnados. Estar un rato con él te hacía sentir la alegría de vivir y troncharte de risa. Siendo ya anciano para aquel entonces (rondaría los 70 años), dejó exhaustos y tirados por tierra al grupo de mozos y mozas bailarines de La Alberca que lo acompañaron en los bailes. Escribió aquel día una página gloriosa de la belleza que brota del folclore y de la religiosidad serranos en una cumbre en la que se toca y se saborea anticipadamente el cielo.
Alfonso Losada Vicente -
Hola, Santos: Tienes razón, no quise dar más explicaciones, para así, no descubrir la trampa; sé algunas anécdotas más de este " Ilustre Señor" que no viene a cuento (Era la alegría de Mogarraz), yo le apreciaba mucho, como creo que el resto del pueblo. ¿No serás de por allí? No obstante, te diré que fue cierto lo de los garbanzos.
Un fuerte abrazo.
Losada
Santos Suárez Santamarta -
sin "de" en el segundo verso
Santos Suárez Santamarta -
Alfonso, ese zapatero a la par que de bailarín me da a mí que fue un pillín y un penitente fullero. Llegar a la Peña entero con los garbanzos metidos en sus zapatos ceñidos no es prueba de devoción si tuvo la precaución de ponerlos bien cocidos.
Alfonso Losada Vicente -
¡¡¡Vaya un diccionario que tengo!!!. Por más que busco adjetivos para la ocasión, solamente he encontrado uno "SUBLIME", pero al ver que se queda corto, me apunto a lo que dicen ahora "LO SIGUIENTE". Un ilustre del pueblo, por más señas, zapatero y bailarín, también hizo la promesa de subir a la Peña con garbanzos dentro de los zapatos y lo cumplió. Agradecido a los dos otra vez; espero a ver que nos dice Gerardo. Un abrazo.
Losada
Ramón Hernández Martín -
¡Jolín, Eugenio, esto ha sido como una opípara merienda de sentimientos muy gozosos! Gracias por ser cronista y barítono, cantor de una tierra hermosa. Seguro que cuantos te leanído sentirán un impulso irrefrenable de acercarse por allí. El grupo con el que comparto mesa, mantel y tertulia los primeros viernes de mes cerca de Oviedo, en la Casa del Dago, lleva hablando ya dos años de organizar un viaje a la Peña de Francia. Confiemos en que, de lograrse, no sea como el de los israelitas de Egipto al Sinaí. Losada, tú mismo, que lo haces requetebién. Gerardo: ¡segundo aviso! Así que átate los machos y descorcha. Dos orejas y rabo para Eugenio.
Eugenio Cascón -
Ahí le has dado, querido Furriel. Nos has puesto delante una imagen que sabías que a algunos no iba a dejarnos indiferentes, sobre todo a los que, al poso dominicano, unimos el fervor por el terruño que nos vio nacer y crecer. Seguro que sabías que alguno de nosotros iba a entrar al trapo y se iba a lanzar a glosar el retrato sin necesidad tan siquiera de que lo insinuaras. Y como veo que Ramón y Alfonso, paisanos míos, han entrado, no quiero quedarme al margen para que después me lo echen en cara.
Seguro que a Ramón le resulta más familiar esta imagen que a mí, puesto que llegó a formar parte de ella, o de otra muy similar. Una imagen añeja y ya desvaída de las gradas de la sólida iglesia, entre berroqueña y pizarrosa, de la Peña de Francia que recuerda muchas cosas. Es de los tiempos en que la cima de la montaña sagrada (iglesia, convento y hospedería) se llenaba, sobre todo en verano, de frailes y aprendices de frailes, de los que ya lo eran por edad y por carrera y de los que estaban en ello, estudiantes de teología en Salamanca. La imagen de la explanada cimera poblada de figuras blancas que iban de acá para allá, recorriendo una y mil veces el reducido espacio, casi prisión aérea, con los hábitos aleteando a impulsos del viento, que casi nunca falta, casi a punto de echarse a volar desde el Salto del Niño, era algo que resultaba familiar a la retina de los serranos que subían hasta allá en las fechas señaladas.
No sé cómo lo vivíríais desde dentro. Yo puedo decir que lo recuerdo como espectador atónito, ya que formó parte de mi paisaje infantil, de aquella mirada sorprendida con que contemplábamos aquel mundo, tan diferente del de nuestros pueblos, tras la pequeña aventura de la subida a la Peña.
A veces, el tío Segis llegaba al pueblo acompañado de una pequeña turbamulta de dominicos _normalmente veteranos con la misa más que cantada, eso sí_ , procedentes de la Peña o de San Esteban, y aterrizaban en casa de mis abuelos, o en la de mi tía Dora, que era su hogar familiar. Aunque mis familiares se mostraban sumamente amables y educados, sospecho que temblaban por dentro, pues eran conscientes de que algún jamón se iba a quedar desnudo y tiritando. Pero lo sacaban de buena gana.
Con estos antecedentes, ¿cómo no iba a terminar uno en la Virgen del Camino?
De la Peña de Francia se puede hablar mucho; de hecho se ha hablado y escrito abundantemente, y por ahí circulan mil historias antañonas que aspiran, con aroma de leyendas, a desvelar los misterios que una historia poco conocida en lo remoto permite vislumbrar y hasta inventar, si se quiere. Hay quien sitúa en ella la Lancia Oppidana de los vettones, aunque dicen los eruditos que estaba más al oeste, hacia la Sierra de Gata o en tierras ya portuguesas. Alguna imaginación atrevida ha llegado a situar aquí el último refugio de Roldán (el de la Chanson, claro, el de los doce pares, no el otro), tras el desastre de Rocesvalles. También a don Rodrigo, el último de los godos, que llegó por estas tierras escapando de los moros, pues hay quien dice que no murió en el río Salado, sino que ascendió a la Meseta y buscó refugio en el Castillo Viejo de Valero, ahí al lado, y halló su final en la también legendaria batalla de Segoyuela, también cerquita. Y, claro está, hubo templarios (¿dónde no, según esa novelística pseudohistórica tan en boga?), instalados en el valle del Lera, una fértil vega a los pies de la montaña, por donde nos cuenta Alfonso Losada que comenzaba la subida.
Pero todo esto, aunque muy sugestivo, queda entre tinieblas. La historia del lugar comienza realmente en el siglo XV, con aquello de las predicciones de la buena de Juana, la moza santa de Sequeros, y el hallazgo de la imagen de la Virgen por parte del parisino Simón Vela, también Roldán, curiosamente, por parte de padre, que a lo largo de siete años de búsqueda recorrió, primero e inútilmente, Francia (¿adónde iba a ir si la voz misteriosa le dijo que buscara en la Peña de Francia?), se vino a España por la ruta jacobea y acabó moviendo piedras en nuestra Peña, hasta que, tenaz él, encontró lo que buscaba: una imagen, ocultada, al parecer, por manos piadosas varios siglos antes, obispo Hilario mediante, para ponerla a salvos de las manos sacrílegas de los invasores africanos. Nos decían en nuestra infancia que todas las piedras sueltas que cubren extensas zonas de la ladera habían sido removidas por el bueno de Simón. ¡Qué tío!
Y apareció la pequeña estatua, negra por más señas, por lo que alguno de los que saben de esas cosas hablará de sincretismos religiosos, de la cristianización de Isis o Astarté, pero, para los que no sabemos mucho, es solo la Virgen de la Peña, la que quedó allí arriba como punto de referencia y objeto de devoción de los serranos a lo largo de los tiempos, aunque alguna que otra perrería le hicieron a efectos de una amorosa y mal entendida rivalidad, dado que fue secuestrada y escondida durante años, hasta que la devolvieron, bajo secreto de confesión, destrozada, reducida a unos añicos que hoy se ocultan en el interior de la talla que puede verse en el camerino, en la que al menos se respetó la color.
Posiblemente la mayoría conoceréis estas historias, que creo recordar que el padre Ángel, el último ermitaño del lugar, nos contó a su manera en aquel viaje de hace unos años. Pero yo tenía que volver a contarlo a la mía, que para eso soy de allí. Y también necesito hablar de mis recuerdos, sobre todo los infantiles, que son los más vivos a estas alturas.
Y, puesto en ello, recuerdo aquellas ascensiones a pie, unas veces desde El Casarito, a los mismos pies, o desde mi mismo pueblo, diez o doce kilómetros más allá. Las familias solían subir al menos una vez al año, fundamentalmente el día de la fiesta, al final del verano, a rendir pleitesía a la Señora, por atajos conocidos, entre bosques y jarales, hasta llegar a los yermos pétreos de las alturas. Parada y descanso en la fuente de Simón Vela, precioso y umbrío lugar a mitad de camino, con caños de agua fría, a tomar un primer bocado. Porque las mujeres, siempre ellas, iban cargadas con la pesada cesta de la merienda, repleta de tortillas y embutidos, aparte de la inevitable hogaza de pan y la botella de vino, para luego, a su hora, extender manteles en el campo de San Francisco, o junto a la fuente Buitrera, de agua más helada aún, o sobre cualquier risco. Los chiquillos, ilusionados, subíamos casi corriendo, mientras que la gente más devota lo hacía descalza e, incluso, de rodillas durante el último tramo. Y al llegar, la imagen, familiar y acogedora, de los frailes blancos salpicando la cima.
En alguna ocasión llegó a fletarse el coche de línea, que, abarrotado, hacía lo que podía por trepar por aquella empinada carretera, estrecha y descarnada, protestando, parándose y maniobrando en cada curva. Y, mientras el conductor maldecía, las mujeres pasajeras entonaban con devoción rural cantos a la Virgen: Virgen de Peña de Francia / bien compuesto está el camino / para subir y bajar / a vuestro templo divino.
_Sí, ¡bien compyuesto! Lleno de piedras _rezongaba algún protestón de los que nunca faltan.
Podría contar una y mil anécdotas de entonces, pero me alargaría demasiado. Voy a hacer referencia solamente a una señora de mi pueblo, una mujer buena y algo beata que, ante cualquier atisbo de desgracia, propia o ajena, ponía la manda de subir a la Peña a pedir ayuda a la Virgen. Si el año venía malo, la pobre mujer se veía obligada a hacer varias caminatas. Se dice que, en cierta ocasión, cuando, en compañía de otras personas se dirigía al santuario, en un momento determinado dijo a sus acompañantes: Id andando, que ahora os alcanzo. Y se volvió al pueblo a buscar el rosario, que se le había olvidado. Llevaban ya recorridos siete u ocho kilómetros, pero ella no dudó en volverse y reiniciar el camino. Eso es afición.
Tampoco resisto la tentación de decir algo acerca de la aventura de otro paisano, un hombre peculiar, de gran ingenio y habilidad, ebanista autodidacta (impresionista, decía él) capaz de fabricar todo tipo de muebles en los que tallaba rostros y figuras que copiaba de los dibujos de una vieja enciclopedia. Algunas de estas piezas llegaron a pasar por antigüedades. Pues bien, nuestro hombre tenía una pata de palo, fabricada por él mismo, que se vio obligado a llevar a consecuencia de una mala caída que, en su juventud, llegó a producirle gangrena, lo que hizo necesaria la amputación. Ello, no obstante, no coartó nunca su espíritu emprendedor. Progenitor de una larga prole, no andaba muy sobrado de posibles, así que, conocedor, como el común de sus paisanos, de la leyenda que situaba en algún lugar la cima de la Peña de Francia un tesoro escondido, un día se embarcó en la aventura de encontrarlo. Una vez arriba, se dirigió al lugar donde tenía la seguridad de que se hallaba, creo que la Cueva de los Mosquitos, y se fue adentrando más y más en sus estrecheces, hasta que llegó un momento en que el agujero se hizo tan pequeño que nuestro hombre se quedó atascado, ni padelante ni patrás, con la dificultad añadida de la limitación de movimientos causada por su apéndice de madera. Se dice que permaneció allí bastantes horas, sin que nadie supiera donde estaba, hasta que _él mismo lo contaba_ en cierto momento consiguió hacer palanca con la pata rígida y, poco a poco, fue retrocediendo hasta llegar a un espacio más desahogado. El caso es que el pobre hombre salió de allí sin tesoro y con el susto en el cuerpo.
Aquí se podría decir lo de que ya no queda gente como aquella. Aunque he omitido los nombres, por mor de la discreción, Ramón, Alfonso, Gerardo y demás gente cercana saben de sobra a quienes me refiero.
Son recuerdos, solo recuerdos y añoranzas de un tiempo y un lugar, pues hoy en la Peña de Francia ya apenas se ven frailes y la gente sube cómodamente en automóvil, más por turismo que por otro motivo. Y hasta se ha puesto de moda subir andando, y a ratos hasta corriendo, pero ya no por devoción, sino por hacer senderismo, escalada y cosas de esas tan de nuestro tiempo.
La montaña, nuestra montaña, sigue allí, visible desde todas partes, inamovible y señera, con su silueta en forma de trapecio que semeja un manto extendido; coronada por la silueta de la iglesia, el convento deshabitado y la hospedería convertida en hotel, además del añadido del repetidor de televisión con forma de pirulí. Y ahí seguirá, y siempre habrá serranos que no dejarán de acudir a su llamada, no importa el medio.
Alfonso Losada Vicente -
Desde luego, Ramón, tienes más razón que un santo. Anoche intenté escribir por dos veces, y a mitad de la escritura, desaparecía. Recuerdo, que por los años 50,en verano, había muchos frailes en la Peña, y además, eran jóvenes. Subíamos en romería las gentes de todos los pueblos serranos. Recuerdo subir por una vereda que había desde la Alberca-Lera y en vertical hasta la cima, y para bajar, por el mismo camino. Hoy día, no creo pudiera realizar el mismo itinerario. El promotor de todo ello ,era el P. Constantino (gran orador) Mi idea, era instaros a los mogarreños, Gerardo, Eugenio y a ti, a que escribierais sobre la Peña de Francia, puesto que vosotros sabéis expresaros mejor que yo. Tú, Ramón, ya lo has hecho, ahora faltan los otros dos, que también saben escribir con estilo. Muchas gracias a los tres, y un fuerte abrazo, aunque no me deis esa satisfacción.
Losada
Ramón Hernández Martín -
La escalinata parece un rosal llenito de rosas blancas. ¡Qué tiempos aquellos, cuando incluso más de doscientos hábitos blancos se paseaban por entre tan señeros riscos! Pero ninguna nostalgia, pues la vida es la vida y los tiempos son los tiempos. Salgo hoy aquí solo para recordaros a todos, hayáis o no hollado aquellas piedras, que el Santuario sigue en el mismo bellísimo lugar, regentado por los dominicos, aunque quizá no por mucho tiempo dada la precariedad del personal disponible, y que sigue teniendo un gran poder de convocatoria no solo para el "universo dominicano", sino también para la aldea serrana, para los anchos campos de Castilla y para quien busque volar sin despegar del suelo. Llevo años preocupado por el destino de aquellas hermosas cumbres y aportando mi granito de arena para que no se olvide lo que fue y puede seguir siendo: referencia imprescindible de una forma de vida muy rica en valores, en la que, por gracia de la naturaleza y del espíritu humano, los contravalores se despeñan y descuartizan fácilmente al ser arrojados desde el Salto del Niño. Quedáis todos invitados a conocerla, si fuera el caso, o a saborearla de nuevo.
14 comentarios
Ramón Hernández Martín -
Alfonso Losada Vicente -
Abrazos.
Losada
Santos Suárez Santamarta -
y me produce emoción
leer a Eugenio y Ramón
Igual que Alfonso y Javier
Tienen a mi parecer
una sencilla elegancia,
una bendita arrogancia
y un orgullo contenido
sin duda porque han nacido
junto a la Peña de Francia
Eugenio Cascón -
Alfonso ha hecho alusión al tío Maúro, al que creo que creo que ya podemos aludir por su sobrenombre, puesto que los nativos de alguna edad lo conocimos de sobra y a los demás imagino que les da lo mismo.
Santos ha cogido el hilo y ha puesto en solfa su aventura penitencial, así que humildemente me permito enhebrar con su décima y añadir un par de ellas más para glosar la figura de un hombre que hizo disfrutar mucho a sus paisanos y a otros que no lo eran, con su ingenio y dominio de la danza popular. Pido perdón al resto si la cosa va resultando algo terruñera. Ahí van:
Perjuraba el zapatero,
por sobrenombre Maúro,
que el garbanzo estaba crudo
y hasta arriba llegó entero.
Si el buen hombre era sincero
es algo que yo no sé,
pero el estado del pie
hubo de ser fiel testigo
de semejante castigo
si verdad el hecho fue.
Más bailarín que artesano,
diestro en danzas populares
y en decires y cantares
de ingenio lego y serrano,
del pago constantiniano
fue asiduo visitador,
rapsoda y gran bailador
luciendo el atuendo charro,
agitando el botonarro
con denodado fervor.
J. M. de Pablos -
Aunque soy medio "Mogarreño", por parte de abuela, doy fe y testimonio de todo lo que Eugenio y Ramón nos cuentan.
Es un placer leer a estos dos "mogarreños", amantes de esa tierra que tan buena gente ha tenido y tiene.
Gerardo debe estar "dormido"¡Hay que despertarlo!
Un abrazo Eugenio y Ramón.
Javier
Ramón Hernández Martín -
Alfonso Losada Vicente -
¿No serás de por allí? No obstante, te diré que fue cierto lo de los garbanzos.
Un fuerte abrazo.
Losada
Santos Suárez Santamarta -
Santos Suárez Santamarta -
a la par que de bailarín
me da a mí que fue un pillín
y un penitente fullero.
Llegar a la Peña entero
con los garbanzos metidos
en sus zapatos ceñidos
no es prueba de devoción
si tuvo la precaución
de ponerlos bien cocidos.
Alfonso Losada Vicente -
Un ilustre del pueblo, por más señas, zapatero y bailarín, también hizo la promesa de subir a la Peña con garbanzos dentro de los zapatos y lo cumplió.
Agradecido a los dos otra vez; espero a ver que nos dice Gerardo. Un abrazo.
Losada
Ramón Hernández Martín -
Losada, tú mismo, que lo haces requetebién.
Gerardo: ¡segundo aviso! Así que átate los machos y descorcha.
Dos orejas y rabo para Eugenio.
Eugenio Cascón -
Seguro que a Ramón le resulta más familiar esta imagen que a mí, puesto que llegó a formar parte de ella, o de otra muy similar. Una imagen añeja y ya desvaída de las gradas de la sólida iglesia, entre berroqueña y pizarrosa, de la Peña de Francia que recuerda muchas cosas. Es de los tiempos en que la cima de la montaña sagrada (iglesia, convento y hospedería) se llenaba, sobre todo en verano, de frailes y aprendices de frailes, de los que ya lo eran por edad y por carrera y de los que estaban en ello, estudiantes de teología en Salamanca. La imagen de la explanada cimera poblada de figuras blancas que iban de acá para allá, recorriendo una y mil veces el reducido espacio, casi prisión aérea, con los hábitos aleteando a impulsos del viento, que casi nunca falta, casi a punto de echarse a volar desde el Salto del Niño, era algo que resultaba familiar a la retina de los serranos que subían hasta allá en las fechas señaladas.
No sé cómo lo vivíríais desde dentro. Yo puedo decir que lo recuerdo como espectador atónito, ya que formó parte de mi paisaje infantil, de aquella mirada sorprendida con que contemplábamos aquel mundo, tan diferente del de nuestros pueblos, tras la pequeña aventura de la subida a la Peña.
A veces, el tío Segis llegaba al pueblo acompañado de una pequeña turbamulta de dominicos _normalmente veteranos con la misa más que cantada, eso sí_ , procedentes de la Peña o de San Esteban, y aterrizaban en casa de mis abuelos, o en la de mi tía Dora, que era su hogar familiar. Aunque mis familiares se mostraban sumamente amables y educados, sospecho que temblaban por dentro, pues eran conscientes de que algún jamón se iba a quedar desnudo y tiritando. Pero lo sacaban de buena gana.
Con estos antecedentes, ¿cómo no iba a terminar uno en la Virgen del Camino?
De la Peña de Francia se puede hablar mucho; de hecho se ha hablado y escrito abundantemente, y por ahí circulan mil historias antañonas que aspiran, con aroma de leyendas, a desvelar los misterios que una historia poco conocida en lo remoto permite vislumbrar y hasta inventar, si se quiere. Hay quien sitúa en ella la Lancia Oppidana de los vettones, aunque dicen los eruditos que estaba más al oeste, hacia la Sierra de Gata o en tierras ya portuguesas. Alguna imaginación atrevida ha llegado a situar aquí el último refugio de Roldán (el de la Chanson, claro, el de los doce pares, no el otro), tras el desastre de Rocesvalles. También a don Rodrigo, el último de los godos, que llegó por estas tierras escapando de los moros, pues hay quien dice que no murió en el río Salado, sino que ascendió a la Meseta y buscó refugio en el Castillo Viejo de Valero, ahí al lado, y halló su final en la también legendaria batalla de Segoyuela, también cerquita. Y, claro está, hubo templarios (¿dónde no, según esa novelística pseudohistórica tan en boga?), instalados en el valle del Lera, una fértil vega a los pies de la montaña, por donde nos cuenta Alfonso Losada que comenzaba la subida.
Pero todo esto, aunque muy sugestivo, queda entre tinieblas. La historia del lugar comienza realmente en el siglo XV, con aquello de las predicciones de la buena de Juana, la moza santa de Sequeros, y el hallazgo de la imagen de la Virgen por parte del parisino Simón Vela, también Roldán, curiosamente, por parte de padre, que a lo largo de siete años de búsqueda recorrió, primero e inútilmente, Francia (¿adónde iba a ir si la voz misteriosa le dijo que buscara en la Peña de Francia?), se vino a España por la ruta jacobea y acabó moviendo piedras en nuestra Peña, hasta que, tenaz él, encontró lo que buscaba: una imagen, ocultada, al parecer, por manos piadosas varios siglos antes, obispo Hilario mediante, para ponerla a salvos de las manos sacrílegas de los invasores africanos. Nos decían en nuestra infancia que todas las piedras sueltas que cubren extensas zonas de la ladera habían sido removidas por el bueno de Simón. ¡Qué tío!
Y apareció la pequeña estatua, negra por más señas, por lo que alguno de los que saben de esas cosas hablará de sincretismos religiosos, de la cristianización de Isis o Astarté, pero, para los que no sabemos mucho, es solo la Virgen de la Peña, la que quedó allí arriba como punto de referencia y objeto de devoción de los serranos a lo largo de los tiempos, aunque alguna que otra perrería le hicieron a efectos de una amorosa y mal entendida rivalidad, dado que fue secuestrada y escondida durante años, hasta que la devolvieron, bajo secreto de confesión, destrozada, reducida a unos añicos que hoy se ocultan en el interior de la talla que puede verse en el camerino, en la que al menos se respetó la color.
Posiblemente la mayoría conoceréis estas historias, que creo recordar que el padre Ángel, el último ermitaño del lugar, nos contó a su manera en aquel viaje de hace unos años. Pero yo tenía que volver a contarlo a la mía, que para eso soy de allí. Y también necesito hablar de mis recuerdos, sobre todo los infantiles, que son los más vivos a estas alturas.
Y, puesto en ello, recuerdo aquellas ascensiones a pie, unas veces desde El Casarito, a los mismos pies, o desde mi mismo pueblo, diez o doce kilómetros más allá. Las familias solían subir al menos una vez al año, fundamentalmente el día de la fiesta, al final del verano, a rendir pleitesía a la Señora, por atajos conocidos, entre bosques y jarales, hasta llegar a los yermos pétreos de las alturas. Parada y descanso en la fuente de Simón Vela, precioso y umbrío lugar a mitad de camino, con caños de agua fría, a tomar un primer bocado. Porque las mujeres, siempre ellas, iban cargadas con la pesada cesta de la merienda, repleta de tortillas y embutidos, aparte de la inevitable hogaza de pan y la botella de vino, para luego, a su hora, extender manteles en el campo de San Francisco, o junto a la fuente Buitrera, de agua más helada aún, o sobre cualquier risco. Los chiquillos, ilusionados, subíamos casi corriendo, mientras que la gente más devota lo hacía descalza e, incluso, de rodillas durante el último tramo. Y al llegar, la imagen, familiar y acogedora, de los frailes blancos salpicando la cima.
En alguna ocasión llegó a fletarse el coche de línea, que, abarrotado, hacía lo que podía por trepar por aquella empinada carretera, estrecha y descarnada, protestando, parándose y maniobrando en cada curva. Y, mientras el conductor maldecía, las mujeres pasajeras entonaban con devoción rural cantos a la Virgen: Virgen de Peña de Francia / bien compuesto está el camino / para subir y bajar / a vuestro templo divino.
_Sí, ¡bien compyuesto! Lleno de piedras _rezongaba algún protestón de los que nunca faltan.
Podría contar una y mil anécdotas de entonces, pero me alargaría demasiado. Voy a hacer referencia solamente a una señora de mi pueblo, una mujer buena y algo beata que, ante cualquier atisbo de desgracia, propia o ajena, ponía la manda de subir a la Peña a pedir ayuda a la Virgen. Si el año venía malo, la pobre mujer se veía obligada a hacer varias caminatas. Se dice que, en cierta ocasión, cuando, en compañía de otras personas se dirigía al santuario, en un momento determinado dijo a sus acompañantes: Id andando, que ahora os alcanzo. Y se volvió al pueblo a buscar el rosario, que se le había olvidado. Llevaban ya recorridos siete u ocho kilómetros, pero ella no dudó en volverse y reiniciar el camino. Eso es afición.
Tampoco resisto la tentación de decir algo acerca de la aventura de otro paisano, un hombre peculiar, de gran ingenio y habilidad, ebanista autodidacta (impresionista, decía él) capaz de fabricar todo tipo de muebles en los que tallaba rostros y figuras que copiaba de los dibujos de una vieja enciclopedia. Algunas de estas piezas llegaron a pasar por antigüedades. Pues bien, nuestro hombre tenía una pata de palo, fabricada por él mismo, que se vio obligado a llevar a consecuencia de una mala caída que, en su juventud, llegó a producirle gangrena, lo que hizo necesaria la amputación. Ello, no obstante, no coartó nunca su espíritu emprendedor. Progenitor de una larga prole, no andaba muy sobrado de posibles, así que, conocedor, como el común de sus paisanos, de la leyenda que situaba en algún lugar la cima de la Peña de Francia un tesoro escondido, un día se embarcó en la aventura de encontrarlo. Una vez arriba, se dirigió al lugar donde tenía la seguridad de que se hallaba, creo que la Cueva de los Mosquitos, y se fue adentrando más y más en sus estrecheces, hasta que llegó un momento en que el agujero se hizo tan pequeño que nuestro hombre se quedó atascado, ni padelante ni patrás, con la dificultad añadida de la limitación de movimientos causada por su apéndice de madera. Se dice que permaneció allí bastantes horas, sin que nadie supiera donde estaba, hasta que _él mismo lo contaba_ en cierto momento consiguió hacer palanca con la pata rígida y, poco a poco, fue retrocediendo hasta llegar a un espacio más desahogado. El caso es que el pobre hombre salió de allí sin tesoro y con el susto en el cuerpo.
Aquí se podría decir lo de que ya no queda gente como aquella. Aunque he omitido los nombres, por mor de la discreción, Ramón, Alfonso, Gerardo y demás gente cercana saben de sobra a quienes me refiero.
Son recuerdos, solo recuerdos y añoranzas de un tiempo y un lugar, pues hoy en la Peña de Francia ya apenas se ven frailes y la gente sube cómodamente en automóvil, más por turismo que por otro motivo. Y hasta se ha puesto de moda subir andando, y a ratos hasta corriendo, pero ya no por devoción, sino por hacer senderismo, escalada y cosas de esas tan de nuestro tiempo.
La montaña, nuestra montaña, sigue allí, visible desde todas partes, inamovible y señera, con su silueta en forma de trapecio que semeja un manto extendido; coronada por la silueta de la iglesia, el convento deshabitado y la hospedería convertida en hotel, además del añadido del repetidor de televisión con forma de pirulí. Y ahí seguirá, y siempre habrá serranos que no dejarán de acudir a su llamada, no importa el medio.
Alfonso Losada Vicente -
Anoche intenté escribir por dos veces, y a mitad de la escritura, desaparecía.
Recuerdo, que por los años 50,en verano, había muchos frailes en la Peña, y además, eran jóvenes.
Subíamos en romería las gentes de todos los pueblos serranos.
Recuerdo subir por una vereda que había desde la Alberca-Lera y en vertical hasta la cima, y para bajar, por el mismo camino.
Hoy día, no creo pudiera realizar el mismo itinerario.
El promotor de todo ello ,era el P. Constantino (gran orador)
Mi idea, era instaros a los mogarreños, Gerardo, Eugenio y a ti, a que escribierais sobre la Peña de Francia, puesto que vosotros sabéis expresaros mejor que yo.
Tú, Ramón, ya lo has hecho, ahora faltan los otros dos, que también saben escribir con estilo.
Muchas gracias a los tres, y un fuerte abrazo, aunque no me deis esa satisfacción.
Losada
Ramón Hernández Martín -