UNA HISTORIA DE Semana Santa (Por Lalo F. Mayo)
Ahora que entramos en la Semana Santa, una Semana Santa tan particular que ni lo parece, recuerdo —ya que estamos de recuerdos— una historia que ocurrió en un pueblo de este sur tan peculiarmente religioso en el que ahora vivo. La contó hace muchísimos años, como cuarenta, un periodista del diario Sur, donde yo la leí. Allí encontré la anécdota; los adornos los pongo yo.
Entre la ciudad de Málaga y la provincia de Granada, con las aguas del Mediterráneo al sur y las montañas al norte, se extiende —sería mejor decir se amontona— la comarca de la Axarquía. Y es lógico que la hayan llamado Axarquía porque esta palabra árabe quiere decir «que está al este de una gran ciudad y depende de ella». No podría haberse llamado de otra manera.
La frontera norte, como decía, es muy abrupta. Los montes de Málaga y las sierras de Alhama, Almijara y Tejeda cierran esta difícil geografía de carreteras retorcidas entre valles minúsculos y lomas que forman una inacabable montaña rusa que solo se aplana al bajar a la costa entre la fronda intensa de frutales con nombres llegados del otro mundo, del nuevo: aguacates, chirimoyas, mangos… que bordean las fincas donde brillan al sol de esta costa las uvas de moscatel, declaradas patrimonio agrícola mundial por la FAO, dice la Wikipedia.
Pero allá arriba hablaba de la Semana Santa y de una historia que ocurrió en uno de los treinta pueblos que conforman esta comarca, poblada por gente de campo que, en contraste con el cosmopolitismo de la vecina Málaga, se han hecho acreedores al epíteto de catetos. Ayuda al calificativo la difícil comprensión de su habla, en la que desaparecen las consonantes y las frases más largas se exprimen en un par de palabras interminables con multitud de acentos e inflexiones vocales que harían las delicias de nuestro querido Maxi Trapero.
Semana Santa en un pueblo de la Axarquía. Ya no me vuelvo a ir. Pongamos que fue en Macharaviaya, o en Algarrobo, o en Benamocarra, o en Canillas de Aceituno, o en Alfarnatejo. Sí, Alfarnatejo puede valer, pero ya digo que podría ser en cualquier otra localidad axarquiana.
Pues por Alfarnatejo, por sus calles empinadas y estrechas, deambulan habitualmente cuatrocientos vecinos que integran dos grandes —es un decir— facciones cuasi familiares. Una es la de los Maníos[1] y otra la de los Empasaos[2], váyase a saber por qué; y así debía venir siendo desde que los cristianos empujaron a los perdedores musulmanes desde la gran ciudad hacia las montañas de al lado.
Tras una breve etapa como mudéjares y seguramente que para demostrar a los veedores de la Santa Inquisición que aquellos musulmanes iban virando a moriscos y —más pronto que tarde— se acogían con fervor bajo las alas de la verdadera religión, se esforzaron por demostrar su fervor católico, apostólico y romano. Y qué mejor demostración que en los primaverales días santos de cada año en que todo se vestía de morado y penitencia, el pueblo escenificase la Pasión de Jesucristo. Al menos hasta la expulsión definitiva aguas abajo, hacia la Berbería. Después quedarían las costumbres y los nuevos pobladores llegados desde el norte las seguirían manteniendo. O quizás no fue del todo así, que lo digan los historiadores. Yo me atengo a contar una historia; o, mejor aún, un sucedido. Eso sí, aquí lo digo, con alguna que otra licencia creativa.
Quedamos en que todo el pueblo intervenía de una u otra forma. Unos montando el atrezo, otros ensayando los coros, los elegidos interpretando a los protagonistas evangélicos y el resto de la población, como extras de romanos o judíos, lo cual, viniendo de donde venían, ya era ostentación fervorosa de sus nuevas creencias.
Es decir, que a grandes rasgos, había romanos y judíos. Y buenos y malos. Había Pilatos, escribas, fariseos, Caifás, Marías, Nicodemos, legionarios y, claro, Jesucristo y apóstoles, once más uno. Y como por primer sorteo le tocó a la facción de los Empasaos inaugurar la representación bíblica representando a los buenos, los Maníos exigieron que al año siguiente les tocara a ellos ser Jesucristo y apóstoles y Marías.
En un momento de lucidez y tregua así se acordó y año tras año fue respetándose mal que bien la tradición hasta llegar a aquella Semana Santa de la década de los cincuenta. Quedaba claro que ese año los santos varones —y santas mujeres— iban a ser del clan de los Maníos, pero las relaciones con la otra mitad del pueblo, nunca suavizadas tras el paso de los siglos, estaban por aquellos días especialmente tensas por una historia como sacada del Romeo y Julieta de aquel inglés. Sucedió que a un manío le tocó el corazón una empasá y viceversa y un buen día de agosto en que había terral y todo el mundo buscaba algo de frescor a la sombra de sus patios, las puertas bien cerradas, los dos jóvenes alfarnatejeños salieron cuesta abajo camino de Badalona.
Después de aquella huida tuvieron lugar numerosos enganchones que saltaban por la mínima excusa: en la almazara, por ser quien primero estrujara sus olivas; en el río, por el derecho a lavar aguas arriba; en el bar, por un sitio en la partida y hasta en las calles, ya dije que estrechas, por la prioridad en el paso. Hubo gritos, hubo tortas y en algunas ocasiones, entre los más exaltados, después de empujones de tanteo hubo hasta brillo de navajas abiertas que volvieron a cerrarse, por fortuna, sin necesidad de limpiarlas.
Pues así estaban las cosas en aquellos días en Alfarnatejo y la Semana Santa no parecía que fuera a arrancar con el recogimiento y fervor religioso que se debía suponer.
No lo parecía y no lo hizo. Ya en la mañana del viernes de Dolores aparecieron pinchadas las ruedas de los coches de los miembros del apostolario que disfrutaban de vehículo propio. Y como los apóstoles eran maníos, los que pincharon no podían ser otros que empasaos. La venganza se disfrutó en la procesión del domingo por la mañana: solo los maníosostentaban esbeltas palmas recién llegadas de los palmerales de Elche, mientras que los empasaos se tuvieron que conformar con raquíticas ramas cortadas apresuradamente de los olivos que rodeaban el pueblo mientras miraban con el entrecejo arrugado y un rictus de labios apretados cómo sus palmas amontonadas aparecieron consumidas por el fuego en el solar detrás de la iglesia. Tampoco en este caso hubo dudas de quiénes habían encendido la cerilla.
La Pasión de aquel año, la más apasionada en décadas, fue avanzando día tras día con pequeños sobresaltos que no llevaron la sangre al río. Hasta el jueves, cuando se escenificaba la función principal de la Semana Santa, la más intensa, la más larga y la que a más vecinos (y hasta visitantes) congregaba. No se habían olvidado los pinchazos, ni las palmas quemadas, ni siquiera el agravio por el rapto de la empasá por el manío o la seducción de la empasá al manío, según de donde llegara el punto de vista.
La creación popular había transformado, ortodoxamente, claro, el relato evangélico y lo había ido adecuando a la geografía del pueblo, con lo cual el monte de los olivos se había encerrado en un céntrico huerto enmurado y cerrado tras una vieja puerta de madera para evitar la incómoda peregrinación de actores y espectadores de la función a alguno de los olivares monte arriba o monte abajo.
Y llegamos al núcleo de esta historia. Por fin, diréis. Pues sí. Tenemos a Jesucristo, apóstoles, alguna María y figurantes sin voz —todos ellos maníos— tras la puerta del huerto. Y fuera a los empasaos, varias decenas de romanos y judíos, sin contar vecinos de ambas confesiones y espectadores sin ninguna. Es el momento en que se adelanta de una perfecta formación un robusto romano, se supone que el centurión, aderezado con un brillante uniforme de cuero y metal bruñido, calzado con sandalias ensebadas y tocado con un espectacular casco con desmesurado penacho de plumones rojos que lo hacían todavía más impresionante. Tras un ostentoso contoneo a derecha e izquierda para que el respetable pudiera ver su espectacularidad vestuario, desenfunda su espada, afortunadamente de madera aunque dura y golpea con la empuñadura la puerta tras la que se encuentran los santos de la representación.
Tantos años repitiendo la función han alambicado la dramatización de los gestos: una primera sesión de golpes; no hay respuesta; el centurión, muy en su papel, provoca un sobreactuado silencio mientras mira con altanería a la audiencia; levanta la espada y repite los golpes; tras un breve silencio se oye una voz tras la puerta:
—¿Quién llama?
—¿Vive aquí Jesús, a quien llaman el Manío? —exclama, casi grita, el centurión ignorando la pregunta que le llega desde el huerto.
—Sí. ¿Quién llama? —contestan de nuevo desde dentro.
—Pues daite preso —vuelve a responder el romano, que tampoco ahora hace caso a la pregunta.
Tras la puerta entreabierta se asoman en primer término el vecino actor que interpreta a Jesús y su primo, otro manío de pura cepa al que este año le ha tocado hacer de Pedro. El Evangelio dice que en estas mismas circunstancias Pedro le cortó la oreja a un romano, así que el vestuario del personaje incluye una espada, también de madera y esta también dura. Pedro echa su mano izquierda al hombreo de Jesús y le pregunta:
—¿Le endiño, Maestro?
Y como si la interpretación de tan alto personaje le hubiera imbuido del más digno y soberano carácter, Jesús da un paso para salir del huerto y se muestra en todo su esplendor (espléndida túnica, falsa cabellera a juego con barba propia y cuidada y actitud altanera). Mira detenidamente a la derecha y se detiene como si estuviera contando a todos los presentes; gira lentamente la cabeza hacia la izquierda y repite el gesto; luego eleva la vista al cielo, abre los brazos con solemnidad e, impasible ante lo inevitable, sentencia:
—Efarátalos, Pedro.
Este brusco cambio de guion sorprende al centurión, que no puede esquivar el primer espadazo, dirigido precisamente a su oreja izquierda. Su respuesta, tan inmediata que aún no ha comenzado a salir sangre del lóbulo sobre el que ha caído el golpe de Pedro, se encuentra con la avalancha de los Maníos, que salen del huerto atropellándose y armados, unos con los tallos pelados de las palmas del domingo, otros con las espadas de su vestuario y los más a manos desnudas. Enfrente, las huestes empasás, con una primera línea nutrida de soldados romanos, desenfundan sus armas de madera y se lanzan a frenar la embestida manía.
Como hacía sus buenos cuarenta minutos que el sol había caído tras la línea del horizonte del mar y varios de los primeros golpes fueron dirigidos a las pocas bombillas que colgaban en las esquinas del escenario, la negrura de una noche sin luna cubrió la escena y el desenlace solo se pudo establecer a la mañana siguiente —y con la consiguiente posibilidad de error— en el abundante número de palos, espadas, pelucas y atrezo romano-judío que quedó salpicado sobre las piedras de la plaza. Y algo de sangre, que también la hubo.
***
Desde aquella, ya no hubo en Alfarnatejo más representaciones de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Pero dos años después, también era verano y también había terral en toda la ladera sur de la Axarquía, regresaron al pueblo los amantes manío y empasá que habían huido a Badalona. Pero no eran dos los que volvieron, sino ya tres. Sobre las dos maletas que el conductor del autobús de Málaga había depositado en la acera a la sombra del soportal del ayuntamiento que hacía de marquesina de la parada de la línea desde la capital, brillaba un capazo de esparto en el que se adivinaba la silueta de un recién nacido que pateaba el tul que le protegía de las moscas.
Y fue en la Navidad de aquel mismo año, con aquel bebé ya de siete meses como protagonista principal, cuando Alfarnatejo instauró la ahora brillante tradición de una representación popular titulada «El Nacimiento del Niño Jesús», en la que interviene todo el pueblo y en la que los todos vecinos solo hacen de judíos.
Lalo F. Mayo
[1] Del latín manere (permanecer), de donde procede manido (podrido, a punto de pudrirse o pasado de sazón).
[2] Palabra inventada. Teniendo en cuenta la producción de uvas moscatel en la comarca y su transformación por secado natural en pasas, podría definir a personas adustas y poco dicharacheras.
11 comentarios
martin fernandez alonso -
Vibot -
Javier Cirauqui -
Javier Cirauqui -
LA SANDÍA
Cual si de pronto se entreabriera el día
despidiendo una inmensa llamarada,
por el acero fúlgido rasgada
mostró su carne raja la sandía.
Carmín incandescente parecía
la larga y deslumbrante cuchillada,
como boca encendida y desatada
en frescos borbotones de alegría.
Tajada tras tajada, señalando
las fue el hábil cuchillo separando
vivas a la ilusión como ningunas.
Las separó la mano de repente
y de improviso decoró la fuente
un circulo de rojas medias lunas.
BALDO -
Santos Suárez Santamarta -
amigo, en tu maestría
y en la fértil fantasía
con que escribiste este cuento
En este confinamiento
a causa del bicho malo
ha sido un bello regalo
este hilarante relato.
A mí me ha sido muy grato
leerte, querido Lalo.
Vibot -
Y, ahora que Cirauqui ha evocado a uno de mis poetas favoritos, Salvador Rueda, he subido a por el volumen de sus poesías completas para compartir algo con vosotros, unos versos que me traen ecos de "O vos omnes", de Oficios y de naciente primavera:
Y cuando tiembla el crepúsculo
en los vidrios policromos,
y las lámparas se encienden
bajo los arcos grandiosos,
de mi niñez bendecida
alzan recuerdos devotos,
las aflautadas cadencias
que lanza gimiendo el órgano.
Es el final de un poema que se titula "El coro". Allí os recuerdo a todos, queridos amigos, en aquellas mañanas asombradas de Victoria y silencio.
Vibot -
¡Un abrazo!
Javier Cirauqui -
Hace unos 40 años estuve varios años en la provincia de Málaga y conocí la Axarquía y aún recuerdo nombres como Alfarnate, Alfarnatejo, Algarrobo y Macharavialla, en este último pueblo nació Salvador Rueda, el poeta modernista, que junto a la iglesia tenía un recordatorio a su memoria.
Como tu dices es una comarca muy abrupta y la recuerdo amontonada, un lugar de antiguas costumbres y un habla peculiar. Recuerdo los secaderos de las uvas, que a mi me parecían tumbas de gigantes. Malaga tenía comarcas preciosas.
Esta historia de los maníos y los empasaos es la historia de muchos pueblos, yo recuerdo en otro pueblo las luchas entre los moraos y los verdes, que procesionaban en diferentes días para no juntarse.
De todas formas esta historia tiene un final feliz se cambia la Semana Santa por la Navidad y la muerte por la vida. Un niño lo puede todo, un fuerte abrazo, Lalo
Luis Heredia -
Precioso. Me encantó. Y si te lo dice Maxi, es que es verdad.
PD. Doy Fe de la orografía y morfología tal como Lalo lo describe. Si ahora en el 2.020 es impactante para el visitante, no me extraña que hace 1.400 años más o menos los musulmanes no hayan flipao al "visitarlo" y no querer salir de allí.
Maxi Trapero -