LA VIRGEN DEL CAMINO EN CLAVE DE SOPORTALES (Por Luis Carrizo)

Colgué yo, ya hace bastante tiempo, otro comentario aquí en el blog a una fotografía muy parecida a esta bajo el título Para su mal le salieron alas a la hormiga. El encuadre del santuario, protagonista entonces como ahora de la escena, era prácticamente el mismo e idénticas las dos vetustas torres que desprecio al aire fueron, si bien los soportales, que aún pueden apreciarse en la presente circundando la iglesia, no se advertían en la otra, dado que acababan de rendirse a la gran pesadumbre de la piqueta obisperina. Pero, dejando a un lado esta casi hamletiana cuestión del estar o no estar de las arcadas, sobre la que más tarde volveremos, resulta patente y manifiesta una diferencia que tiene más que ver con los personajes que con el decorado.
En la primera todo el protagonismo lo acaparaba una niña que aparecía en solitario, mientras que en esta que hoy nos ocupa podemos descubrir una negra e indefinida multitud entre la que, mal que bien, destaca la imagen de una vieja vestida de luto riguroso, como era habitual, tirando de dos burros también negros. La mujer, a juzgar por su paso decidido, da la sensación de tener prisa en llegar a casa para mirar —quiero creer— por el puchero que, seguramente, antes de salir, dejó sobre la cocina al amor de la lumbre. Justo a la altura de la vieja aún podemos distinguir claramente, aunque de espaldas (mala suerte), la estampa de cuatro mozas morenas pisando con garbo, como mandaban los cánones heteropatriarcales que regían a la sazón. Caminan cogidas todas del brazo, mas no por protegerse sino porque era la costumbre, ya que por suerte las únicas manadas de cerdos salvajes que existían en España por aquellas calendas eran las de jabalíes. En cualquier caso, estamos seguros de que si, de forma inopinada, surgiera la necesidad de espantarles algún moscardón que pretendiera propasarse, ese paisano de la gabardina, que avanza a su lado guardándoles las espaldas con esos aires de leonés Kevin Costner con boina, saldría de inmediato, caballerosamente, en su defensa. Eso era también lo habitual.
La verdad es que a mí me hubiera apetecido comentar algo más actual. Quizá una fotografía del Monasterio de Montserrat me habría servido de excusa para echar mi cuarto a espadas sobre el candente asunto de la política catalana y decir que los independentistas —ahora que estamos comenzando a sentirnos miembros de una galaxia y a llamarnos terrícolas, porque hasta europeos va a sonar en breve excesivamente pueblerino— me recuerdan a esas parejas que deciden realizar el sueño de su vida después de jubilados, e irse a vivir al campo, a una casa con piscina y pista de tenis, pero lejos del médico de cabecera y con los hijos ya desparramados cada uno a su aire. A eso en catalán se le llama fer tard.
Tampoco me hubiera desagradado glosar —por las actualísimas connotaciones geopolíticas y religiosas que entraña—, en lugar del ya glosado y, para colmo, desaparecido santuario de mi pueblo, la foto de alguna suntuosa y bella mezquita de Riad, que esta vez mostraría una blanca multitud de saudíes (no saudíes y saudías) enfundados en sus albos, típicos trajes regionales, saliendo de cumplir con alguno de los cinco preceptos del Islam (entre los que no se cuentan, por lo que voy comprobando, acoger a los correligionarios si estos tienen el pésimo gusto de viajar en patera).
Pero yo no he venido aquí a hablar de mezquitas ismaelitas, ni de independentistas, ni de mozas o viejas cristianas, sino del libro de Cicero. Y de los soportales, como más atrás apunté, porque, aunque ya fueron mencionados en el escrito de la niña, me había quedado el rabo todavía por desollar.
Coello de Portugal —según nos explicó Isidro Cicero magistral y poéticamente en su Virgen del Camino en/clave de misterios— reedificó el nuevo templo a partir de “una marea de ángulos de noventa grados” y de “un oleaje de rectángulos”. Podéis leerlo tal que así en la página treinta. Y esa marea de ángulos de noventa grados —añado ahora yo— que por sus efectos devastadores merecería más bien ser tildada de tsunami ortogonal, se llevó todo por delante, como era de prever. Especialmente los soportales, porque no hay cosa que provoque más a un ángulo recto que un arco de medio punto. ¡Ay, las eternas curvas y sus eternas provocaciones! Y como a Fray Curro —no perdamos el hilo—, que se había criado a los pechos de Le Solchoir, no tenía ojos más que para el cemento y no le gustaban ni poco ni mucho los próstilos, los anfipróstilos, ni los peristilos, optó por sustituir los viejos soportales, y sus insinuantes curvas, por una como super-marquesina (que me recuerda horrores la cubierta del parking de mi urbanización), toda en beton brut, que es como Le Solchoir llamaba a lo que en español vendría a ser, por entendernos, hormigón de garrafón. La marquesina se construyó con forma de rectángulo, obviamente, pero sin proporciones áureas ni mensajes crípticos ocultos en el fortuito número de postes que la sustentan. Y lo afirmo con esta rotundidad porque, de no ser como digo, Cicero lo hubiera registrado en el exhaustivo y penetrante inventario que nos brinda en su citado libro. A mí solo se me ocurre pensar —por justificar a Coello— que o bien bajó la guardia porque daba ya la liga por ganada, o, lo que me parece más plausible, que Subirachs y Ràfols Casamada, catalanes al fin, arramplaron con la mayor parte del presupuesto en sus negociaciones con don Pablo, no dejándole al pobre Coello otra salida que la de tirar de encofrado y meter cemento a tutiplén para medio cubrir el expediente.
En Le Havre, ciudad que sale mucho últimamente en el blog y patria chica de mi mujer, levantó un edificio singular el famosísimo urbanista y arquitecto brasileño Óscar Niemeyer. Esto me consta que lo conoce muy bien Lalo Mayo, que sabe casi tantas cosas como Cicero. Pues bien, en la biblioteca que, entre otras cosas, alberga el citado edificio, y que los havreses han dado en llamar el Volcán, hay colgada una placa que recoge esta literal opinión del citado creador de Brasilia: “No me gustan los ángulos rectos. Ni las líneas rectas, inflexibles y duras creadas por el hombre”. Yo me quedé de un aire cuando lo leí y estuve en un tris de comenzar a replanteármelo todo. Por suerte, pude encontrar el antídoto en las famosas palabras que Ortega —precisamente en el transcurso de un viaje por tierras de León— dedicó “con aire de dignidad ofendida” a un señor al que estaba tratando de ilustrar en la geometría mesetaria: “¡Caballero —tuvo que decirle—, en Castilla no hay curvas!”.
P.D. Remito una fotografía del Volcán por ilustrar (si el furriel lo tiene a bien) las ideas de Niemeyer. La tomé un día en que las fantasiosas nubes, simulando una erupción, quisieron darle la razón a quien tuvo la ocurrencia de ponerle ese nombre.
Luis Carrizo, Alicante, 21 de febrero de 2019
Nota del furriel.- El escrito al que hace referencia Luis titulado "por su mal le salieron alas a la hormiga" apareció publicado en el blog el 4 de Julio de 2015.
Me tomo la libertad de recordároslo. Luis, espero no te parezca mal, pero, chico, es siempre una delicia el leerte.
Decía así:
Si lees este comentario de nuestro compi Luis Carrizo a esta vieja fotografía, que también encontré trasteando por la red, del inicio del derribo del viejo Santuario con niña plantificada en el centro, te vas a reir un rato.
Si lo lees por segunda vez y te miras al espejo, te verás una mueca como de tristeza.
Cuando termines la tercera lectura seguro que dirás:
¡Mecagüenla!, cómo escribe Luis y cuántas cosas dice en tan pocas líneas.
Le pedí me comentase esta foto y con este preámbulo me envia el relato del que a continuación podéis disfrutar.
Amigo Cortés, esta vez he tardado más de la cuenta en responder a tu petición, pero como el marido pillado in fraganti, puedo explicarlo: lo escribí en un plazo razonable, pero después de tenerlo terminado y a punto de remitírtelo caí en la cuenta de que me había metido en un jardín y decidí reescribirlo. Esto era cuando ya estaba a punto de salir para León, y me dije: lo reescribiré en el tren, porque esta vez fui solo y cogí el tren. Pero en el vagón, repleto de jubilatas, yo era "el joven" y me pasé el viaje subiendo y bajando maletones de señoras, entre las que no estaba, ¡cagüen la leche! la Isabel Preysler. En León, donde estuve diez días, se me complicó la cosa con compromisos y circunloquios varios.
La conclusión, bromas aparte, es que me volví a Alicante con el encargo bajo el brazo. Y solo hoy, con una nueva y distinta redacción te lo hago llegar. Espero de que...
Gracias Luis, maestro de las letras.
PARA SU MAL LE SALIERON ALAS A LA HORMIGA
A las iglesias les sucede a veces lo mismo que a algunos porteros internacionales de fútbol, que como parte de la grada dé por comenzar a silbarlos ya pueden ir poniéndose en lo peor. Al santuario que aparece en esta fotografía comenzaron a chiflarlo a raíz de los faustos de la coronación canónica de la virgen que albergaba en su interior, porque, por lo visto, el edificio no daba bien en los Ecos de sociedad.
Mientras se mantuvo como iglesia del pueblo nadie dijo una palabra más alta que la otra; incluso cuando en 1914 la imagen fue proclamada Patrona de León, las aguas se mantuvieron quietas y a nadie se le ocurrió pedir lucernas de alabastro ni suelos de caoba, porque, a fin de cuentas, León jugaba en aquel tiempo, igual que ahora, en regional.
Pero, ¡ay, amigo!, cuando en 1930 se procede a coronarla ca-nó-ni-ca-men-te y empezamos a jugar en primera, y a salir en los papeles, y a figurar, entonces algunos cayeron en la cuenta de que se le veía demasiado el pelo de la dehesa, y acabaron por señalarla con el dedo acusándola de vieja, de pobre y de pequeña.
También, en ocasiones, a las iglesias pobres y ruinajas les ocurre lo que a aquel paisano que se apostó que llegaría hasta la altura de los más altos tejados del pueblo por el sencillo procedimiento de ir dando saltos con unos muelles atados en los pies. Y, en efecto, logró su objetivo; pero como los muelles le seguían impulsando cada vez más alto, sus piadosos convecinos no encontraron mejor forma de pararlo que llamar a la Guardia Civil para que lo matasen.
Con el ya extinto santuario de La Virgen del Camino no se recurrió a la Guardia Civil sino a la HELMA EMPRESA CONSTRUCTORA, S.A., que de forma igualmente expeditiva, con el todopoderoso encargado Ponciano Calvo al frente, se ocupó de oficiar la ceremonia de la retirada de la primera piedra, y así, después, meticulosamente, hasta la última, rememorando la triste hazaña del babilonio Nabucodonosor con el antiguo Templo de Jerusalén.
El día en que se tomó la foto que estamos comentando le habían arrancado ya a la pobre iglesia los soportales con que se ceñía, algo así como su paño de pureza, dejando expuestos a la vergüenza pública sus muñones y sus cicatrices; y, sobre la picota, para más inri, el sambenito del cartel que proclamaba sus ya citados crímenes y justificaba su inexorable destrucción: “por vieja, por pueblerina, por insignificante”.
Nadie, que sepamos, propuso mover, piedra a piedra un poco más allá, no solo los dos pórticos que han dejado de testigos, sino todo el edificio. Hubiéramos así presumido ahora de dos santuarios, como en Salamanca presumen de dos catedrales y en Roma, de dos papas. Pero —ya se dijo en otro lugar—, cuando el vendaval de la civilización sopla con fuerza resulta siempre incontenible e inmisericorde.
A pesar de tan crudelísima sentencia (seguramente que también gracias a que no la acusaron de fea, extremo que le hubiera resultado en verdad insoportable), puede advertirse que la iglesia, aun en medio de su ruina, se muestra imperturbable, digna y hasta luminosa. Algún alarife, algún cantero de los que labraron sus sillares y elevaron sus torres al cielo puede que se estremecieran en sus tumbas al eco de los mazos que la derruían. Alguna mujerina o alguna devota anovenaria quizá lo sintieran como una ofensa propia al considerar que también ellas eran viejas y pueblerinas y pequeñas.
Pero el antiguo santuario mantiene esa estoica actitud —voy a declararlo— porque se pasó la vida aprendiendo a morir. Y no precisamente por haber tenido a Séneca de maestro, que era quien proponía ese consejo, sino al mismísimo astro rey, que todos los atardeceres, justo frente a esa fachada, que da a Poniente, estuvo enseñándole a aceptar el ocaso con silenciosa y ejemplar resignación.
—Y ¿la niña? —me tuitea uno de mis followers cuando ya estaba yo levantándome para marchar
—¿La niña? —le he respondido— No sé quien pueda ser. Nadie ha sabido darme razón de ella a pesar de todas mis pesquisas. Para mí que se trata de otra aparición.
Luis Carrizo
Alicante, Junio 2015
3 comentarios
Isidro Cicero -
Y que lo nuestro es pasar.
Ramón Hernández Martín -
Ramón Hernández Martín -
https://www.religiondigital.org/esperanza_radical/
Feliz y hermoso domingo para todos.