Memorial de un viaje en tres secuencias y un apéndice (Por Marcelino Iglesias) 2ª parte
II. Atardecer de otoño en Berceo (23 de octubre de 2013)
Dos días antes del encuentro en Pamplona, el viajero había dedicado la jornada a visitar los monasterios de San Millán de la Cogolla. Y fui tomando notas sobre el terreno con las que después elaboré el siguiente fragmento al que ahora doy forma definitiva.
Cansado por día tan intenso en la visita a los monasterios de Suso y de Yuso en San Millán de la Cogolla, espero en este rincón del mundo en que nació Gonzalo de Berceo la llegada del bus que me devolverá a Logroño. Languidece el día. En la quietud de la penumbra encendida de ocres y malvas, Venus asoma luminoso en el fondo azul intenso. Y me acuerdo del primer poeta conocido en la lengua gestada en estos territorios, ese “latín estropeado” en acertada expresión de ya no recuerdo quién. Beata mirada en el tiempo: Yo Maestro Gonzalo de Berceo nomnado, yendo en romería caecí en un prado, recito al silencio del atardecer en llamas.
Y pienso en el asombro del poeta si estuviera viendo cómo ahora tecleo apresuradamente en este artilugio. Escribo:
Caminaba de Suso a Yuso distraído, respirando con agrado la placidez del atardecer de otoño. Iba mirando nubes que se deshilaban a capricho cuando tropecé con otro viandante, un muchacho todavía, supongo que no menos abstraído que yo, porque de lo contrario me hubiera esquivado. Perdón nos pedimos por ello. Antes de seguir camino, le rogué consejo sobre mesón del entorno en que el viajero pudiera reponer fuerzas. Al darle las gracias por su ayuda y amables consejos, le pregunté curioso por su nombre.
Gonzalo — me respondió—, ahí en Berceo nacido, poco allá del monasterio de abajo hacia el que vuesa merced encamina sus pasos. Y como el día declinaba sin la ayuda de la prestada luz lunar, desapareció entre las sombras.
En la contemplación de los robustos muros de piedra del monasterio de abajo, intento en vano oír el silencio de los siglos. El silencio actual, no obstante, sobrecoge en su milenaria quietud.
Y recordé entonces haber leído que tal vez solo el silencio sea digno de ser escuchado. Y pensé en que aquel hubiera sido lugar propicio en que refugiarse el buscador de silencio que un día soñaste con ser.
Y ya inmerso en el territorio fértil de la ensoñación, me gustaría poder captar todos los matices del silencio que sutilmente pueblan estos parajes y ser capaz de oír el susurro de mil recuerdos, delicados como la seda, que aquí perviven enclaustrados. Y, de no ser así, al menos me gustaría apreciar, con la ayuda de la brisa de otoño, la caída apenas sonora de las hojas. Y después, ya en el reinado cíclico de la noche, me tumbaría de cara a esa oscura claridad que cae de las estrellas —según feliz expresión de Pierre Corneille— y contemplaría abismado, evocando al gran poeta latino Lucrecio, el severo silencio de la noche que reina, si bien moteado de puntos de luz, en la inmensidad oscura del firmamento. Y gozaría después, en la plenitud de la noche, del concierto de arpa que interpreta la partitura del silencio, esa delicada música que no suena.
Exhausto ya por sensaciones tan intensas, me retiraría a descansar a mi celda y, a la luz titubeante de una vela, imaginaría cómo pudo ser aquella primera noche luminosa de hace ya algo más de mil años, en que un monje prepara su sermón del domingo y, acuciado por la necesidad de hacer inteligible el mensaje a sus fieles, anota en los márgenes de su santoral en latín, feliz huella que nos permitirá siglos después datar el primer testimonio escrito de dos de nuestras lenguas peninsulares.
Y ya en el hotel, con las notas allí tomadas, escribí este homenaje que ahora reproduzco a continuación.
III. Elogio
Silencio en el silencio, aquí en la cuna de los monasterios, del de arriba y del de abajo. Silencio y frío en el valle en sombra. Frío también en la celda alumbrada por el tembloroso pabilo de un cabo de vela. Faltan muchas horas para el alba; el sol saldrá tarde. Un monje prepara su sermón del domingo. Anota en los márgenes de su santoral. Él no sabe, ni nunca sabrá, que está elaborando el primer testimonio escrito que se conoce de esa lengua de rústicos campesinos y labradores (“la más antigua aparición escrita —por ahora— de algo que no es latín y parece castellano”, en palabras de Emilio Alarcos Llorach en 1982 con motivo precisamente del milenario de las Glosas Emilianenses) a quienes la palabra en que les predica les resulta ya ininteligible. Rasga en los márgenes del pergamino con pulso firme el estilete de su pluma, música de la letra al ser plasmada, glosa el contenido que utilizará en su homilía:
Cono aiutorio de nuestro dueno, dueno Christo, dueno Salbatore, qual dueno get ena honore, e qual duenno tienet ela mandatione cono Patre, cono Spiritu Sancto, enos sieculos de losieculos. Faca nos Deus omnipotes tal serbitio fere ke denante ela sua conface gaudioso segamus. Amen.
Se detiene de pronto, se levanta y, pensativo como indica esa mano derecha con que mesa la barba mientras la otra se apoya en su ijar correspondiente, da vueltas por el reducido espacio de su celda: una mesa y una silla, un camastro y la cruz en la pared de la cabecera.
Se sienta de nuevo y se entrega a su interrumpida tarea. ¿Y para esos otros feligreses en este cruce de caminos cuya lengua en nada es latín? Sufre el buen monje y decide anotar también para ellos, todos hijos de Dios, pobres pecadores todos: izioqui dugu guec aiutuezdugu.
Amén.
Marcelino Iglesias
3 comentarios
Luis Heredia -
Ramón Hernández Martín -
Ramón Hernández Martín -
Celebro los escritos de Marcelino, sobre todo en un día como hoy, el día internacional del libro, pues su escrito es una bella comunicación, un bonito libro que recoge densas sensaciones humanas ante hechos y situaciones, alumbrándonos con las luces de otros, encienden la candela que somos. Por mi parte, muy rápidamente y sobre la marcha acabo de escribir algo en el blog sobre el libro, seguramente sin saber lo que digo, pues había pensado en otra cosa para hoy y cambié de idea en el último momento. Feliz día para todos, un hermoso día que nos invita a pasear, aunque sea por el pasillo de casa, con un libro bajo el brazo y, mejor, si está en blanco para escribirlo nosotros mismos.