Piensa Isidro que quizá sea de interés para algunos amigos asturianos, leoneses, cántabros y gallegos, que tienen referencia de la xíriga.
Lo ha publicado en el libro colectivo "Arca con Arte" editado por la Sociedad Cántabra de Escritores. El tema común para todos era el de los antiguos oficios.
“Asícuntó…” – dijo de repente Modesta Camarga, dejando la palabra suspendida en el aire y quedando ella suspendida entre paréntesis. Regresaba al fuego de la lumbre desde una ensoñación. Sostenía en la mano derecha las tenazas de hierro negro, con sus puntas blancas manchadas de ceniza. También el tiempo se quedó suspendido y silencioso.
Cuando en la familia de los Camargos pronuncian la palabra “asícuntó”, quien los escucha sabe que está a punto de empezar un relato de presentes mezclados con pasados desaparecidos y tristuras diluidas en las devastaciones que causa el tiempo. solo con el frío discurrir de sus pasos inexorables.
Los que han estudiado el hablar revesáu de los Camargos no se ponen de acuerdo sobre el sentido del asicuntó. Para la mayoría se trata solo de una palabra formada de tres: “así” + “con” + “todo” y tendría una función ilativa o copulativa equivalente a la conjunción “y”. Alguien ha querido ver en esta palabra concomitancias con el however y el and so on del habla inglesa e incluso con el quelle que soit la manière de…, que usan los franceses.
Sin embargo, más allá de una simple ilación, asicuntó transmite también un cierto temblor que se escapa al análisis y es muy difícil de describir. El asicuntó familiar de los Camargos preferentemente sirve para anunciar la apertura de un tiempo para la nostalgia y la rememoración “morriñosa”. El asicuntó avisa y prologa; llama a la atención y predispone anímicamente a la remembranza; preludia la revelación de dolores ocultos. “Asícuntó” se emite fonéticamente en un tono grave, íntimo y más próximo que el resto de la conversación. La o final se elonga tres veces más que las otras tres vocales y, finalmente, se emite oscilando despaciosamente la cabeza arriba y abajo. Nadie osará interrumpir el silencio narrativo, excepto el propio narrador. Cuando lo hace, usa otra expresión lexicalizada que suele elegir entre estas dos: “Me acuerdo yo como si fuera hoy”, o “tengo siempre presente el día que...”
Los camargos no somos de aquí -arrancó su relato Modesta Camarga después del “asícuntó” y del “tengo siempre presente el día que…”. Yo aquí llegué andando desde el lado de allá de la Peña. Me trajo el difunto mi padre siendo yo una niña, entre los ocho y los nueve años, más ocho que nueve. Veníamos de un sitio donde la guerra mató a muchos hombres y algunas mujeres, muchos más hombres que mujeres. Una de las matadas fue la madre mía. Así que me quedé sin madre, tan chiquitina, y sin más amparo que mi padre que no sabía por dónde coger ni para dónde tirar. Mozos del tiempo de mi padre no se salvó ninguno, creo, nada más que él. Algunos quedaron vivos, pero estaban en la chandona y eso es igual que si estuvieran muertos. Muchas veces se quedaba mi padre pensando, pensando y pensando y al final soltaba un suspiro: Pues no sé por qué. No sé por qué.
No sé quién le daría razón de mi padre, pero de la noche a la mañana se presentó allá un manco que dijo que era el alcalde de este pueblo, sí, de este pueblo al que nos vinimos a vivir entonces. El manco iba con otros dos señores. Le dijeron a mi padre “pues te estábamos buscando”. El mi padre, el probín, andaba aquellos días cagado: bringasáu andaba, decía él. “Venimos a por ti”, le soltó el Manco y mi padre allí clavado en el suelo, mirándome y temblando sin saber por qué. “Tienes que acompañarnos”, dijo el alcalde.
El caso es que el Manco enseguida le dijo que no tuviera miedo. Que le andaban buscando a él, porque aquí, en este pueblo, la guerra había quemado cinco casas enteras y varios pajares y necesitaban volver a poner en marcha una tejera que no trabajaba desde antes de la guerra. Una tejera muy buena, situada en un buen sitio, con agua bastante, carros y carros de arcilla de la mejor calidad; leña, escobas, carrascos y brezos para parar un tren. El Manco hablaba despacio como queriendo dar confianza. Los otros dos que le acompañaban no abrieron la boca. Y si mi padre, el probín, se portaba bien y no daba qué hablar -dijo el Manco- aquí podría quedarse para siempre él y la su nena. No les faltaría trabajo ni comida.
El mi padre recelaba. Les tenía más miedo que a los lobos desde que pasó lo de mi madre. Pero, la verdad, por otro lado vio los cielos abiertos. Cuando se fue el Manco con los otros dos, mi padre bajó al chigre con mi tío Genaro, bastante mayor que él. Acordaron llamar a Blas el del Cotero y, ya más tarde, a la madre de Pachín. Pachín entonces era un rapacín un poco más grande que yo, pero pa pinche valía. A la madre no le venía mal quitar una boca de casa. Se ajustaron, se dieron la mano y todo arreglado. Todos agradecidos y contentos. Y a los pocos días, aquí nos vinimos los cinco, con los arreos a cuestas, cargando también con los moldes viejos de madera que ya habían andado rodando por media España y estaban desgastados.
Mira, ¿ves aquel tejáu? Allí hay puesta una tamarga especial, eso sí es verdad. Está ahí desde la primavera del cuarenta y tiene una cosa grabada por abajo. Yo bien sé qué teja es, pero solo lo sé yo. Cuando se caiga ese tejáu -te aseguro que el fallo no va a venir de las tamargas que esas están hechas a conciencia- cuando se caiga por culpa de la madera, o cuando lo tiren para hacer uno nuevo con tejas de fábrica, puede que alguno encuentre la tamarga del cuarenta que vos digo, le dé vuelta y vea lo que tiene escrito por abajo: “Modesta xida maniatina de miaire”. ¿Y quién lo va a entender entonces? Nadie, porque ya hoy en día, que sepamos el habla revesáu nuestro, no creo que seamos muchos. En esta provincia solo la familia de los Camargos sabemos la xíriga. Y no todos, porque algunos se marcharon por ese mundo adelante, a Francia y Australia y no han querido volver a saber nada de nosotros, ni de dónde vinimos, ni para qué venimos, ni a dónde vamos. A dónde vamos sí, eso lo sabe cualquiera sin preguntar: vamos al zosquín de la guxara. Como todos. Al huertu de la iglesia. Yo sí, yo sí sé lo que pone la teja de Pachu porque la grabó a escondidas, para que mi padre no se enterara y yo de aquel día me acuerdo de todo. Como si fuera hoy, me acuerdo yo.
Lo de los Camargos es por el Manco. Cuando fue el Manco a Posada pa la candelaria, a buscar al mió pai anduvo preguntando: “¿Queda vivo alguno que sepa hacer ladrillos y que no esté mancu como yo?” Le encaminaron a donde Frasio el tamargo, mi padre. Al Manco le dijeron “el Tamargo”, pero él entendió “el Camargo”, o igual se dejó llevar por el nombre de un pueblo que hay a este lado. El caso es que con “camargos” nos quedamos. De Frasio Álvarez el Tamargo, mi padre acabó en Frasio Camargo; yo Modesta Camarga, y los míos fíos, aunque tenían que llevar Fernández por el su padre, son camargos también. Así ha pasado con los nietos y los biznietos. Me dice una nietina mía que teníamos que habernos dado más a valer: Somos Álvarez, dice ella, o si no Fernández o si no tamargos, pero no camargos que eso nos lo puso el enemigo. Bah, lo que somos es teyeros qué más da, digo yo. El difunto mi padre el probe no tuvo entonces los urrancios suficientes como para verbeale esto al Manco y yo tampoco. En fin. A mí, la verdad, cosas son que igual me dan.
Eso sí, en la llamacea -bueno, llamacea es teyera, que esa palabra lo mismo no la sabíais-yo sacaba el trabajo palante lo mismo que cualquier paisano. A veces mejor que un paisano, y hasta mejor que dos. En la llamacea se machuriaba de sol a sol y yo era la primera que me levantaba y la última que me iba al catre. Me levantaba a las cinco, me daban las nueve de la noche y allí seguía, mira qué manos, mira que ñudos. Lo llaman artrosis y dicen que es por aquellos fríos y por el barro. Y no me entretenía en hacer la comida, ¡ni las camas!, ni en barrer. El pinche se encargaba de eso a veces, otras yo y otras cualquiera de la cuadrilla. Yo lo mismo preparaba mila tamargas que lau mila morondos. ¿Qué diferencia podía haber entre un man y yo? En resultados, ninguna. ¿Ves esos tabiques rojos de la casa’enfrente? Todos esos morondos los hice yo uno por uno. Yo cavé -sola no ¿eh?, que éramos cinco- la arcilla como el primero; yo la separé del gurriu en la gurriera cuando hacía falta separarla y la mezclé con el gurriu si hacía falta mezclarla. Yo la amasaba, yo llenaba cestos y los ponía en la mesa, bien cogolmaos, yo rellenaba los moldes uno detrás de otro. Yo les pasaba el ñansu, en esto era la maestra de la teyera, hasta que quedaran bien ñansados y bien finos. Vete a verlos, anda, vete a verlos, que ahí están.
Eso sí, en una cosa me ganaban los hombres de la cuadrilla, pero solo en esa. No sé por qué arte del charrán, los plostinos me ponían mala. Sufrí con ellos como no vi sufrir a nadie más. “Te pasa lo mismo que a tu madre”, decía él. Nada más empezaba a calentar la tierra, después de abril y luego ya todo mayo y de ahí palante, el gurriu es como si se reventara por dentro y empezaba a soltar plostinos y plostinos y todos iban a por mí. Estaban junto a mí los otros de la cuadrilla y los cabrones mosquitos ni miraban para ellos. Conmigo era una cosa, que se ponían ciegos, y de noche en la chabola, lo mismo. Dicen que es por la sangre, la puta madre que los parió. No hay cosa que más me ofenda a mí que los plostinos, ni cuando… (asícuntó…) ni cuando cayó aquella nevadna tardía, la grande, y me bajó el mió pai para que aprovechara un poco los dias en la escuela y cuando subí llegué con la cabeza llena de alicáncanos y liendres.
Genaro, Blas el del Cotero y Pachín, por san Juan se tenían que volver a casa a estar con la familia y a hacer las labores de allí, pero nosotros dos, como nos habíamos quedado sin madre, sin casa, sin fincas y sin nada, no nos movíamos de aquí. ¿Pa qué? Al final acabé casándome con Mauro Fernández y pasé la vida muy a gusto con él.
Ha subido gente a oírme verbear y preguntarme cosas. ¿Puede una muyer ser tejera? Coño, ¿no me ves a mí? ¿Respeto? A mí siempre me tuvieron respeto. Si ellos eran horneros, yo era hornera, tendedora, maserista, pilera y madre, tócate los urrancios. Y nunca se me cayeron los anillos a mí.
A la escuela fui muy poco. Todo lo que sé me lo enseñó el difunto mi padre. Cuando vino el mi marido de los pinos de Vizcaya dice: “Ahí va la hostia. Pero si hasta sabes vasco”. Y yo: “Qué va”. Y él: “Cómo que no. A ver, cuenta”. Me pongo yo: “Bat bi iru lau bos sei saspi sorsi bederasi y amar…” Y Mauro: “¿Lo ves? Eso es vasco”. “¿Ah, sí? Pues pensaba que solo era la nuestra xíriga. La probe xíriga del mió pai”
Dejó colgada la tenaza con las puntas plateadas de ceniza y cerró los ojos. Tiempo después volvió a abrirlos y nos miró despacio, como si acabara de regresar de otra esfera. “Asícuntó…”, dijo de nuevo.
Isidro Cicero