CASI UN CUENTO DE NAVIDAD (Por Eugenio Cascón)
Delicioso "ROSCÓN" que en la mañana de Reyes nos ha dejado Eugenio Cascón.
Queridos compañeros y amigos. Permitidme, en primer lugar, que os desee todo lo mejor, para vosotros y los vuestros, en el nuevo tranco anual que ahora comienza, ya que, por circunstancias, no he tenido ocasión de felicitaros la Navidad a través de esta ventana. Mil gracias a los que sí lo habéis hecho, a todos, pero, sin hacer de menos a nadie, permitidme que elogie especialmente la vena artística y la perspicaz agudeza que Jesús Herrero derrama en sus viñetas, inagotable año tras año, capaz siempre de provocar nuestra sonrisa. Y, cómo no, a nuestro querido Alberto, que nos regaló esa preciosa carta en la que los buenos deseos destilan autenticidad y corazón.
Y dicho esto, vuelvo a la carga con otro “relato de no ficción”, como acertadamente catalogó a los que lo precedieron Marcelino Iglesias, cuya pretensión es solo la de reflejar lo que eran aquellas Navidades que pasábamos “acuartelados” en el colegio. Echo mano de nuevo de ese personaje desdoblado en el tiempo, de esa voz del yo futuro que suena en el interior del pequeño apostólico protagonista, o más bien hilo conductor, porque es un personaje que encierra la colectividad de todos los que fuimos, aunque se nutra sobre todo _aunque no solo_ de los recuerdos de quien escribe.
Espero no aburrir mucho a quienes se atrevan a leerlo. Un abrazo para todos.
Eugenio Cascón
CASI UN CUENTO DE NAVIDAD
En aquel colegio no había vacaciones de Navidad. Mejor dicho, sí las había, pero los colegiales las pasaban en el propio recinto, sin posibilidad de ir a casa. Lo mismo sucedía en Semana Santa, lo que suponía permanecer diez meses seguidos en el colegio, en muchos casos sin ver a la familia. Solo los que vivían cerca podían disfrutar ocasionalmente de ese privilegio.
_¡Anda que si hubieran existido entonces las teorías pedagógicas actuales! _sonó en su oído más interno una voz ya conocida.
_¡Hombre, hacía mucho tiempo que no venías a darme la lata! ¿Se puede saber qué es lo que dices? ¿Es que no ves que estoy estudiando? _exclamó, preguntó y refunfuñó a la vez el pequeño héroe del que ya tenemos noticia.
_Nada, nada, cosas mías. Sigue a lo tuyo, que mañana tienes examen de Lengua y de Historia.
_¿Y tú cómo lo sabes?
_Porque lo sé todo de ti, ya te lo he dicho.
El chico intentó centrarse en el libro que tenía delante, pero no le resultaba fácil. La imaginación se le iba constantemente hacia su casa, su familia y su pueblo, adonde sabía que no podría ir por el momento. La verdad es que había sido informado de ello antes de ingresar en el centro, pero, como en el verano aquellas fechas se veían aún muy lejanas, no se preocupó demasiado.
Sí recordaba que su madre, en el momento de rellenar la ficha, le sugirió al director la conveniencia de dejarlos ir a casa en Navidad. “Tiene sus ventajas”, se atrevió a decir la buena mujer. “Tiene sus ventajas… y sus inconvenientes”, apostrofó rotundo y sin dar opción a la réplica el contundente pastor de los apostólicos.
Habían corrido rumores de que aquel año a lo mejor se abría la mano y se permitía la desbandada, pero se quedó solo en eso, en un rumor. No creo que por entonces existiera aún el famoso eslogan turronero, pero daba igual, porque lo de volver a casa por Navidad era para ellos un sueño irrealizable.
Así que, como era su primer año en el colegio y las primeras Navidades que iba a pasar lejos de los suyos, se dispuso a hacer de tripas corazón, aunque alguna lágrima se le escapó a escondidas. La ansión era en ocasiones como esta ineludible, pero había que llorar a escondidas para que no se rieran los compañeros.
_No te preocupes _trató de consolarlo su otro yo oculto_. Al final, aquí no se pasa tan mal.
_¡Vete a la porra! _murmuró muy bajito, para que no lo oyeran, el pobre sufridor. No estaba en aquel momento para paños calientes.
Pasaron algunos días, acabaron los exámenes y las fechas mágicas se echaron encima. Pero antes de que comenzaran los festejos, quedaba un último trámite por realizar: la lectura pública de las notas del trimestre que, antes de ser enviadas a casa, se proclamaban en voz alta y en presencia de todo el auditorio escolar, para júbilo de algunos y cruel escarnio de otros. Consecuencia indeseada era que unos cuantos sí irían a casa por Navidad, pero de manera forzada y para siempre.
“Como ya les habíamos advertido…”, comenzaría seguramente la carta informativa dirigida a los padres. Se entendía en aquellos tiempos que estudiar era un privilegio y que era forzoso aprovecharlo.
Como eran vacaciones, no había clases, pero sí deberes. Las largas series de problemas, los análisis sintácticos, las traducciones de latín… A él se le atragantaba especialmente los problemas, pues las matemáticas, aunque no se le daban mal del todo, no eran lo que más le gustaba.
Largas horas en la sala de estudios llenaban, pues, parte del mucho tiempo libre que ahora había. Y nunca faltaba la oración inicial, debida a un santo de la orden que regentaba la casa, Tomás de Aquino, que servía para impetrar la ayuda divina en el estudio.
_¿Ya te la sabes?
_Sí, la aprendí enseguida por si me mandaban decirla a mí solo:
“Creador inefable, que eres la verdadera fuente de sabiduría, dígnate infundir en las tinieblas de mi pensamiento un rayo de tu claridad. Dame agudeza para entender, capacidad para retener, método y facilidad para aprender, sutileza para interpretar y gracia copiosa para responder. Amén”.
_Qué bien, te sale de un tirón.
_Hay un compañero que dice siempre “gracia eterna” y, aunque lo han corregido muchas veces, no hay manera. Se ve que no se le queda lo de “copiosa”. Algún día le va a caer un sopapo.
Como no podía ser menos en un centro de aspirantes a frailes, el componente religioso de las fiestas era el elemento nuclear, todo giraba en torno al nacimiento de Cristo y demás misterios de la Navidad. La fe anidaba intacta e inmutable en aquellos corazones aún infantiles. En consonancia, los oficios religiosos se multiplicaban y se vivían con verdadero fervor, con el consiguiente aumento de las idas y venidas al Santuario a través del túnel que salvaba la carretera.
Había que manifestar alegría, mucha alegría, que por algo era Navidad. Los cantores y rondallistas hacían horas extra, aumentando, de alguna manera, la frustración de los excluidos, de los que carecían de voz y de pericia para tañer algún instrumento musical, del que, por otra parte, carecían.
Pero todos seguían mostrándose orgullosos del buen hacer de sus compañeros, que, entre otros éxitos, solían resultar ganadores de los concursos de villancicos en los que participaban. ¡Qué bien sonaban aquellos cantos polifónicos cuando se interpretaban en la capilla o en el Santuario! ¡Qué bien siguen sonando ahora, al cabo de tantos años, cuando salen de su refugio de plástico!
En aquello días sonaban por todas partes. El altavoz de los campos de deporte, que durante el año emitía casi siempre música clásica, echaba ahora al aire sin cesar villancico tras villancico, que para eso disponía el colegio de unos cuantos discos de vinilo repletos de ellos.
_¿Te gustan los villancicos? _se interesó el preguntón de siempre.
_Pues claro que me gustan, y además me sé muchos de memoria. Pero algunos no los entiendo, dicen cosas muy raras. No sé qué quiere decir eso de “Campana sobre campana y sobre campana una” ¿Por qué está una campana encima de la otra? Y además, ¿por qué primero es una y luego dos? Tampoco entiendo lo de “Pero mira cómo beben los peces en el río, pero mira cómo beben por ver a Dios nacido. Beben y beben y vuelven a beber los peces en el río por ver a Dios nacer”. ¿Los peces tienen que beber para ver nacer al Niño Jesús? ¿Y qué es eso de “Yo me remendaba, yo me remendé, yo me eché un remiendo, yo me lo quité?”.
_No sufras, que eso no lo entiendes ni tú ni nadie _trató de explicar la voz_. Los villancicos son canciones populares cuyo origen se desconoce a menudo y que, como se transmiten de manera oral, pueden haberse ido deformando con el tiempo hasta resultar casi incoherentes.
_¿Y para decirme que no tienes ni idea me sueltas ese rollo?
_¡Qué se le va a hacer! No se puede saber todo, y hay cosas que no se aprenden nunca. Pero te aseguro que a ti los villancicos te van a gustar siempre.
Entre los diversos festejos, se organizaban cabalgatas, como la que recorría las camarillas de los dormitorios en la Nochebuena, anunciado la buena nueva a los apostólicos somnolientos o ya profundamente dormidos; o la de Reyes, que deambulaba, en la consabida noche, por las distintas dependencias del colegio, repartiendo paquetillos de dulces y otros pequeños obsequios.
Pero de estos cortejos jaraneros solo formaban parte algunos elegidos. Alguien le comentó a nuestro protagonista que, para poder integrarse, había que disponer de algún instrumento que poder tocar. Y era el caso que, sin saber cómo, había llegado a sus manos una castañuela, una sola, pero no sabía si aquello sería suficiente para que le permitieran incorporarse a la charanga.
_Oye, sabiondo _se dirigió al oculto_, ¿tú crees que me dejarán ir con una sola castañuela?
_Tú no digas nada y métete, que no creo que nadie te vaya a echar.
Y allá fue, con su instrumento desparejado, que hacía sonar al compás que saliera con su mano derecha, mientras que procuraba esconder la izquierda por si acaso.
Las actividades lúdicas se multiplicaban durante aquellos días. Se organizaban, por ejemplo, concursos de belenes, en los que todos podían participar. Algunos de los que se presentaban resultaban verdaderamente artísticos. Claro que había quien actuaba con ventaja, como los tramoyistas, que disponían de medios vedados a los demás, por lo que hasta les ponían luces. Y, naturalmente, solían ganar.
Era también época de mucho teatro y mucho cine. En el primer caso, eran los propios alumnos quienes representaban las obras. No me refiero ahora a aquellos autos sacramentales de grandes tramoyas y un trabajo artístico tan excelente que parecían obra de profesionales. Se trataba de a enredos mucho más modestos, de cada uno de los cuales era responsable un fraile-profesor, el cual se encargaba de seleccionar a los actores, de repartir los personajes y de la dirección, en general.
A nuestro héroe le cupo intervenir en una especie de sainete escolar, tan conocido que aún hoy se sigue representando, y que respondía al título de Seis retratos, tres pesetas. Le tocó hacer de soldado andaluz, y compartía cartel, entre otros, con Bañugues, que hacía de fotógrafo, y con Óscar, el más bueno del colegio. Se representó nada menos que en el escenario del teatro y resultó muy bien.
_Estarás contento, ¿eh? Te has lucido como actor.
_Sí, pero no sé por qué he tenido que hacer de soldado andaluz, si yo no soy andaluz.
_Hombre, porque aquí, tan al norte, no hay muchos andaluces, y tu acento serrano, casi extremeño, ese que ya vas olvidando, es lo más parecido al de por allí abajo que han podido encontrar
Las sesiones de cine, uno de los divertimentos más apreciados y esperados a lo largo del año, se multiplicaron y raro era el día en que no se proyectara alguna película o documental, que de todo traía el bueno de don Florentino Soria, padre de dos compañeros. Ello no obsta para que algunos se durmieran viendo, por ejemplo, “Cena de acusados”, la gran película de Julien Duvivier: todavía no estaban en edad de ver cosas tan serias, preferían la de aventuras.
Y, lógicamente, quedaba tiempo para los deportes, y para los juegos en la recreación, espacio que, en aquellos días de invierno se convertía en una auténtica nevera, en la que el helador viento paramero se colaba por algún cristal roto, que siempre los había, de manera que, para entrar en calor, los saltos se multiplicaban en las partidas de ping-pong.
Otra de las satisfacciones llegó con las comidas, que mejoraron sustancialmente, sobre todo en los días más señalados. Había hasta turrón, elaborado artesanalmente por las buenas monjas que se ocupaban de todo y de todo sabían hacer. Y hubo vino en algunas comidas, aunque aguado y azucarado hasta el punto de parecer un jarabe.
Él tuvo suerte a este respecto, porque le tocó ser servidor aquellos días de turrón y golosinas, y siempre sobraba algo que rascar con la benevolencia de las madres de hábito blanco.
Le llegó, además, un paquete, de aquellos que le mandaba su madre con embutidos, botes de leche condensada y otras cosas ricas. Lo malo era que esos paquetes siempre los abrían y sustraían una parte de las viandas, cosa que le sentaba muy mal, a él y a todos los afectados. Pero tuvo su compensación. Es el caso que, con lo que se retenía, se preparaban unas bolsas de comestibles con las que se premiaba a los que, dentro de cada grupo, resultaban elegidos por votación secreta de sus compañeros. Mira, hasta había democracia. Y él fue uno de los agraciados.
_¡Vaya suerte, eh! Para ser el primer año, no parece que les hayas caído mal a tus compañeros. ¡Cómo te vas a poner! _dijo con sorna la voz.
_Pues a ti no te voy a dar nada, así que te fastidias. De todas maneras, es que todavía no me conocen mucho; si no, no me lo hubieran dado. Yo creo que cada vez me voy haciendo más malo.
_Eso es que creces y empiezas a hacerte mayor.
Los días fueron pasando y las vacaciones se acabaron. Había que prepararse mentalmente para volver a las clases y todo lo demás. Y, cómo no, la voz del futuro acudió, puntual e inoportuna una vez más, a dar la tabarra al pobre muchacho, por si no tenía bastante pesadumbre.
_Bueno, pues ya se acabaron las Navidades. Al final no te lo has pasado tan mal, ¿no es así?
_Sí, me lo he pasado bien, pero hubiera preferido estar en mi casa. Me he acordado muchas veces.
_Allí no hubieras tenido tantas diversiones, y hubieras pasado más frío, sin calefacción, solo con el brasero o la lumbre de la cocina, junto al trashoguero.
_Ya lo sé, pero quería estar con mis padres y con toda mi familia. Y jugar en la calle con mis amigos de siempre.
_¿Les has escrito, contándole todo esto?
_Sí, pero hay que tener cuidado con lo que se dice, porque nos leen las cartas antes de enviarlas.
_Bueno, no te preocupes. Las cosas van a ir cambiando y algún año de los próximos os dejarán ir.
_No estoy yo tan seguro. ¿Cuándo será eso, el año que viene?
_No puedo decírtelo, pues si supiéramos exactamente lo que nos va a ocurrir en el futuro, la cosa no tendría gracia, la vida dejaría de tener interés hasta para nosotros mismos.
_Jobar, al final nunca me dices nada. Pero dime por lo menos una cosa, sabelotodo. Dentro de muchos años, tantos como tú tienes, ¿seguirá habiendo Navidades?
_Sí, claro, siempre habrá Navidad, porque la Navidad es ilusión, y sin ilusión la vida carece de sentido; se pierden, incluso, las ganas de vivir. Cambiarán muchas cosas, la vivirás de otra manera, a veces llegará a hastiarte, pero siempre, año tras año, esperarás su llegada.
_Bueno, algo es algo. Y, oye, ¿a ti los Reyes te traen regalos, ahora que eres viejo?
_Claro, los Reyes siempre traen regalos si te portas bien. Además, últimamente les ha salido competencia con Papá Noel, que también anda por ahí con su saco el día de Navidad.
_¿Ese gordo con gorro y barba, vestido de colorao? ¿Pero no es el de los americanos?
_También nos lo han mandado para acá, como otras muchas cosas suyas. Y los niños están muy contentos porque tienen doble ración de regalos. Pero, anda, ponte a estudiar, que mañana vuelves a tener clase y tendrás que dar cuenta de los deberes y ejercicios que te mandaron. ¿Los has hecho todos?
_Sí, aunque no sé si me habrán salido bien.
Y todo volvió a la rutina de siempre. Mejor dicho, casi todo, porque algunos de los que se fueron de vacaciones forzosas y no volvieron eran amigos suyos. Aquellas malditas vacaciones obligadas e indefinidas que nadie quería y que incluso a su incipiente capacidad crítica le parecían injustas. Los echó mucho de menos.
Y ni siquiera había podido despedirse de ellos.
Eugenio Cascón Martín