Hoy día del libro. Os encantará, como a mí me ha encantado y hecho pensar, este relato titulado "El niño entre lobos". Es de un autor muy joven y muy bueno, yo también lo creo.
Está siendo un éxito en las redes (al final os dejo el enlace).
El nombre del autor es Laro Cicero, hijo de Isidro. De tal palo...
A la memoria de Anselmo.
Otros, fácilmente, pensarían mucho antes de escribir. Yo escribo mucho antes de pensar.
Mi nombre no importa, ni el nombre de la montaña a la que me encomendaba todos los amaneceres, cuando de niño, muy niño, subía a los invernales cuidando el ganado de mi padre.
Yo tenia un perro pequeño, canela, feo como pocos. Sus dientes de abajo sobresalían de su boca y parecía estarse mordiendo el hocico constantemente. Era un perro listo de verdad. Se llamaba Zacarías.
Zacarías y yo mismo éramos los encargados de llevar a los animales al monte todos los días. Salíamos temprano, sin salir el sol. Desayunábamos un poco de leche recién ordeñada y unos trozos de pan, y al monte que nos íbamos.
Yo por aquella época, tendría unos ocho años y no era más grande que una zarza. Y Zacarías parecía una comadreja más que un perro. Eso no era impedimento para que mi padre me hubiera encomendado la importante tarea de cuidar de nuestros animales durante todo el día por los montes.
Como he dicho, salíamos al amanecer, con las ovejas, las cabras y alguna vaca, hacia los invernales. Que son cuadras en las alturas. Allí pastaban y a veces pasaban la noche.
Al oscurecer, sin hacerse de noche, Zacarías y yo volvíamos a casa, temerosos. La noche en el monte no nos gustaba a ninguno de los dos. No se cual de los dos llevaba las orejas más pinadas, atentos a cualquier ruido. Los montes donde nací, cuando oscurece, o cuando se mete la niebla, cambian. Pasan de ser lugares comunes que yo conocía como mi propia casa a convertirse en lugares terribles. En los que hasta los árboles toman una actitud siniestra.
Una de esas tardes, una de verano, bajábamos Zacarías y yo a buen paso por entre los espinos, camino de la casa de mi padre. Delante de nosotros iban las ovejas paridas con sus corderos y alguna de las vacas.
Las vacas, a pesar de lo que pueda parecer son animales inteligentes y con mucho carácter, en ocasiones, los días más calurosos, se agobian a causa del calor, las moscas y los tábanos. En esas ocasiones, levantan el rabo y echan a correr enloquecidas hacia las alturas.
Esa tarde ocurrió eso. La Negra, la vaca más preciada que teníamos, llegando a un calvero por el que baja, como una culebra adormecida, un arroyo, levantó el rabo y moscó.
Salió corriendo por entre la espesura y desapareció. Zacarías me miró con las orejas apuntando al cielo. Quieto, esperando una reacción por mi parte.
—¡Vamos Zacarías, tráela!
El perro, instantáneamente, corrió en la dirección por donde había desaparecido La Negra, como un escopetín.
Yo pausé al ganado en aquel calvero y me senté en una roca contrahecha. A esperar que el perro trajese a la vaca.
Los árboles de espino comenzaban a hostigarme con sus, cada vez, más largas sombras.
Los parches de cielo que se podían ver por entre la espesura del bosque ya no eran azules, habían tornado a un color sanguíneo, el aire caluroso del verano desapareció expulsado por la niebla, que como una gigantesca lengua, lamía las frentes de los montes.
Los corderos comenzaron a inquietarse, a patear la tierra, a bufar. Me miraban con los ojos fuera de las órbitas, exactamente igual que cuando, atadas las patas, en silencio, saben que les vas a clavar el cuchillo en el cuello. No se oía por ningún lado a Zacarías ni a aquella maldita vaca negra.
De repente lo escuché. Un aullido terrible. Por detrás de mí. Y otro, y otro más. Sentí que me pasaban un hierro ardiendo por las tripas, No puedo describir ahora que soy viejo, lo que sentí. No era miedo, era algo mucho más profundo, era mi instinto animal. Me ericé, me sentí cordero. Éramos la misma cosa los corderos y yo. Los aullidos se oían por todas partes, eran muchos, nos rodeaban, eran los lobos.
No recuerdo haber pensado nada, el instinto más profundo bloqueaba cualquier racionalidad, eché a correr, como un corzo, hacia abajo, siempre hacia abajo. Mientras corría, aterrorizado, me pareció ver ovejas y corderos desbocados, y lobos por todas partes. Nos estaban cazando. Muchas veces llegué a pensar que era el fin. Los nervios saliéndose de mi nuca, esperaban en cualquier momento el mordisco final.
Pero no llegó. Ya cuando el monte da paso a los prados, dejé de oír las frenéticas carreras a mi lado. No paré de correr, hasta llegar a la casa de mi padre.
Él estaba metiendo hierba al pajar, con las últimas luces del día, en la corrala de entrada a la casa. Al verme, respingó.
—¡Los lobos... los lobos. Padre los lobos…! Gritaba yo.
Extrañamente mi padre, que fue el hombre más sabio que yo conocí, pareció tranquilizarse al oírme mentar a los lobos.
No dijo una palabra, simplemente posó su enorme mano en mi nuca y la apretó suave pero firmemente. Nos metimos en casa.
Aquella noche cené todo lo que había en la mesa, junto a la lumbre, con la mirada fija y pensativa de mi padre sobre mi. No dijo una sola palabra durante la cena, ni a la hora de irme a la cama.
Acostado, no era capaz de dormirme, mirando la noche azul llena de estrellas por la ventana, esperando oír a los lobos, a Zacarías, o a la maldita vaca negra.
Lo que oí fueron los pasos de mi padre acercándose. Abrió la puerta y me dijo:
—Mañana tienes que volver a buscar a los animales. Y cerró la puerta.
No pegué ojo en toda la noche, cómo podía mi padre hacerme eso, hacerme volver a esos montes llenos de lobos.
A la mañana siguiente mi padre estaba junto a la lumbre, almorzamos juntos, no me dijo ni una sola palabra de nuevo. Me vestí y salí con las primeras luces camino a los montes de donde había salido la noche anterior despavorido. Mi padre me dio una palmada en el hombro.
Me encaminé como un cordero cabizbajo hacia los montes, miré un par de veces atrás buscando a mi padre, que me mandara volver, que lo había pensado mejor. No ocurrió eso. Me miraba serio, desde la puerta de la casa.
El valor que tuve que echar a cada paso que daba es indescriptible. A cada paso quería echar a correr de nuevo. A cada paso me parecía oír un ruido, un gruñido, unas carreras.
No se escuchaba el alboroto de los pájaros. Me sentía pequeño y vulnerable como un cachorro. Solo frente a los lobos. Mi convencimiento era que esa mañana iba a ser devorado como un cordero.
Avanzaba muy despacio, intentando pisar solamente las piedras, para no hacer ningún ruido, subía a los montes en completo silencio.
Ya adentrado en lo profundo del monte, empecé a escuchar, de vez en cuando, siempre por delante de mi y a la izquierda, unos chasquidos, como de ramas rotas, algo me acechaba entre los matorros. Tuve la misma sensación de fuego en las tripas que la tarde anterior.
Muchas veces, me di la vuelta y eché a correr, hacia abajo. Pero finalmente me detenía a los pocos metros, agudizaba el oído, apretaba los dientes y los puños, rebufaba y seguía ascendiendo.
Así subí durante unas cuantas horas, acobardado y erizado como un animal acechado. Seguí escuchando los chasquidos, siempre delante y a la izquierda de mi.
Ya quedaba poco para llegar al invernal, a donde sin duda debían haber ido los animales a refugiarse la noche anterior, los que hubieran sobrevivido al ataque de los lobos. Cuando cayó una nube. En los montes donde nací, en verano, caen unas nubes impresionantes, son tormentas muy poderosas y breves que ayudan a refrescar el día, aquella nube lo único que consiguió fue atemorizarme más, los truenos y los rayos sacudían el monte. A pesar de todo seguí avanzando. Empapado.
La nube duró poco tiempo. Cuando alcancé la braña donde estaba el invernal, el sol lucía de nuevo.
Subí la braña, y lo que vi entonces cambió mi vida para siempre. Fue entonces, a los ocho años cuando me hice un hombre.
Allí erguido, esperándome, sonriendo, acompañado por Zacarías y la maldita Negra estaba mi padre, a la puerta del invernal. Corrí llorando a sus brazos.
Los chasquidos que me habían acompañado durante la subida al invernal eran los pasos de mi padre, que había subido escondido entre los matorros, observándome en las sombras. Protegiéndome. Dejando que fuera yo quien venciera mi miedo a los lobos.
Me explicó allí sentados, a la sombra de un chopo, a la puerta del invernal, que los lobos eran animales valientes y saben oler al animal valiente, y que a ese animal lo respetan. Que Zacarías, y La Negra eran animales muy valientes, y por eso los lobos los respetaron. Que la noche anterior algunos de nuestros animales no habían sido tan valientes y por eso habían servido de alimento al lobo.
Y que yo, su hijo, ahora mismo era el animal más valiente de todos los montes y prados, que los lobos me respetarían siempre, y que desde esa mañana, los lobos, desde lejos me conocerían.
El verano pasó tranquilo, como otros veranos anteriores pero con una gran diferencia, mi padre me trataba ya como a su igual. Me consultaba antes de tomar una decisión, hablábamos de todo. Me respetaba como también me respetaban los lobos. Era feliz como solo un hombre de ocho años puede serlo.
Mi padre era capaz de saber si iba a nevar solo con ver una nube encima de un pico determinado, podía hablar con las aves en su idioma, conocía a la gente por sus ojos, y tenia un corazón noble, que se encargó de entregarme a trocitos todos los días. Pensaba que todos los hombres y los animales éramos iguales. No concebía el abuso.
Mi padre sabía vislumbrar la magia de nuestros montes. Y transmitírmela.
El verano dio paso al tardío. Y con él a los tiempos más negros de mi vida. Fueron tiempos de lobos cobardes. De guerra.
Una mañana, de noviembre, estábamos mi padre y yo metiendo hoja en el pajar, para alimentar a los chones.
Esa mañana de muerte paró un camión a la orilla de la carretera, de el camión verde se bajaron trece muchachos, enfebrecidos, armados con fusiles y escopetas, y empezaron a insultar a mi padre, a golpearle, a reírse de él. Mi padre intentó meterme en casa pero no pudo. Se defendió, peleó valientemente contra aquella manada de lobos humanos, cobardes y traidores, dejó inconsciente a más de uno, pero sucumbió.
Yo agarré una vara y empecé a golpearles, me apartaron. Subieron a mi padre, amarrado como un cordero al camión y se fueron de nuestros montes. Aquella mañana me quise morir. Aún hoy que por fin tengo valor para contarlo a mis nietos, me sigo queriendo morir, de rabia y de impotencia.
Al día siguiente, yo estaba en la cama, con fiebre, delirando, solo. Cuando oí afuera unos gritos, eran seis hombres, vecinos traidores de los pueblos vecinos. Hablaban sobre venganza, sobre que alguien, en unas islas lejanas se había levantado contra ese invento del demonio que llaman democracia, y que iban a limpiar los montes de magos.
Eran los estúpidos borregos disfrazados de lobos que hacían lo que sus amos, los caciques, les mandaban. De los que tanto me había hablado mi padre. Esos borregos malnacidos me subieron a la yegua blanca de mi padre, me llevaron a un lugar apartado y me apalearon.
Me dieron tal paliza que, cuando se marcharon, al quitarme la camisa ensangrentada, me salía la piel pegada a ella a jirones.
No tardaron en volver, una semana después, creo recordar, me amarraron y me metieron en un camión verde como en el que se llevaron a mi padre. No estaba asustado, mi padre había pasado por lo mismo, y ahora era yo. Me incorporé en la cajuela del camión y miré a aquellos cerdos directamente a los ojos, uno a uno. Ni mi padre ni yo les habíamos hecho nada, no tenía de que temer, si eran lobos de verdad verían el valor en mis ojos y me respetarían.
Pero no eran lobos de verdad, eran la gente más ruin, cobarde y traidora. No eran hombres, eran una manada de zorras, jamás entenderían el idioma de los pájaros, ni sabrían cuando iba a nevar. Su espíritu era miserable.
Me llevaron muy lejos de mis montes y de mis prados. De mis lobos.
Me encerraron y me obligaron a trabajar para construir estúpidos edificios grises de cemento. Se divertían haciéndome cargar con sacos de escombro atados con alambre que me cortaban la piel.
Nos hacinaban y nos hacían pasar hambre, nos abusaban. Eran unos abusadores.
En una celda, de noche, escribiendo esta historia. Miro por entre las rejas, intentado comprender. Me parece ver a mi padre, erguido, bajo la sombra de un chopo a la puerta del invernal, acompañado por Zacarías y la maldita Negra. Sonriendo.
—Hijo, eres igual que los lobos, ellos te conocen. Aguanta, sigue caminando, igual que aquella mañana. Vence al miedo, hijo, tu eres como un lobo. Nunca más volví a ver a mi padre. Y pasaron muchos decenios hasta que pude contar esta historia a mis nietos. Siempre entre lágrimas.
Tuve que subir muchos montes venciendo al miedo durante mi vida, pero también sigo hablando con los pájaros y sé cuando va a nevar.
Ahora que soy anciano, sé que mis hijos y mis nietos, y los nietos de mis nietos, sabrán que también ellos, son como yo, el niño entre los lobos.
Laro Cicero